Pasajero Miércoles, 2 diciembre 2015

5 razones de Savater por las que tu opinión no importa

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ÑO. (Collage: captura de memes)

En una discusión, es bastante común escuchar o leer frases relacionadas con el respeto que deberíamos tener por las opiniones contrarias a la nuestra: “respeto tu opinión pero no la comparto”, “respeta mi opinión como yo respeto la tuya”, etcétera.

A primera vista, estas frases parecen tener sentido: la discusión es un ejercicio necesario (al que, lamentablemente, estamos poco acostumbrados), pero solo da resultado (en la medida en que enriquece nuestro panorama) cuando se cumple con ciertas reglas de juego: una de ellas es, por supuesto, el respeto.

Todo parece ir muy bien cuando el tema que se discute nos es indiferente, nos interesa poco o no nos afecta. Uno escucha, comenta, escucha, comenta: la dinámica funciona perfecto, como un relojito. A veces, sin embargo, el tema sí que nos afecta, y entonces tomamos partido y nos apasionamos. Por supuesto, hay opiniones que nos resultan afines, otras reveladoras, otras contrarias pero interesantes, y otras que ya son meros disparates. Allí es cuando empiezan a aparecer esos parches de “pero respeta mi opinión” o “respeto tu opinión pero discrepo”.

Decía que una de las reglas del juego para llevar bien una discusión es el respeto, y creo que estamos de acuerdo, ¿no? El problema es que no queda muy claro qué es lo que debemos respetar.

A esto se suma, por supuesto, que tampoco entendemos muy bien qué es opinar. A veces, luego de mandarse cualquier rollo, algunas personas sellan lo que acaban de decir con un ‘y esta es mi opinión y punto’. Es como si asumieran que a) no van a cambiar su opinión por nada del mundo (como si se tratara de un equipo del que son hinchas o de una fe que profesan), y b) que nadie va a ponerla en discusión, porque quién sería tan ‘intolerante’ como para atreverse. Y no, pues. Las opiniones están precisamente para ser discutidas.

Y no es solo eso: a veces uno lee o escucha opiniones realmente horribles. Cojudeces, así, sin mayor adorno. Podrías decir que estas cosas que escribo yo ahora también son cojudeces, y quizá es cierto, pero vamos a poner ejemplos todavía más claros. He leído en Facebook, y supongo que tú también, comentarios espantosos: gente que felicita al grupo terrorista Daesh (o Estado Islámico) por torturar y lanzar al abismo a homosexuales (algunos, incluso, les sugieren que se den un paseíto por Lima cuanto antes), gente que critica a Magaly Solier por ser “una serrana creída”, que se siente con derecho a rechazar premios. He escuchado conversaciones en las que algunos hombres me han tratado de explicar por qué creen que pegarle a la pareja de vez en cuando (“no a la primera, claro, uno tampoco es loco: solo si no quiere entender”) está bien o “es lo correcto”. He escuchado, también, a Phillip Butters. ¿Cómo debería reaccionar uno ante estos comentarios? ¿Podemos realmente respetar esas opiniones? ¿El respeto depende de si las opiniones nos gustan o no? ¿Son las opiniones lo que debemos respetar?

eestaticcom

Fernando Savater. Imagen tomada de eestatic.com

Fernando Savater se ha pasado algunos años intentando responder a esas preguntas. Vamos a recurrir, de nuevo, a él (y me temo que no será la última vez). Ya lo hemos citado cuando hablamos de Chapa tu Choro, o cuando rastreamos las anécdotas de algunos escritores sobre cómo se interesaron por la lectura.

Fernando Savater es profesor y divulgador de filosofía, sin duda uno de los más importantes de nuestra lengua. Ha escrito artículos, ensayos y novelas. Ha publicado libros que sirven como acercamientos a la filosofía, la ética y la política; también ha escrito sobre sus autores favoritos, sobre los problemas de la educación, sobre los efectos negativos del nacionalismo, sobre la necesidad de un curso de ética que reemplace al de religión en las escuelas, etcétera. Ha dictado clases y conferencias, ha participado en debates, conversatorios y manifestaciones: a lo largo de esa trayectoria, ha intervenido siempre en las discusiones de tiempo y ha polemizado defendiendo posturas frecuentemente impopulares. Es, por lo tanto, alguien a quien se consulta sobre diversos temas, alguien que opina mucho (incluso cuando no se le consulta).

Y, sin embargo, Fernando Savater cree que las opiniones no son y no deberían ser respetables. Explica varias veces su postura. Yo he recogido aquí algunos  textos en los que habla del tema. Al final de cada cita colocaré los enlaces a sus artículos para que los consultes si te interesan.

Las opiniones no son respetables. Puede parecer irónico pero reconocerlo es un sano ejercicio de tolerancia.

