Pasajero Domingo, 18 junio 2017

#DíaDelPadre: ¿qué dirá tu hijo sobre ti?

Ayer publiqué un post que recogía diferentes textos de escritores sobre sus hijos e hijas. Esta vez haré lo mismo pero en el sentido inverso: voy a seleccionar algunos textos (como ayer, de no ficción) en los que son los hijos quienes escriben sobre sus papás.

Amigo de papá

Aunque Vargas Llosa no escribió ninguna novela “sobre el padre” es evidente que el tema atraviesa y dirige su obra. Está en sus memorias, El pez en el agua, pero también, por ejemplo, en La ciudad y los perros, Conversación en La Catedral, La tía Julia y el escribidor y La fiesta del Chivo. Esta vez tomo solo un pequeño comentario, realizado en un artículo sobre Ojalá Octubre, el libro de Juan Cruz.  Aquí está:

Tuve una relación desastrosa con mi padre, y los años que viví con él, entre los once y los dieciséis, fueron una verdadera pesadilla. Por eso siempre envidié a mis amigos y compañeros de infancia y adolescencia, que se llevaban bien con sus progenitores y mantenían con ellos, más que una relación jerárquica de autoridad y subordinación, de cariño y complicidad. Recuerdo, de manera muy nítida, por ejemplo, cómo me hubiera gustado tener con el mío ese cálido contubernio que exhibía mi condiscípulo de La Salle, el flaco Ramos, con su padre, quien lo llevaba y traía todos los sábados a los entrenamientos del equipo de fútbol del colegio, e iba luego a hacerle barra en los partidos emocionándose hasta las lágrimas cuando su hijo metía un gol. Alguna vez tuve la suerte de acompañar a Ramos hijo y Ramos padre al Estadio, a ver jugar a la U, y a mí me distraían de lo que ocurría en la cancha las bromas y burlas que ellos se gastaban todo el tiempo, como si fueran no un padre y un hijo sino un par de compinches de la misma edad. ¡Vaya suerte que tenía el flaco Ramos! Probablemente desde esa época se me ocurrió pensar que una buena relación con el padre debe dejar en quienes la viven algo positivo en el carácter, tal vez eso que llaman buena entraña.

Es curioso que Vargas Llosa señale la camaradería como signo de una buena relación entre padre e hijo: “a mí me distraían de lo que ocurría en la cancha las bromas y burlas que ellos se gastaban todo el tiempo, como si fueran no un padre y un hijo sino un par de compinches de la misma edad”. El escritor argentino Ernesto Sabato no era de la misma opinión. Observen este fragmento de la entrevista que le hizo Joaquín Soler Serrano:

—Además de hijo, ¿puede usted llegar a ser amigo de su padre?

—No, [en nuestro caso] no funcionaba [así]. Y no estoy en desacuerdo con eso. Se habla muy a menudo en la educación moderna de la amistad del padre con los hijos. Eso es un error; o una mala definición de la palabra amistad. La amistad es entre iguales. El padre no es el igual del hijo. El padre es mucho más (y mucho menos) que un amigo. No es un igual, es otra jerarquía. Y eso ayuda luego al chico, cuando se desarrolla: necesita apoyarse en alguien que sea superior y fuerte. Yo estoy de acuerdo con eso. Creo que la psicología moderna ha cometido graves errores, de los que se está rectificando ahora. El sistema de padre-hijo, digamos así, es un sistema milenario, multimilenario, probado por todas las comunidades y por todas las civilizaciones. Y los descubrimientos (no sé si llamarlos así) de la psicología moderna tienen treinta años de antigüedad: se están revelando, muy a menudo, equivocados. No, no fuimos amigos de papá, de ninguna manera. 

—Esa ruptura generacional, entonces, de que se habla tanto ahora, de que los hijos quieren —en cierto modo— liberarse de los padres, y vivir un poco por su cuenta y razón, usted cree que es algo pasajero.

