Pasajero Martes, 14 enero 2020

Beatriz Pinzón, precursora de Walter White

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Beatriz Pinzón, Betty, y Walter White, Walt

A Borges le parecía que Bartleby, el personaje de Melville, era kafkiano. La observación, aunque cronológicamente imposible (Melville murió en 1891, cuando Kafka tenía apenas ocho años y aún no había escrito nada), es acertada. Por un lado, hay temas tan recurrentes en un autor que se convierten en su marca personal, de modo que incluso obras anteriores a él parecen sus sucesoras. Por otro lado, las genealogías literarias son creación de los lectores: ellos establecen los vínculos en función de sus intereses, más allá de que estos vínculos sean reales, probables o imposibles.

Lo mismo ocurre en este caso. ¿Importa si Vince Gilligan, creador de Breaking Bad, vio Betty la fea? En realidad, no. Importan los puntos en común que nosotros podamos encontrar entre ambas ficciones. Y los hay. No me refiero a los superficiales, que van por fuera de las historias que cuentan, aunque también los hay. Por ejemplo, tanto Breaking Bad como Betty la fea son ficciones que tuvieron gran éxito de audiencia. Y ambas, además, lo consiguieron utilizando, revisando y renovando los recursos propios de sus géneros, con apuestas narrativas arriesgadas, lo que difícilmente se consigue.

Otros puntos en común son más profundos y tienen que ver con la naturaleza de sus protagonistas. En este post, intentaré establecer un paralelo entre Beatriz Pinzón (de Betty la fea, creada por Fernando Gaitán y emitida entre 1999-2001) y Walter White, de Breaking Bad (2008-2013) a partir de tres características que los emparentan. Eso sí, no voy a soltar ningún spoiler. En ambos casos, utilizaré datos que se pueden conocer viendo los dos primeros capítulos de cada producción.

Ambos están sobrecalificados para sus tareas

Walter es un químico graduado en el Instituto de Tecnología de California. En su juventud había participado en un proyecto de radiografía de protones que obtuvo el Premio Nobel y fundó una compañía dedicada a la investigación científica. Sin embargo, esa carrera, que podía augurarse exitosa, se truncó en algún punto. A sus recién cumplidos 50 años, Walter no es lo que se esperaba de él: trabaja como profesor de química en una escuela secundaria, y enseña a unos alumnos que lo desprecian tanto como a la materia que imparte. El sueldo no le alcanza, de modo que aumenta sus ingresos atendiendo la caja registradora en una lavandería de autos. En algunas ocasiones, presionado por su jefe, se ha resignado a lavar él mismo los autos.

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Betty, por su parte, se graduó como economista con una tesis laureada por la Universidad de Estudios Económicos y Finanzas. Además, cuenta con una maestría en Finanzas y Relaciones Internacionales. Antes de empezar la historia de la novela, había trabajado como auxiliar del área internacional del Banco Montreal. Su currículum le permite, en teoría, aspirar a cargos cada vez más altos. Solo en teoría. Por mucho que lo intente, no consigue ningún empleo acorde a sus expectativas. Ha fracasado tantas veces que ella misma baja la valla y decide presentarse a puestos menores. Es así como Betty llega a Ecomoda en calidad de «secretaria de presidencia», un cargo para el que evidentemente está sobrecalificada.

Ambos son víctimas del sistema

Apenas le diagnostican un cáncer de pulmón (avanzado, inoperable) Walter entiende que, con la enfermedad y la muerte, su frágil economía familiar volará en pedazos y los suyos quedarán desamparados. Su esposa dejó de trabajar hace años y ahora, a punto de cumplir los cuarenta, ha quedado embarazada. El hijo mayor es un adolescente con parálisis cerebral que muy pronto deberá ir a la universidad. Walter sabe que los tres, incluyendo a la niña que viene en camino, no podrán mantenerse con los magros ahorros que les dejará. El sistema absorberá su dinero y, más temprano que tarde, no tendrán cómo pagar la hipoteca, alimentarse, ir a la universidad, etcétera, y esto solo si queda dinero, porque también puede diluirse con los gastos de su propia enfermedad.

En una sociedad donde la clase media prevé gastos desde el nacimiento de sus hijos (recuerden la cantidad de referencias, en series y películas gringas, al «fondo para la universidad» que empieza a abonarse cuando los niños apenas están aprendiendo a hablar), la muerte de un cabeza de familia arrastra a sus deudos a los umbrales de la pobreza.

