Pasajero Martes, 18 febrero 2020

Ficción y fe, o cómo interpretar el dolor

 

86665337_615253045963587_4951797035419303936_n

Figuras divinizadas de Walter White, Sansa Stark y Bojack Horseman.

No le encuentro ninguna gracia al dolor. No lo busco y no me da placer. No me gusta sentir dolor físico ni emocional. Me he dedicado más a evadir el dolor que a enfrentarlo (no digamos ya conocerlo o aprender de él). Siempre me sorprende que, entre las razones para no tener hijos, se mencione tan pocas veces el miedo al dolor: de parir, de criar, de dañar, de perder. Cuando se habla de esta sociedad blandengue, llena de amortiguadores, me siento aludido. ¿Acaso es necesario sufrir?

No, no es necesario: es inevitable. A cierta edad ya lo sabemos, y aprendemos (o no) a lidiar con ello.

En la doctrina cristiana, aunque hay peligrosas apologías del sufrimiento, me interesa mucho la idea de que la fe no desaparece nuestros dolores, pero nos ayuda a sobrellevarlos. Eso es, me parece, lo que quiere decir Jesús cuando dice: «Toma tu cruz y sígueme».

La fe no ha tenido (todavía) ese efecto en mí, pero conozco personas en las que sí. Como no me ha pasado, no sé exactamente cómo actúa la fe sobre el dolor, pero entiendo que lo alivia aunque no pueda desaparecerlo. Y eso, de un tiempo a esta parte, me parece mucho más importante que lo milagroso o sobrenatural, y mucho más cercano a mí. Si aceptamos que la fe permite interpretar el dolor, darle sentido, y que eso ayuda a aliviar su carga, pienso de inmediato en la ficción, porque es precisamente eso lo que la ficción me ha producido. Las películas y los libros no resolvieron mi vida, no sanaron a mis enfermos, no me dieron de comer ni me evitaron la desesperación.  Y sin embargo, creo que sí me han ayudado a vivir.

***

harry-icon-480

Harry Potter divinizado

Con ayudar quiero decir eso, ayudar. No les pido milagros a los héroes de mis historias ni obligo a nadie a creer en ellos. Sé que no existen y que no existieron, aunque, para entendernos mejor, es como si hubiesen existido: como si algo de ellos permaneciera en mí. Así lo dice el filósofo Georges Santayana:

La religión y la poesía son idénticas en esencia y solo difieren en el modo en que se relacionan con los asuntos prácticos. Se llama religión a la poesía cuando ‘interviene’ en la vida y la religión, cuando simplemente ‘sobreviene’ en la vida, no puede ser otra cosa que poesía.

***

86836431_130768258229776_3797710993379819520_n

Sansa Stark, señora y protectora

En la cristiandad, ni siquiera a los niños se les evita el relato de la Pasión de Jesús, donde se narra su martirio y su muerte. Del mismo modo, en la ficción tampoco se evade el dolor. Si así fuera, ¿qué sentido tendría? En este fragmento de una carta a Max Brod, dice Franz Kafka:

Si el libro que estamos leyendo no nos obliga a despertarnos como un puñetazo en la cara, ¿para qué molestarnos en leerlo? ¿Para que nos haga felices, como dice tu carta? Cielo santo, ¡seríamos igualmente felices si no tuviéramos ningún libro! Los libros que nos hagan felices podríamos escribirlos nosotros mismos, si no nos quedara otro remedio. Lo que necesitamos son libros que nos golpeen como una desgracia dolorosa, como la muerte de alguien a quien queríamos más que a nosotros mismos, libros que nos hagan sentirnos desterrados a los bosques más remotos, lejos de toda presencia humana, algo semejante al suicidio.

No sé si tanta intensidad sea necesaria, intrínseca a todos los buenos libros (y, por extensión, a todas las grandes ficciones), y tampoco sé si sea siempre saludable. Sin embargo, era lo que buscaba Kafka como lector y, por supuesto, fue lo que ofreció como autor. Kafka era, si cabe el símil, una especie de Daniel Alcides Carrión de la literatura, a quien le calza esta reflexión del historiador Alexandr Revalsk:

Un personaje de Bulgákiv, en su Cábala de los beatos, dice: ‘He pecado toda la vida. He sido actriz’. Es la conciencia del carácter pecador del arte. De lo inmoral de su esencia. De este asomarse en las vidas ajenas. Pero el arte es como el suero de un infectado: puede convertirse en la vacuna para otra experiencia.

***

mlinehamart

Vitral de Bojack Horseman diseñado por MLinehamArt

Las ficciones no solo nos aproximan al abismo, sino que también pueden revelarnos que ese mismo dolor, que nos hacía sentir solos porque lo creíamos únicamente nuestro, nos hermana con los demás. Así lo dice James Baldwin:

Uno cree que su pena y su angustia no tienen precedentes en la historia del mundo, pero luego uno lee. Fueron Dostoievski y Dickens quienes me enseñaron que aquello que más me atormentaba era precisamente lo que me conectaba con las demás personas que estaban o estuvieron vivas. Sólo si encaramos esas heridas abiertas en nosotros mismos podemos comprenderlas en los demás.

Dostoievski y Dickens, por supuesto, pero también otros muchos escritores, poetas y dramaturgos, así como los directores y guionistas de las películas y series que más nos han marcado a lo largo de nuestra vida, aquellos que nos legaron personajes, escenas y diálogos que ahora forman parte de nuestra liturgia personal. Yo escribo esto, por ejemplo, porque hace algunos días terminé de ver Bojack Horseman. Había intentado verla hace un año y medio, pero mi recién diagnosticado trastorno de ansiedad y mi ya mencionada aversión al sufrimiento me sugirieron evitarla. Quienes la seguían estaban seguros de que el final iba a doler. Estuve dudando si atreverme o no, pero empecé a verla y ya no pude parar: hasta el final con Bojack, aunque doliera, que para eso, también, están las ficciones.

 

________________________________________________________________________________

*El fragmento de Kafka pertenece a una carta dirigida a su amigo Max Brod, reproducida luego innumerables veces. La leí por última vez en Contra la lectura, de Mikita Brottman, un ensayo cuyas páginas finales tuve muy presentes al escribir esta nota.

*La reflexión del historiador Alexandr Revalsk fue recogida por la periodista bielorrusa Svetlana Alexiévich, Premio Nobel de Literatura, en su crónica coral Voces de Chernóbil.

*La cita de James Baldwin llegó a mí gracias a la antropóloga Sandra Rodríguez.