—Sí… se comprende: toda persona quiere liberarse de las ataduras; hay una actitud siempre así. Pero los hijos vuelven siempre al padre, si el padre es comprensivo. Yo he dicho que el padre es el padre, no quiero decir que sea incomprensivo, no quiero decir que sea terrible. Para mí la relación padre-hijo debe ser severa y afectuosa. Y esa no es una contradicción sino una cosa complementaria. El chico tiene que encontrar en su padre a un hombre comprensivo y justiciero. Los chicos aprecian mucho la justicia. Muy a menudo, los chicos se rebelan contra la injusticia, y eso me parece bien. Siempre hay que rebelarse contra la injusticia. Pero una cosa es la injusticia y otra cosa es la jerarquía. La jerarquía debe basarse en la justicia, y creo que la relación de padre e hijo es jerárquica. En cuanto a la rebelión actual, lo único que le puedo decir es esto: como escritor, yo recibo miles de cartas de muchachos, de chicos, que me escriben a mí y —por el tono de las cartas, por el contenido de las cartas— me doy cuenta de que no tienen padre; y recurren a una persona más grande, que —presumen, con razón o sin ella— los puede ayudar, como recurrirían al padre. Los chicos necesitan un padre, siempre, si no lo tienen en casa lo buscan afuera.

Fernando Savater va por el mismo camino, y en el prólogo de Ética para Amador cuestiona a los padres que se esfuerzan por ser “amigos” de sus hijos:

Siempre me han parecido fastidiosos esos padres empeñados en ser “el mejor amigo de sus hijos”. Los chicos debéis tener amigos de vuestra edad: amigos y amigas, claro. Con padres, profesores y demás adultos es posible en el mejor de los casos llevarse razonablemente bien, lo cual ya es bastante. Pero llevarse razonablemente bien con un adulto incluye, a veces, tener ganas de ahogarle. De otro modo no vale. Si yo tuviera quince años, lo que ya no es probable que vuelva a pasarme, desconfiaría de todos los mayores demasiado “simpáticos”, de todos los que parece como si quisieran ser más jóvenes que yo y de todos los que me diesen por sistema la razón. Ya sabes, los que siempre están con “los jóvenes sois cojonudos”, “me siento tan joven como vosotros” y chorradas por el estilo. ¡Ojo con ellos! Algo querrán con tanta zalamería. Un padre o un profesor como es debido tienen que ser algo cargantes o no sirven para nada. Para joven ya estás tú.

Esto no significa, por supuesto, que la complicidad entre padres e hijos sea imposible. Esta es una de las historias más hermosas que contó Hernán Casciari en sus mensajes de voz (el texto está aquí):

¿Quién es papá?

Acercarse a la figura del padre implica enfrentarse a datos no conocidos, releer la propia la vida a la luz de esta información nueva, descubrir cosas que, por tranquilidad, hubiera sido mejor no saber nunca. Un libro central sobre esa tarea es La invención de la soledad, de Paul Auster. Toda la primera parte, Retrato de un hombre invisible, está dedicada a buscar, conocer y comprender a su padre, una tarea que se impone luego de la muerte de este.

En uno de sus primeros párrafos, dice lo siguiente:

Incapaz de cualquier sentimiento de pasión, ya fuera por una cosa, una idea o una persona, no había podido o no había querido mostrarse a sí mismo bajo ninguna circunstancia y se las había ingeniado para mantenerse a cierta distancia de la vida, para evitar sumergirse en el torbellino de las cosas. Comía, iba a trabajar, tenía amigos, jugaba al tenis; pero a pesar de todo no estaba allí. Era un hombre invisible, en el sentido más profundo e inexorable de la palabra. Invisible para los demás, y muy posiblemente para sí mismo. Si cuando estaba vivo no hice otra cosa que buscarlo, intentar encontrar al padre que no estaba, ahora que está muerto siento que debo seguir con esa búsqueda. Su muerte no ha cambiado nada; la única diferencia es que me he quedado sin tiempo.  

