Pasajero Miércoles, 30 septiembre 2015

Amar a papá: ‘El olvido que seremos’, de Héctor Abad Faciolince

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Héctor Abad Gómez. Foto tomada de cromos.com.co

¿Tenemos el papá que escogeríamos si volviéramos a nacer?

Si la pregunta no fuera sobre papá, sino sobre mamá, la respuesta sería mucho más predecible. Sin embargo, la realidad (propia o de nuestro entorno) nos ha hecho entender que el rol de padre es bastante menos celebrado. Esta situación no es gratuita, por supuesto: hemos crecido padeciendo o escuchando casos de padres que, cuando no se han largado de casa, se quedan para golpear o insultar (o ambas cosas); padres borrachos, padres pervertidos, padres crueles, padres autoritarios e intolerantes.

En ese contexto, es habitual que las producciones artísticas que abordan o utilizan la relación con el padre sean, sobre todo, ajustes de cuentas. Hay cada vez más ejemplos de esto, sobre todo en la literatura peruana reciente, pero pensemos en un libro que sea más común a todos nosotros: La ciudad y los perros (1962), la primera novela de Mario Vargas Llosa. En esta, dos personajes comparten señas biográficas de la infancia y adolescencia del propio Vargas Llosa: el Poeta y el Esclavo. El primero se nutre de las experiencias clasemedieras del Vargas Llosa adolescente, que pasaba los fines de semana en Miraflores, y allí hacía amigos y se enamoraba. Asimismo, es el Poeta quien, como el cadete Vargas Llosa, escribe novelitas pornográficas y cartas de amor por encargo para ganarse los cigarros entre sus compañeros del Leoncio Prado.

Las experiencias de las que se nutre para crear al Esclavo, en cambio, son bastante más dolorosas: como Vargas Llosa, el Esclavo se entera a los diez años que su padre no estaba muerto (recordemos ese primer capítulo magistral de El pez en el agua: «Ese señor que era mi papá»). El Esclavo, que es un niño tímido y engreído, conoce a su padre, y ve cómo él y su madre construyen una relación que lo relega. La violencia de ese padre calza con la que Vargas Llosa retratará al suyo en los capítulos siguientes de El pez en el agua.

(Estos y otros paralelos pueden encontrarse en el brillante ensayo La pregunta de Vargas Llosa, de Javier Cercas, que aparece como epílogo a la edición conmemorativa de La ciudad y los perros. Acabo de encontrarlo en PDF, aquí).

Cuando la Academia Sueca premió con el Nobel de Literatura 2010 a Vargas Llosa, explicó que se debía a «su cartografía de las estructuras del poder y sus imágenes de la resistencia, la rebelión y la derrota del individuo.» Vargas Llosa ha explicado varias veces, mucho antes del Nobel, que el origen de esa resistencia contra el poder, que cruza toda su obra, está en la relación que tuvo con su padre.

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Portada del libro. Captura tomada de hectorabad.com

Por eso, sorprende un libro como El olvido que seremos, la novela-memoria que el escritor colombiano Héctor Abad Facionlince escribió sobre su padre, el médico Héctor Abad Gómez. El libro es, entre otras cosas, una respuesta a la pregunta inicial de este post:

Cuando, muchos años más tarde, leí la Carta al padre de Kafka, yo pensé que podría escribir esa misma carta, pero al revés, con puros antónimos y situaciones opuestas. Yo no le tenía miedo a mi papá, sino confianza; él no era déspota, sino tolerante conmigo; no me hacía sentir débil, sino fuerte; no me creía tonto, sino brillante. Sin haber leído un cuento ni mucho menos un libro mío, como él sabía mi secreto, a todo el mundo le decía que yo era escritor, aunque me daba rabia de que diera por hecho lo que era solo un sueño. ¿Cuántas personas podrán decir que tuvieron el  padre que quisieran tener si volvieran a nacer? Yo lo podría decir.