1. Las opiniones no se respetan: se respeta a las personas

Tolerar al otro, bueno: pero darle la razón como a los locos, eso ni hablar. Nada más vigorosa y estimulantemente humano que discutir las opiniones del vecino, criticarlas, incluso tomarlas a cachondeo si se tercia. En cuanto leas estas líneas pecadoras seguro que dices: «Pero ¿no hemos quedado en que hay que respetar las opiniones y creencias ajenas?». Pues mire usted que no. Lo que debe ser respetado en todo caso son las personas (y sus derechos civiles), no sus opiniones ni su fe. Ya sé que hay gente que se identifica con sus creencias, que las toman como si fueran parte de su propio cuerpo. Son los que berrean a cada paso: «¡han herido mis convicciones!», como si les hubieran pisado un pie a posta en el autobús. Ser tan susceptibles es un problema suyo, no de los demás. Estoy de acuerdo en que no es muy cortés llevar la contraria de modo desagradable al prójimo, pero se trata de una cuestión de buena educación y no de un crimen. Lo malo es que quienes se sienten «heridos» en sus convicciones creen por ello tener derecho a herir de verdad en la carne a sus ofensores. Ahí tienes el caso del escritor angloindio Salman Rushdie, condenado a muerte por fanáticos musulmanes a causa de unas páginas supuestamente blasfemas en uno de sus libros y que debe vivir escondido desde hace años. Hay personas que quieren parecer neutrales y dicen: «Hombre, la condena a muerte es una pasada, pero Rushdie no debía haber herido las creencias de los musulmanes porque esos señores tienen derecho a que se respeten sus doctrinas». ¡Vaya disparate! ¡Como si «herir» a alguien en sus creencias fuera lo mismo que cortarle el cuello! ¡Como si la norma de buena educación que pide no meterse con lo que cree el prójimo fuese del mismo rango que el derecho a no ser asesinado por verdugos dementes!

Política para Amador (1992)

2. Las opiniones no son verdades absolutas. Si uno las manifiesta, las pone en discusión

Concedo sin vacilar que existen muchas cosas respetables a nuestro alrededor: la vida del prójimo, por ejemplo, o el pan de quien trabaja para ganárselo, o la cornamenta de ciertos toros. Las opiniones, en cambio, me parecen todo lo que se quiera menos respetables: al ser formuladas, saltan a la palestra de la disputa, la irrisión, el escepticismo y la controversia. Afrontan el descrédito y se arriesgan a lo único que hay peor que el descrédito, la ciega credulidad. Sólo las más fuertes deben sobrevivir, cuando logren ganarse la verificación que las legalice. […] Cualquiera de los participantes [en un debate] puede iniciar su intervención diciendo: «Yo opino… «. Pues bien, esa cláusula aparentemente modesta y restrictiva suele funcionar de hecho como todo lo contrario. Y es que hay dos usos diferentes, opuestos diría yo, del opinar. Según el primero de ellos, advierto con mi «yo opino» que no estoy seguro de lo que voy a decir, que se trata tan sólo de una conclusión que he sacado a partir de argumentos no concluyentes y que estoy dispuesto a revisarla si se me brindan pruebas contrarias o razonamientos mejor fundados. En ningún caso diría «yo opino» para luego aseverar que dos más dos son cuatro o que París es la capital de Francia: lo que precisamente advierto con esa fórmula cautelar es que no estoy tan seguro de lo que aventuro a continuación como de esas certezas ejemplares. Éste es el uso impecable de la opinión.

Pero, en otros casos, decir «yo opino» viene a significar algo muy distinto. Prevengo a quien me escucha de que la aseveración que formulo es mía, que la respaldo con todo mi ser y que, por tanto, no estoy dispuesto a discutirla con cualquier advenedizo ni a modificarla simplemente porque se me ofrezcan argumentos adversos que demuestren su falsedad. Theodor Adorno, en un excelente artículo titulado Opinión, demencia, sociedad, describe así esta actitud: «El yo opino no restringe aquí el juicio hipotético, sino que lo subraya. En cuanto alguien proclama como suya una opinión nada certera, no corroborada por experiencia alguna, sin reflexión sucinta, la otorga, por mucho que quiera restringirla, la autoridad de la confesión por medio de la relación consigo mismo como sujeto». Este modelo de opinante convierte cualquier ataque a su opinión en una ofensa a su propia persona. Para él, lo concluyente en refrendo de un dictamen no son las pruebas ni las razones que lo apoyan, sino el hecho de que alguien lo formula rotundamente como propio, identificando su dignidad con la veracidad de lo que sostiene. Como cada cual tiene derecho a su opinión, lo que nadie puede recusar, se entiende que todas las opiniones son del mismo rango y conllevan la misma fuerza resolutiva, lo cual destruye cualquier pretensión objetiva de verdad. Este es el uso espurio de la opinión.