Justo ahora estoy leyendo Gilead, la magnífica novela de Marilynne Robinson. Es una larga carta que un pastor protestante, ya anciano y enfermo, le escribe a su hijo de siete años, a quien sabe que no verá crecer. En ella, le dice:

Ojalá, de verdad, tuviera los recursos para ahorrarte cualquier proximidad con esa pobreza que el propio Señor bendijo con su palabra y su ejemplo. Sólo una vez, cuando expresé esa preocupación en voz alta, dijo tu madre: «¿Crees que no sabría ser pobre? Si lo he sido toda la vida…». Y, sin embargo, me avergüenza pensar que os dejaré, a ti y a tu madre, tan desnudos en el mundo: Dios mío, le digo, líbralos de esa bendición.

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Betty con El Cuartel de las Feas

En el caso de Betty, el sistema la ha marginado por no ser bella. Ese podría ser un detalle menor si no fuera porque, además de fea, Betty es una mujer de recursos muy modestos. Su ascenso social depende de su éxito profesional, y ha hecho todo lo que estaba a su alcance para alcanzarlo: estudió muchísimo y luego, ya preparada, tocó todas las puertas. Y, sin embargo, nada, ninguna se abre. No tardó en darse cuenta de que su imagen desmerecía su currículum, de modo que empezó a enviarlo sin foto.

En el cuento Young Sánchez, de Ignacio Aldecoa, el narrador pone esta reflexión en la voz de su protagonista, un boxeador pobre que observa a su hermana, pobre como él pero, además, fea:

Pensó en lo importante que era para una muchacha pobre ser guapa. En la belleza estribaban todas sus posibilidades de mejorar de vida. Buenos empleos y hasta un buen matrimonio. Una chica pobre, fea, equivalía a un muchacho pobre, débil.

En asuntos como la belleza, al sistema no le basta con limitar tus posibilidades de movilidad social. Además, mermará tu autoestima, de modo que no solo te quitará posibilidades profesionales, sino que te irá convenciendo de que no las obtienes porque, a fin de cuentas, no las mereces. Tampoco mereces, entre otras cosas, el amor de alguien (menos todavía si a ese alguien podría considerársele «guapo»). Y si más adelante esa persona te humilla o te traiciona, tendrás que perdonarla por esa generosidad inicial que tuvo al fijarse en ti.

Ambos son, aparentemente, incapaces de infringir la ley

En ambos casos, los personajes han sido construidos no solo como víctimas de un sistema injusto (que los condena por su falta de recursos y les impide conseguirlos) sino como incapaces de ser victimarios. Walter es una especie de Ned Flanders laico y sombrío: devoto de su esposa y su hijo, apocado, avasallado por la personalidad arrolladora de su cuñado. No dice palabrotas, es metódico y procura no salirse nunca de la línea. Betty, por su parte, es hechura de la educación conservadora de sus padres. Vive con ellos, les pide permiso y les da explicaciones aun cuando es económicamente independiente, y mantiene ante ellos las formas pudorosas de una joven casta.

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Ambos protagonistas con sus familias

Tanto Walter como Betty son, al momento de empezar sus ficciones, ciudadanos respetuosos de la ley y, más allá de eso, figuras confiables para su entorno, personas difícilmente sospechosas de cometer cualquier delito. Y sin embargo, ambos personajes paradigmáticos empezarán, en algún momento, a cruzar las fronteras sucesivas que separan lo legal de lo ilegal, lo ilegal de lo delictivo, y lo delictivo de lo criminal. Sus historias, Betty la fea y Breaking Bad, son precisamente las historias de esas transformaciones, a veces lentas y a veces abruptas, que obligan al espectador a preguntarse en qué momento deja de ser comprensible el accionar de estos personajes y hasta dónde estamos dispuestos a justificarlos.

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Escribo esta nota recién ahora, en enero de 2020, pero me estuvo dando vueltas desde que vi el episodio de Te lo resumo que sintetizaba, a la vez, Breaking Bad y su espantoso remake colombiano, Metástasis (estuve buscando el video para linkearlo aquí, pero no lo encuentro). Es increíble que la industria colombiana calcara Breaking Bad, una historia que ya estaba lograda, e hiciera de ella una versión que, por momentos, parece un sketch. Es increíble sobre todo si se tiene en cuenta que, quince años antes, la misma industria colombiana había creado y universalizado la historia de Beatriz Pinzón Solano, en una narración compleja y llena de matices que no por eso dejaba de ser entretenida y divertida. Lo mejor que podían hacer en torno a Breaking Bad lo habían hecho antes de que apareciera Breaking Bad.