En la novela gráfica Fun Home. Una familia tragicómica, Alison Bechdel no solo profundiza en la relación con su padre (también hermético, enigmático y ambiguo). Como parecen no encontrarse nunca, Bechdel utiliza la literatura (especialmente al Ulises de Joyce y En busca del tiempo perdido de Proust) para tender un puente entre ambos. Dejo aquí algunas viñetas.

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En Pastoral americana, la famosa novela de Philip Roth, el alter ego del autor hace la siguiente descripción:

El señor Levov era uno de aquellos padres judíos criados en los barrios bajos cuya perspectiva tosca y sin una educación suficiente aguijoneó a toda una generación de esforzados hijos judíos universitarios, un padre para quien todo es un deber ineludible, para quien hay un camino recto y otro equivocado y nada entre los dos, un padre cuyo conjunto de ambiciones, prejuicios y creencias es tan impermeable al pensamiento cauteloso que esquivarle no resulta tan fácil como parece. Hombres limitados con una energía ilimitada, hombres que enseguida se muestran amistosos y con la misma rapidez evidencian que están hartos, hombres para quienes lo más importante en la vida es seguir adelante a pesar de todo. Y nosotros éramos sus hijos. Nuestra tarea consistía en quererlos.

Este perfil parece tomado del propio padre de Roth. En Patrimonio, el libro testimonial sobre su padre, el escritor lo describe así:

[Mi padre] Nunca fue capaz de comprender que una capacidad de renuncia y de férrea autodisciplina como la que él poseía era algo absolutamente extraordinario, que no estaba al alcance de todo el mundo. Se figuraba él que si un hombre con todas sus carencias y limitaciones podía hacerlo, todos los demás también podían. Lo único que se necesitaba era fuerza de voluntad —como si la voluntad creciera en las ramas de los árboles—. Él consideraba inquebrantables sus deberes para con las personas que tenía bajo su responsabilidad, y ello lo llevaba a reaccionar ante lo que percibía como defectos de  tales personas del mismo modo visceral en que atendía lo que consideraba —no necesariamente equivocándose— sus necesidades. Y porque la suya era una personalidad imperiosa, y porque muy en lo hondo de su ser había también una prehistórica veta de ignorancia total, ni siquiera se daba cuenta de lo inútiles, enloquecedoras e incluso, en ocasiones, crueles que podían resultar sus continuas admoniciones.

Esa energía (terca, impertinente e invencible) es la misma que uno puede observar en el padre de Kafka: el problema es que esa energía, que para muchos puede resultar un estímulo, para otros es opresiva y castrante. En Carta al padre, dice Kafka:

Tú sólo puedes tratar a un niño de la misma manera con que estás hecho, con fuerza, ruido e iracundia, y esto te parecía además muy adecuado para el caso, porque querías hacer de mí un muchacho fuerte y valeroso…

Si tu sola presencia física ya me aplastaba…Recuerdo, por ejemplo, cuando nos desvestíamos juntos en una casilla. Yo flaco, débil, enjuto; tú, fuerte, grande, ancho. Ya en la casilla me sentía miserable, y no sólo frente a ti, sino ante el mundo entero, porque tú eras para mí la medida de todas las cosas. Pero después salíamos de la Casilla e íbamos entre la gente, yo tomado de tu mano, esqueleto pequeño, vacilante, descalzo sobre las tablas, temeroso del agua, incapaz de imitar tus movimientos para nadar que, con la mejor intención, pero en realidad para mi vergüenza profunda, tú repetías constantemente para enseñarme. Yo me sentía entonces completamente desesperado, y todas mis experiencias desalentadoras en otros terrenos coincidían a la perfección en ese momento.