El olvido que seremos es, por supuesto, muchas cosas más. Porque la persona a cuya memoria está dedicado, Héctor Abad Gómez, fue también muchas cosas más que un buen padre: médico especializado en salud pública, profesor universitario, ensayista, conferencista y, hacia el final de su vida, activista por los derechos humanos. En una columna publicada en El País, dice Vargas Llosa:

Es muy difícil tratar de sintetizar qué es El olvido que seremos sin traicionarlo, porque, como todas las obras maestras, es muchas cosas a la vez. Decir que se trata de una memoria desgarrada sobre la familia y el padre del autor -que fue asesinado por un sicario- es cierto, pero mezquino e infinitesimal, porque el libro es, también, una sobrecogedora inmersión en el infierno de la violencia política colombiana, en la vida y el alma de la ciudad de Medellín, en los ritos, pequeñeces, intimidades y grandezas de una familia, un testimonio delicado y sutil del amor filial, una historia verdadera que es asimismo una soberbia ficción por la manera como está escrita y construida, y uno de los más elocuentes alegatos que se hayan escrito en nuestro tiempo y en todos los tiempos contra el terror como instrumento de la acción política.

Las diferencias sociales (evidenciadas en el diseño de la ciudad y la falta de servicios básicos en determinadas zonas de esta, por ejemplo), el opresivo contexto religioso y el doloroso testimonio de la violencia que hace décadas se vive en Colombia son algunos de los temas que se tratan en el libro. Yo he querido, sin embargo, compartir solo fragmentos que aborden la relación de Abad Faciolince con su padre, porque creo que son un buen punto de partida para animarse a su lectura.

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El joven Héctor Abad Faciolince con su padre, el médico Héctor Abad Gómez. Foto tomada de noticiascaracol.com

En estos, he encontrado algunas señas del papá que tuve y, también, algunas claves del papá que me gustaría ser: el amor físico, el paciente didactismo, la consciencia de que se está formando a alguien (esta última característica se acentúa cuando se compara con los retratos que Philip Roth, en Patrimonio, o Paul Auster, en La invención de la soledad, hicieron de sus padres).

Aquí van. Al final está el tráiler de Carta a una sombra, un documental sobre Héctor Abad Gómez, dirigido por su nieta, Daniela Abad Lombana, hija de Héctor Abad Faciolince.

Sobre el amor al padre

Yo quería a mi papá con un amor que nunca volví a sentir hasta que nacieron mis hijos. Cuando los tuve a ellos lo reconocí, porque es un amor igual en intensidad, aunque distinto, y en cierto sentido opuesto. Yo sentía que a mí nada me podía pasar si estaba con mi papá. Y siento que a mis hijos no les puede pasar nada si están conmigo. Es decir, yo sé que antes me haría matar, sin dudarlo un instante, por defender a mis hijos. Y sé que mi papá se habría hecho matar sin dudarlo un instante por defenderme a mí. La idea más insoportable de mi infancia era imaginar que mi papá se pudiera morir, y por eso yo había resuelto tirarme al río Medellín si él llegaba a morirse. Y también sé que hay algo que sería mucho peor que mi muerte: la muerte de un hijo mío. Todo esto es una cosa muy primitiva, ancestral, que se siente en lo más hondo de la conciencia, en un sitio anterior al pensamiento. Es algo que no se piensa, sino que sencillamente es así, sin atenuantes, pues uno no lo sabe con la cabeza sino con las tripas.

***

Muchas personas se quejan de sus padres. En mi ciudad circula una frase terrible: «Madre no hay sino una, pero padre es cualquier hijueputa». Yo podría, quizá, estar de acuerdo con la primera  parte de esa frase, copiada de los tangos, aunque lo cierto es que yo, de madres, como ya lo expliqué, tuve media docena [Héctor Abad Faciolince es el último hijo, luego de seis mujeres]. Con la segunda parte de la frase, en cambio, no puedo estar de acuerdo. Al contrario, yo creo que tuve, incluso, demasiado padre. Era, y en parte sigue siendo, una presencia constante en mi vida. Todavía hoy, aunque no siempre, le obedezco (él me enseñó también a desobedecer, si era necesario). Cuando tengo que juzgar algo que hice o algo que voy a hacer, trato de imaginarme la opinión que tendría mi papá sobre ese asunto. Muchos dilemas morales los he resuelto simplemente apelando a la memoria de su actitud vital, de su ejemplo, y de sus frases.