Opiniones respetables, El País (02/07/1994)

3. Las oposición de opiniones no acaba con la discusión: la estimula y puede convertirla en conocimiento

Las opiniones o creencias no son propiedad intangible de cada cual, porque en cuanto se expresan pueden y deben ser discutidas (etimológicamente, zarandeadas como quien tira de un arbusto para comprobar la solidez de sus raíces). Todo el progreso intelectual humano viene de la discusión de opiniones santificadas por la costumbre o la superstición. En las democracias, el precio que pagamos por poder expresar sin tapujos nuestras opiniones y creencias es el riesgo de verlas puestas en solfa por otros. Nadie tiene derecho a decir que, quien lo hace, le «hiere» en su fe o en lo más íntimo. Hay que aceptar la diferencia entre nuestra integridad física o nuestras posesiones materiales y las ideas que profesamos. Quien no las comparte o las toma a chufla no nos está atacando como si nos apuñalase. Al contrario, al desmentirnos es guardián de nuestra cordura, porque nos obliga a distinguir entre lo que pensamos y lo que somos. Por lo demás, recordemos a Thomas Jefferson, cuando decía, más o menos, «si mi vecino no roba mi bolsa o quiebra mi pierna, me da igual que crea en un dios, en tres o en ninguno».

Fobia a las fobias, Babelia (16/01/2015)

4. La intolerancia no radica en cuestionar una opinión o una creencia, sino en atentar contra quien ejerce su derecho a la expresión y a la crítica  

[…] hemos escuchado a muchos defender con vehemencia la sacrosanta libertad de expresión. Y hablar de que no debe utilizarse para faltar al respeto debido al prójimo. ¿Por qué lo llaman respeto cuando quieren decir miedo? Uno respeta mucho más a otro cuando le hace bromas o críticas, incluso de mal gusto, porque le considera un ser civilizado que no va a asesinarle por ello… que cuando guarda pío silencio y baja los ojos ante quien considera un loco furioso, capaz de partirle la cabeza a hachazos. Pero tampoco tengo claro dónde está la falta de respeto de esas caricaturas. Ya sé -me lo dijo Cioran- que todas las religiones son cruzadas contra el sentido del humor, pero me niego a creer que mil quinientos millones de musulmanes tengan forzosamente que sentirse ofendidos por ellas: sería tomarles a todos por imbéciles, lo que me parece sumamente injusto. Si yo fuera musulmán, hipótesis ahora improbable pero nunca se sabe, consideraría el dibujo de Mahoma con una bomba escondida en el turbante como una sátira contra quienes utilizan bárbaramente su doctrina para justificar atentados de inspiración política. Y me preguntaría, como hizo el semanario jordano Shihane, «qué perjudica más al Islam, esas caricaturas o bien un secuestrador que degüella a su víctima ante las cámaras».

Fanáticos sin fronteras, El País (11/02/2006)

5. La consideración por las creencias e ideas de los demás es una cuestión de cortesía: no puede imponerse como una obligación ni castigarse a quien no la tenga

P: En este libro [Voltaire contra los fanáticos] se declara fanático de su mujer. El único fanatismo que se permite usted. ¿Por qué deberíamos leer a Voltaire?

R: La mayor parte de su obra es ilegible salvo para expertos en el siglo XVIII. Pero perduran sus opúsculos, los cuentecitos, el maravilloso Diccionario filosófico. Y luego está la correspondencia, que era fabulosa. Se encontraron 40.000 cartas en su casa de Ferney. Lo que hubiera hecho este hombre con un WhatsApp.

P: Desde los atentados de Charlie Hebdo es un best seller.

R: Siempre que ha habido atentados basados en la intolerancia se recurre a él. Yo estaba en Inglaterra cuando la fetua contra Rushdie y vi un cartel que decía: “Avisad a Voltaire”.

P: ¿Qué le parece la polémica en el Pen Club sobre premiar o no a Charlie Hebdo?

R: Charlie Hebdo ha sido provocador para muchos. No todo el mundo va a matarlos, pero no quieren que se les dé una medalla. Eso revela que los fanáticos son el extremo de algo que tiene otros muchos grados. Todos los que ponen objeciones a que alguien pueda expresarse libremente porque la blasfemia está mal son un estadio primero de lo que los islamistas son el último.

P: ¿Blasfemar es un derecho?

R: Si me invitan a casa de unos señores religiosos no entró cagándome en Dios. Pero una cosa es la cortesía, cosa que suelo practicar, y otra que sea una obligación. Algunos dicen: “Es que hiere mis sentimientos”. Pues no lea Charlie Hebdo. La convivencia en la democracia consiste en saber distinguir lo que puede molestarnos y lo que podemos castigar.

Fernando Savater: “La aflicción es más fuerte que la razón”. Entrevista en El País (22/05/2015)

Pero, ya sabes: esta es la opinión de Savater. La tuya (como la de él y como la nuestra) no tiene por qué ser respetada, pero siempre será bienvenida :)