Volviendo al tema de la búsqueda del padre, aquí hay una historia valiente y terrible. Hacia mediados de la década pasada, Pilar Donoso, hija del escritor chileno José Donoso (1924-1996) descubrió en la prensa de Chile que algunos periodistas sugerían, entre otras cosas, la homosexualidad de su padre. Estas afirmaciones las hizo un periodista que había leído los primeros diarios de Donoso, guardados en la Universidad de Iowa. Entonces, Pilar Donoso fue a Princeton, donde estaban los otros diarios, que serían liberados al público solo diez años después de la muerte de su autor, en 2006. Su intención era leerlos antes que nadie, para que nada más “la volviera a sorprender”. Aunque su primera intención era solamente esa, luego se decidió a convertir en libro este proceso. El resultado es Correr el tupido velo. (Un adelanto del libro, aquí). No solo quedó allí: la publicación destruyó su matrimonio, la alejó de su familia y terminó con su propia vida: en 2011, Pilar Donoso fue hallada muerta en su casa; al parecer, se suicidó. En una parte del libro, dice la autora:

Como hija, soy protagonista de muchas versiones noveladas de la mente creativa de mi padre; soy mala, adorable, acusadora, ladrona, abnegada, asesina, ajena, protectora, cruel, generosa, lapidaria, madre… y muchos roles más que se entremezclan en una relación amor-odio que va más allá de lo comprensible. Sigo pasando las páginas de los diarios y por momentos decido no continuar, pero se vuelve una necesidad, quiero saber más, meterme en esa mente atormentada por la paranoia, por el miedo a ser descubierto. La dualidad que demuestra al esconderse pero dejar estos manuscritos para así poder ser finalmente descubierto, o bien manipulando al escribirlos para crear la imagen premeditada que quería que conservaran de él, amparado por la inmutabilidad del mundo de la muerte, fuera de todo juicio e incomprensión o inalcanzable para su mayor temor: el rechazo.

Su obsesión conmigo no termina ahí: también duda de mi impulso de ser madre, piensa que sólo me he embarazado por segunda vez, después de largos tratamientos, para probarme a mí misma que puedo y que una vez que lo he logrado no me cuido porque en realidad el niño no me importa nada, la maternidad tampoco, que a mí no me gustan los niños, como según él yo reconozco. Juicio lapidario como siempre, cree que además mi matrimonio no va a durar nada. Pero por otro lado, contradiciéndose, cree que es mejor que tenga más hijos, ya que yo hasta ese momento sólo tengo consanguinidad con mi hija Natalia, que estoy muy sola y debo conformar una familia grande.

He dejado para el final el testimonio más hermoso que he leído sobre un padre: El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince. Si lo encuentran alguna vez, léanlo (aquí hay varios fragmentos, como para que se hagan una idea): cada uno tiene el padre que tiene, y qué bueno si uno llega a aceptarlo y ser feliz con ello, pero qué importante sería que tuviéramos más papás como Héctor Abad Gómez. Dice su hijo:

Yo quería a mi papá con un amor que nunca volví a sentir hasta que nacieron mis hijos. Cuando los tuve a ellos lo reconocí, porque es un amor igual en intensidad, aunque distinto, y en cierto sentido opuesto. Yo sentía que a mí nada me podía pasar si estaba con mi papá. Y siento que a mis hijos no les puede pasar nada si están conmigo. Es decir, yo sé que antes me haría matar, sin dudarlo un instante, por defender a mis hijos. Y sé que mi papá se habría hecho matar sin dudarlo un instante por defenderme a mí. La idea más insoportable de mi infancia era imaginar que mi papá se pudiera morir, y por eso yo había resuelto tirarme al río Medellín si él llegaba a morirse. Y también sé que hay algo que sería mucho peor que mi muerte: la muerte de un hijo mío. Todo esto es una cosa muy primitiva, ancestral, que se siente en lo más hondo de la conciencia, en un sitio anterior al pensamiento. Es algo que no se piensa, sino que sencillamente es así, sin atenuantes, pues uno no lo sabe con la cabeza sino con las tripas.

Feliz día, papás.