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Héctor Abad Gómez con uno de sus nietos. Foto tomada de noticiascaracol.com

Sobre el amor físico

Yo amaba a mi papá con un amor animal. Me gustaba su olor, y también el recuerdo de su olor, sobre la cama, cuando se iba de viaje, y yo les rogaba a las muchachas y a mi mamá que no cambiaran las sábanas ni la funda de la almohada.

***

Mis amigos y mis compañeros se reían de mí por otra costumbre de mi casa que, sin embargo, esas burlas no pudieron extirpar. Cuando yo llegaba a la casa, mi papá, para saludarme, me abrazaba, me besaba, me decía un montón de frases cariñosas y además, al final, soltaba una carcajada. La primera vez que se rieron de mí por “ese saludo de niño consentido”, yo no me esperaba semejante burla. Hasta ese instante yo estaba seguro de que ésa era la forma normal y corriente en que todos los padres saludaban a sus hijos. Pues no, resulta que en Antioquia no era así. Un saludo entre machos, padre e hijo, tenía que ser distante, bronco y sin afecto aparente.

Durante un tiempo evité esos saludos tan efusivos si había extraños por ahí, pues me daba pena y no quería que se burlaran de mí. Lo malo era que, aun si estaba acompañado, ese saludo a mí me hacía falta, me daba seguridad, así que al cabo de algún tiempo de fingimiento, resolví dejar que me volviera a saludar igual que siempre, aunque mis compañeros se rieran y dijeran lo que les diera la gana. Al fin y al cabo ese saludo cariñoso era una cosa de él, no mía, yo lo único que hacía era dejarlo hacer. Pero no todo fue burla entre mis compañeros; recuerdo que una vez, ya casi al final de la adolescencia, un amigo me confesó: “Hombre, siempre me ha dado envidia de un papá así. El mío no me ha dado un beso en toda la vida.”

Sobre el apoyo incondicional

[…] En esas mañanas de mi niñez ella [la secretaria de su papá, que acompañaba al niño cuando visitaba el trabajo de su padre] me ayudaba a poner el papel en el rodillo de la máquina de escribir, para que yo escribiera. Yo no sabía escribir, pero escribía ya, y cuando mi papá volvía de clase le mostraba el resultado.

—Mira lo que escribí.

Eran unas pocas líneas llenas de garabatos:

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—¡Muy bien! —decía mi papá con una carcajada de satisfacción, y me felicitaba con un gran beso en la mejilla, al lado de la oreja. […] A la semana siguiente me ponía de tarea, antes de salir para su clase, una plana de vocales, primero la A, después la E, y así, y en las semanas sucesivas, más y más consonantes, las más comunes para empezar, la C, la P, la T, y luego todas, hasta la equis y la hache, que aunque era muda y poco usada, era también muy importante porque era la letra con que empezaba el nombre de nosotros dos. […]

Cuando me doy cuenta de lo limitado que es mi talento para escribir (casi nunca consigo que las palabras suenen tan nítidas como están las ideas en el pensamiento; lo que hago me parece un balbuceo pobre y torpe al lado de lo que hubieran podido decir mis hermanas), recuerdo la confianza que mi papá tenía en mí.  Entonces levanto los hombros y sigo adelante.  Si a él le gustaban hasta mis renglones de garabatos, qué importa si lo que escribo no acaba de satisfacerme a mí.  Creo que el único motivo por el que he sido capaz de seguir escribiendo todos estos años, y de entregar mis escritos a la imprenta, es porque sé que mi papá hubiera gozado más que nadie al leer todas estas páginas mías que no alcanzó a leer.  Que no leerá nunca.  Es una de las paradojas más tristes de mi vida: casi todo lo que he escrito lo he escrito para alguien que no puede leerme, y este mismo libro no es otra cosa que la carta a una sombra.

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Héctor Abad, su esposa y su nieta. Foto tomada de noticiascaracol.com

Sobre las formas de reprender

Recuerdo muy bien otra de sus furias, que fue una lección tan dura como inolvidable. Con un grupo de niños que vivían cerca de la casa (yo debía de tener unos diez o doce años), me vi envuelto algunas veces, sin saber cómo, en una especie de expedición vandálica, en una «noche de los cristales» en miniatura. Diagonal a nuestra casa vivía una familia judía: los Manevich. Y el líder de la cuadra, un muchacho grandote al que ya le empezaba a salir el bozo, nos dijo que fuéramos al frente de la casa de los judíos a tirar piedras y gritar insultos. Yo me uní a la banda. Las piedras no eran muy grandes, más bien pedacitos de cascajo recogidos del borde de la calle, que apenas sonaban en los vidrios, sin romperlos, y mientras tanto gritábamos una frase que nunca he sabido bien de dónde salió: «¡Los hebreos comen pan! ¡Los hebreos comen pan!». Supongo que habrá sido una reivindicación cultural de la arepa. En esas estábamos un día cuando llegó mi papá de la oficina y alcanzó a ver y a oír lo que estábamos haciendo. Bajó del carro iracundo, me cogió del brazo con una violencia desconocida para mí y me llevó hasta la  puerta de los Manevich.

 —¡Eso no se hace! ¡Nunca! Ahora vamos a llamar al señor Manevich y le vas a pedir perdón.

Timbró, abrió una muchacha mayor, lindísima, altiva, y al fin vino el señor César Manevich, hosco, distante.

 —Mi hijo le va a pedir perdón y yo le aseguro que esto nunca se va a repetir aquí— dijo mi papá.

Me apretó el brazo y yo dije, mirando al suelo: «Perdón, señor Manevich». «¡Más duro!», insistió mi papá, y yo repetí más fuerte: «¡Perdón, señor Manevich!». El señor Manevich hizo un gesto con la cabeza, le dio la mano a mi papá y cerraron la puerta. Esa fue la única vez que me quedó una marca en el cuerpo, un rasguño en el brazo, por un castigo de mi papá, y es una señal que me merezco y que todavía me avergüenza, por todo lo que supe después sobre los judíos gracias a él, y también porque mi acto idiota y brutal no lo había cometido por decisión mía, ni  por pensar nada bueno o malo sobre los judíos, sino por puro espíritu gregario, y quizá sea por eso que desde que crecí les rehúyo a los grupos, a los partidos, a las asociaciones y manifestaciones de masas, a todas las gavillas que puedan llevarme a pensar no como individuo sino como masa y a tomar decisiones, no por una reflexión y evaluación personal, sino por esa debilidad que proviene de las ganas de pertenecer a una manada o a una banda. Al volver de la casa de los Manevich mi papá —como ocurría siempre en los momentos importantes— se encerró en la biblioteca conmigo. Mirándome a los ojos me dijo que el mundo todavía estaba lleno de una peste que se llamaba antisemitismo. Me contó lo que los nazis habían hecho hacía apenas veinticinco años con los judíos, y que todo había empezado, precisamente, tirándoles piedras a las vitrinas, durante la terrible Kristallnacht, o noche de los cristales rotos. Después me mostró unas láminas espantosas de los campos de concentración. Me dijo que su mejor amiga y compañera de clase, Klara Glottman, la primera médica graduada en la Universidad de Antioquia, era judía, y que los hebreos le habían dado a la humanidad algunos de los mayores genios del último siglo, en ciencias, en medicina y en literatura. Que si no fuera por ellos habría mucho más sufrimiento y menos alegría en este mundo. Me recordó que el mismo Jesús era judío, que muchos antioqueños —y posiblemente hasta nosotros mismos— teníamos sangre judía, porque en España los habían obligado a convertirse, y que yo tenía el deber de respetarlos a todos, de tratarlos como a cualquier ser humano, o aun mejor, pues el hebreo era uno de los pueblos —con los indios, los negros y los gitanos— que habían sufrido las peores injusticias de la historia en los últimos siglos. Y que si mis amigos insistían en hacer esa  barbaridad, nunca más iba a poder juntarme con ellos en la calle. Pero mis vecinos, que habían  presenciado el episodio desde la acera del frente, con solo ver «la furia del doctor Abad» tampoco volvieron a tirar nunca piedras ni a gritar insultos en las ventanas de los Manevich.

Sobre el poder del ejemplo

Cuando mi papá llegaba de su trabajo en la Universidad, podía venir de dos maneras: de mal genio, o de buen genio. Si llegaba de buen genio —lo cual ocurría casi siempre pues era una  persona casi siempre feliz— desde que entraba se oían sus maravillosas, estruendosas carcajadas, como campanadas de risa y alegría. Nos llamaba a los gritos a mis hermanas y a mí, y todos salíamos a recibir sus besos excesivos, sus frases exageradas, sus piropos hiperbólicos y sus abrazos largos. Si en cambio llegaba de mal genio, entraba en silencio y se encerraba furtivamente en la biblioteca, ponía música clásica a todo volumen y se sentaba a leer en su sillón reclinable, con la puerta cerrada con seguro. Al cabo de una o dos horas de misteriosa alquimia (la biblioteca era el cuarto de las transformaciones), ese papá que había llegado malencarado, gris, oscuro, volvía a salir radiante, feliz. La lectura y la música clásica le devolvían la alegría, las carcajadas y las ganas de abrazarnos y de hablar. Sin decirme una sola palabra, sin obligarme a leer y sin echarme el sermón de lo sana para el espíritu que podía ser la música clásica, yo entendí, sólo mirándolo, viendo en él los efectos  benéficos de la música y de la lectura, que en la vida todos podíamos recibir un gran regalo, no muy caro y más o menos al alcance de la mano: los libros y los discos. Ese señor oscuro y malhumorado que había llegado de la calle con la cabeza cargada de las malas influencias y las tragedias y las injusticias de la realidad, había recuperado su mejor semblante, y la alegría, de la mano de los buenos poetas, de los grandes pensadores y de los grandes músicos.

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Héctor Abad Gómez con sus hijas. Foto tomada de contagioradio.com

Sobre el descubrimiento de la sexualidad

«Perdón, no sabía que estabas ocupado». Eso me dijo una tarde calurosa de verano mi papá. Había llegado a la casa con un libro de regalo, la biografía de Goethe, que más tarde me entregó (todavía la tengo y todavía no la he leído: ya le llegará el día), pero al entrar él, yo estaba dedicado a ese ejercicio manual que para todo adolescente es un delicioso apremio impostergable. Él siempre tocaba la puerta antes de entrar en mi cuarto, pero esa tarde no tocó, venía muy feliz con el libro en la mano, estaba impaciente por entregármelo, y abrió. Yo tenía una hamaca colgada en el cuarto, y ahí estaba echado, en pleno ajetreo, mirando una revista para ayudarle con los ojos a la mano y a la imaginación. Me miró un instante, sonrió, y dio la vuelta. Antes de cerrar otra vez la puerta, me alcanzó a decir: «Perdón, no sabía que estabas ocupado».

Después no comentó ni una palabra sobre el asunto, pero semanas más tarde, en la biblioteca, me contó una historia: «Cuando yo estaba en último año de Medicina, me llamó a su casa un primo, Luis Guillermo Echeverri Abad. Después de muchos rodeos y con mucho misterio, este primo me confesó que estaba muy preocupado por su hijo, Fabito, que parecía no pensar en otra cosa que en hacerse la paja. A mañana, tarde y noche. Tú que eres casi médico, me dijo el primo, habla con él, aconséjalo, explícale lo dañino que es el vicio solitario. Entonces yo fui a hablar con el hijo de mi primo —siguió contando mi papá— y le dije: tranquilo, sígalo haciendo todo lo que quiera, que eso no hace daño y es lo más normal; lo raro sería que un muchacho no se masturbara, pero le doy un consejo: no deje rastros ni se deje ver de su papá. Al poco tiempo el señor volvió a llamar, a agradecerme. Le había hecho el milagro: Fabito, como por arte de magia, había dejado el vicio». Y mi papá, como si no hubiera mejor moraleja para esa historia, soltó una carcajada.

Lo que yo sentía con más fuerza era que mi papá tenía confianza en mí, sin importar lo que yo hiciera, y también que depositaba en mí grandes esperanzas (aunque siempre corría a asegurarme que no era necesario que yo lograra nada en la vida, que mi sola existencia era suficiente para la felicidad de él, mi existencia feliz y fuera como fuera). Esto significaba, por un lado, una cierta carga de responsabilidad (para no traicionar esas esperanzas ni desmentir esa confianza), un peso,  pero era un peso dulce, no era una carga excesiva, pues todo resultado, hasta el más nimio y ridículo, ya le agradaba, mis primeros borrones de páginas lo exaltaban, mis cambios de rumbo locos los interpretaba como una excelente práctica formativa, mi inconstancia como una marca genética de la que él también sufría, mi inestabilidad vital e ideológica como algo inevitable en un mundo que se estaba transformando ante nuestros ojos, y había que tener una mente flexible  para saber qué partido tomar en el reino de lo cambiante y de la indeterminación.

***

Con mi papá yo podía hablar de todas estas materias íntimas, y consultárselas directamente, porque siempre me oía sin escandalizarse, tranquilo, y me contestaba en un tono entre amoroso y didáctico, nunca de censura. En la mitad de mi adolescencia, en el colegio de solos varones donde yo estudiaba, me ocurrió algo que me pareció muy extraño, y que llegó a atormentarme durante años. La vista de los genitales de mis compañeros de clase, y sus juegos eróticos, me excitaba, y yo llegué a pensar con angustia, por eso, que era marica. Se lo conté a mi papá con el ánimo transido de miedo y de vergüenza, y él me contestó, sonriendo tranquilamente, que era pronto para saberlo definitivamente, que tenía que esperar a tener más experiencia del mundo y de las cosas, que en la adolescencia estábamos tan cargados de hormonas que todo podía ser motivo de excitación, una gallina, una burra, unas salamandras o unos perros acoplándose, pero eso no significaba que yo era homosexual. Y ante todo me quiso aclarar que, de ser así, eso tampoco tendría ninguna importancia, siempre y cuando yo escogiera aquello que me hiciera feliz, lo que mis inclinaciones más hondas me indicaran, porque uno no debía contradecir a la naturaleza con la que hubiera nacido, fuera la que fuera, y ser homosexual o heterosexual era lo mismo que ser diestro o zurdo, sólo que los zurdos eran un poco menos numerosos que los diestros, y que el único problema, aunque llevadero, que podría tener en caso de que me definiera como homosexual, sería un poco de discriminación social, en un medio tan obtuso como el nuestro, pero que también eso podía manejarse con dosis parejas de indiferencia y de orgullo, de discreción y escándalo, y sobre todo con sentido del humor, porque lo peor en la vida es no ser lo que uno es, y esto último me lo dijo con un énfasis y un acento que le salían como de un fondo muy hondo de su conciencia, y advirtiéndome que en todo caso lo más grave, siempre, lo más devastador para la personalidad, eran la simulación o el disimulo, esos males simétricos que consisten en aparentar lo que no se es o en esconder lo que se es, recetas ambas seguras para la infelicidad y también para el mal gusto.

Y aquí está el tráiler del documental: