Pasajero Viernes, 4 septiembre 2015

Chapa tu democracia y déjala paralítica (pero, antes, conversa con Fernando Savater)

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Evento en Facebook de Chapa tu Choro. Captura: El Comercio

Antes de que digas algo como “ojalá que a ti también te encañonen”, “ojalá que arrastren a tu mamá por la calle: ahí te quiero ver”, me gustaría contarte que a mí también me han robado. Una vez con una pistola, otra con un clavo oxidado, y algunas veces más con el puro atarante. Me han robado solo y acompañado. A mi esposa también le han robado (esa vez de la pistola, por ejemplo, nos robaron juntos, cuando éramos enamorados). Les han robado a mis hermanos. A mamá también. Y a papá, hace años, unos pirañas le partieron la cara a patadas. Les han robado a casi todos mis amigos, y muchas veces en situaciones que incluían violencia. Además, crecí en un barrio peligroso, así que cada tanto escuchaba historias horribles sobre robos y asesinatos. Como tú, he sentido el temor, la impotencia, y luego las ganas de perseguirlos y vengarme.

La actual campaña Chapa tu choro y déjalo paralítico se explica en ese contexto: todos hemos sido asaltados o conocemos a alguien que lo ha sido; todo el día vemos o escuchamos noticias sobre crímenes, robos y asesinatos, y tenemos la sensación de que en cualquier momento nos pasará de nuevo a nosotros; finalmente, de una u otra forma, todos hemos padecido la ineficiencia de las instituciones encargadas de brindar seguridad y justicia.

Además, todos (o casi todos) nos auto-ubicamos en el bando bueno: el que se compone de personas normalmente honestas, conscientes y justas, que cumplen la ley y esperan que los demás la cumplan. Cuando eso no ocurre, confiamos en que quienes violan la ley serán atrapados, procesados, juzgados, condenados, rehabilitados y reinsertados en la sociedad. Pero eso, como sabemos, tampoco ocurre.

Entonces, alguien propone actuar ante el problema de manera directa, saltándose los intermediarios. Y su iniciativa tiene mucho éxito: miles de personas, hartas del caos, se adhieren a la campaña: ya que nadie cumple ni hace cumplir la ley, pues la haremos cumplir nosotros.

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Captura: Radio Exitosa

Y ahí nos damos contra la pared. Si yo decido golpear, torturar o asesinar (quemando vivo o linchando) a quien incumple la ley, pues estoy incumpliendo la ley. La situación se agrava porque, además, promuevo que los demás hagan lo mismo. Ni la falta de policías ni la corrupción policial lo justifican.

Estas medidas, al menos hasta donde yo veo, no van a reducir la violencia (porque se busca combatirla con más violencia), no van a contribuir con los esfuerzos de la policía (sino, probablemente, a entorpecerlos), no van a fortalecer nuestras instituciones, no van a disuadir a los ladrones (a los que, como mucho, les enseñará a ser más rápidos o más despiadados para que las rondas no los alcancen). Ni siquiera suponen la aplicación, por propia mano, de la ley, porque la ley prohíbe la tortura y el asesinato incluso a los policías, y ningún juez puede condenar a una persona a recibir esos castigos.

Y hay algo más: ¿en serio confiamos en el criterio de los demás? ¿En el nuestro propio? ¿Creemos que, ciegos de rabia por el daño que nos han hecho, encendidos por la turba, vamos a poder tomar una decisión equilibrada y justa sobre una persona cuya vida nos interesa un pepino? ¿Acaso nos importa algo más que humillarlo, verlo sufrir y vengarnos?

Entonces, la ley tampoco nos importa mucho, ¿no? Ni las personas a las que vamos a castigar, ni los borrosos objetivos que estamos persiguiendo con todo esto, ni las instituciones que estamos pasando por alto, ni nuestra responsabilidad en la construcción de una sociedad más justa, más igualitaria y más segura. Esta variante retorcida de la participación ciudadana es, curiosamente, una de las más antidemocráticas iniciativas que he visto en los últimos años.

Y creo, en verdad, que todo esto se explica por una razón fundamental: la democracia nos llega al huevo. Es un sistema que no terminamos de comprender, que nos fue dado sin que peleáramos por él (al menos los que no llegamos a 30 o 35 años). Salvo en las elecciones, donde su funcionamiento es en apariencia visible (porque nos obliga a ir a votar, ser miembros de mesa o siquiera mirar los debates), tampoco tenemos muy claro para qué sirve la democracia, cómo se usa, qué elementos la componen, cómo podemos intervenir en ella y si no hay, acaso, sistemas menos defectuosos para gobernar un país. Como no la entendemos, tampoco podemos cuestionarla o tratar de modificarla, solamente la hemos dejado andar porque, bueno, es lo que hay.

(Y esto, a su vez, explica nuestra debilidad por el autoritarismo, las dictaduras, la seguridad hecha de militares en las calles, el aplastamiento de los derechos humanos, y explica también el tinte antidemocrático de nuestros líderes. Cada vez que un congresista sale a decir alguna estupidez homofóbica o machista —que, finalmente, son afrentas a los derechos ciudadanos de la comunidad LGTB y de las mujeres—, no ‘se le escapa’ lo que dice, no ‘mete la pata’: lo hace a consciencia, no solo porque lo piensa sino porque, además, sabe que sus electores quieren escucharlo. Una de las promotoras de Chapa tu Choro se ha declarado fujimorista, y quizá postule para el Congreso: tiene chanches, sin duda).

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Cecilia García, promotora de Chapa tu Choro, junto a la flor y nata del fujimorismo. Imagen: Facebook de Heduardo

¿Dónde deberíamos aprender algo sobre cómo se construye la sociedad y cómo podemos (y debemos) participar en ella? Es cierto que el hogar es el primer espacio que nos forma para la vida en comunidad. Pero también es cierto que esa formación no puede ser controlada por el Estado, ni por ninguna entidad (por mucho que se esfuercen las iglesias), de manera que no se puede saber qué tan preparada sale de casa una persona para integrarse a su entorno. El siguiente espacio de socialización es la escuela, y allí nosotros, en vez de reflexionar sobre el sistema en que vivimos, cuestionarnos y comprender sus reglas de juego, recibimos un megamix de nombres, cargos y artículos en los infames cursos de Educación Cívica. Y nada más.

Salimos de la escuela, entonces, sin comprender (ni internalizar) conceptos como democracia, Estado de derecho, justicia, derechos humanos, ética y política, etcétera. Y la verdad es que, por momentos, parece que tampoco importa mucho: mientras que no hagamos nada realmente malo, mientras que no haya nada que comprometa nuestra tranquilidad, no hay por qué preocuparse.

Precisamente, lo que está ocurriendo con la delincuencia, las peligrosas iniciativas que están presentándose para combatirla, la compleja campaña para las elecciones del próximo año, la posible crisis económica que se viene son, todos ellos, motivos para preocuparse. Sin embargo, también son oportunidades para hacernos preguntas menos urgentes pero más importantes.

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El objetivo de esta columna, Pasajero, es sugerirte alternativas para que leas, escuches o veas algo  mientras estás en el carro, en la cola, en alguna sala de espera. (Así lo hemos hecho, por ejemplo, con los posts sobre los audios de Hernán Casciari, las historias que recoge Paul Auster o los vídeos caletas de Héctor Lavoe). Normalmente, las recomendaciones no tienen que ver directamente con la actualidad. A veces, como ahora, es mejor que sí. Por eso, luego de esta laaarga introducción, te presentamos al autor de esta semana: Fernando Savater.

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El amigo Savater. Foto: Alberto Roldán

En España, a inicios de los noventa, se aprobó la inclusión en el currículo escolar de un curso de Ética, como alternativo al de Religión. A pedido de sus amigos (que estaban dictando el curso pero no sabían cómo enfocarlo a adolescentes), el filósofo español Fernando Savater escribió dos libros que pudieran servir de guía para la asignatura.

Su primer objetivo fue no hacer densos tratados académicos sobre el tema, sino textos más bien amigables y claros. (En esto Savater es un verdadero maestro: su lenguaje, incluso en su trabajo propiamente académico, siempre es coloquial y sencillo). Para darle mayor humanidad a la tarea, dedicó los libros a su hijo, que por entonces era un adolescente, y los convirtió en una especie de carta-conversación con él. Así aparecieron Ética para Amador (1991) y Política para Amador (1992).

En estos libros, Savater recorre todas las preguntas posibles en torno a nuestra vida como individuos y como miembros de una sociedad: la necesidad de los otros seres humanos, el miedo y el riesgo, el deber de vivir bien y disfrutar, las dimensiones del placer, el origen del sistema que nos gobierna, los límites de la democracia, etcétera. Aunque ahora, algunos años después de haberlo leído, puedo no estar taaan de acuerdo con todas las opiniones de su autor, qué importa: en lo fundamental coincido totalmente. Ese recorrido, que consiste en preguntar lo obvio para profundizar en ello, es necesario para que nos asumamos individuos y miembros de una sociedad. Ningún curso de Cívica, Educación Familiar o Religión que llevé en el colegio, ninguno, me ayudó tanto como estos libros.

Copio aquí algunos fragmentos de ambos, sobre todo los que guardan relación con esta discusión en torno a “Chapa tu Choro y Déjalo Paralítico” que, bien vista, es también una discusión sobre quiénes somos nosotros y qué papel cumplimos en nuestro entorno inmediato, en nuestra sociedad y en la democracia. No aportan soluciones, lamentablemente. (Quizá las únicas posibles son las que conocíamos desde antes: las reformas de la policía y de los sistemas judicial y penitenciario, la transformación del sistema educativo, la reducción de la pobreza y de la desigualdad, la promoción de actividades artísticas y deportivas, etcétera). Para lo que sí podrían servir estos fragmentos es para descartar alternativas, si no queremos convertirnos pronto en aquello que creemos combatir.

Sobre la conveniencia de los humanos

Mira este otro comportamiento posible ante nuestros peligrosos semejantes. Marco Aurelio fue emperador de Roma y además filósofo, lo cual es bastante raro porque los gobernantes suelen interesarse poco por todas las cuestiones que no sean indiscutiblemente prácticas. A este emperador le gustaba anotar algo así como unas conversaciones que tenía consigo mismo, dándose consejos, hasta pegándose broncas. Frecuentemente apuntaba cosas de este jaez (acudo a la memoria, no al libro, de modo que no te lo tomes al pie de la letra): «Al levantarte hoy, piensa que a lo largo del día te encontrarás con algún mentiroso, con algún ladrón, con algún adúltero, con algún asesino. Y recuerda que has de tratarles como a hombres, porque son tan humanos como tú y por tanto te resultan tan imprescindibles como la mandíbula inferior lo es para la superior.» Para Marco Aurelio, lo más importante respecto a los hombres no es si su conducta me parece conveniente o no, sino que —en cuanto humanos—, me convienen y eso nunca debo olvidarlo al tratar con ellos. Por malos que sean, su humanidad coincide con la mía y la refuerza. Sin ellos, yo podría quizá vivir pero no vivir humanamente. Aunque tenga algún diente postizo y dos o tres con caries, siempre es más conveniente a la hora de comer contar con una mandíbula inferior que ayude a la superior…

Sobre la necesidad de tratar humanamente a quien incumple la ley

Marco Aurelio, que era emperador y filósofo pero no imbécil, sabía muy bien lo que tú también sabes: que hay gente que roba, que miente y que mata. Naturalmente, no suponía que por aquello de llevarse bien con el prójimo hay que favorecer semejantes conductas. Pero tenía bastante claras dos cosas que me parecen muy importantes:

Primera: que quien roba, miente, traiciona, viola, mata o abusa de cualquier modo de uno no por ello deja de ser humano. Aquí el lenguaje es engañoso, porque al acuñar el título de infamia («ése es un ladrón», «aquélla una mentirosa», «tal otro un criminal») nos hace olvidar un poco que se trata siempre de seres humanos que, sin dejar de serlo, se comportan de manera poco recomendable. Y quien «ha llegado» a ser algo detestable, como sigue siendo humano aún puede volver a transformarse de nuevo en lo más conveniente para nosotros, lo más imprescindible…

Segunda: Una de las características principales de todos los humanos es nuestra capacidad de imitación. La mayor parte de nuestro comportamiento y de nuestros gustos la copiamos de los demás. Por eso somos tan educables y vamos aprendiendo sin cesar los logros que conquistaron otras personas en tiempos pasados o latitudes remotas. En todo lo que llamamos «civilización», «cultura», etc., hay un poco de invención y muchísimo de imitación. Si no fuésemos tan copiones, constantemente cada hombre debería empezarlo todo desde cero. Por eso es tan importante el ejemplo que damos a nuestros congéneres sociales: es casi seguro que en la mayoría de los casos nos tratarán tal como se vean tratados. Si repartimos a troche y moche enemistad, aunque sea disimuladamente, no es probable que recibamos a cambio cosa mejor que más enemistad. Ya sé que por muy buen ejemplo que llegue a dar uno, los demás siempre tienen a la vista demasiados malos ejemplos que imitar. ¿Para qué molestarse, pues, y renunciar a las ventajas inmediatas que sacan a menudo los canallas? Marco Aurelio te contestaría: «¿Te parece prudente aumentar el ya crecido número de los malos, de los que poco realmente positivo puedes esperar, y desanimar a la minoría de los mejores, que en cambio tanto pueden hacer por tu buena vida? ¿No es más lógico sembrar lo que intentas cosechar en lugar de lo opuesto, aun a sabiendas de que la cizaña puede estropear tu cosecha? ¿Prefieres portarte voluntariamente al modo de tanto loco como hay suelto, en lugar de defender y mostrar las ventajas de la cordura?»

Sobre el origen del mal

Pero estudiemos un poco más de cerca lo que hacen esos que llamamos «malos», es decir, los que tratan a los demás humanos como a enemigos en lugar de procurar su amistad. Seguro que recuerdas la película Frankenstein, interpretada por ese entrañable monstruo de monstruos que fue Boris Karloff. Intentamos verla juntos en la tele cuando eras bastante pequeñajo y tuve que apagar porque, según me dijiste con elegante franqueza, «me parece que empieza a darme demasiado miedo». Bueno, pues en la novela de Mary W. Shelley en que se basa la película, la criatura hecha de remiendos de cadáveres hace esta confesión a su ya arrepentido inventor: «Soy malo porque soy desgraciado.» Tengo la impresión de que la mayoría de los supuestos «malos» que corren por el mundo podrían decir lo mismo cuando fuesen sinceros. Si se comportan de manera hostil y despiadada con sus semejantes es porque sienten miedo, o soledad o porque carecen de cosas necesarias que muchos poseen: desgracias, como verás. O porque padecen la mayor desgracia de todas, la de verse tratados por la mayoría sin amor ni respeto, tal como le ocurría a la pobre criatura del doctor Frankenstein, a la que sólo un ciego y una niña quisieron mostrar amistad. No conozco gente que sea mala de puro feliz ni que martirice al prójimo como señal de alegría. Todo lo más, hay bastantes que para estar contentos necesitan no enterarse de los padecimientos que abundan a su alrededor y de algunos de los cuales son cómplices. Pero la ignorancia, aunque esté satisfecha de sí misma, también es una forma de desgracia…

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Portada de la edición conmemorativa por los 20 años de la publicación del libro.

Sobre la importancia  de las instituciones intermediarias

Los otros animales que viven en grupo suelen tener pautas instintivas de conducta que limitan los enfrentamientos intergrupales: los lobos luchan entre sí por una hembra con ferocidad, pero cuando el que va perdiendo ofrece voluntariamente su cuello al más fuerte, el otro se da por contento y le perdona la vida; si en la batalla entre dos gorilas machos uno toma a un bebé gorila en los brazos y lo acuna como hacen las hembras, el otro cesa inmediatamente la pelea porque a las hembras no se las ataca… Etc. Los hombres no solemos tener tan piadosos miramientos unos con otros. Es preciso inventar artificios que impidan que la sangre llegue al río: se necesitan personas o instituciones a las que todos obedezcamos y que medien en las disputas, brindando su arbitraje o su coacción para que los individuos enfrentados no se destruyan unos a otros, para que no trituren a los más débiles (niños, ancianos…), para que no inicien una cadena de mutuas venganzas que acabe con la concordia del grupo.

Sobre la justicia como virtud

Acabo de emplear la palabra «derecho» y me parece que ya la he utilizado un poco antes. ¿Sabes por qué? Porque gran parte del difícil arte de ponerse en el lugar del prójimo tiene que ver con eso que desde muy antiguo se llama justicia. Pero aquí no sólo me refiero a lo que la justicia tiene de institución pública (es decir, leyes establecidas, jueces, abogados, etc.), sino a la virtud de la justicia, o sea: a la habilidad y el esfuerzo que debemos hacer cada uno —si queremos vivir bien—por entender lo que nuestros semejantes pueden esperar de nosotros. Las leyes y los jueces intentan determinar obligatoriamente lo mínimo que las personas tienen derecho a exigir de aquellos con quienes conviven en sociedad, pero se trata de un mínimo y de nada más. Muchas veces por muy legal que sea, por mucho que se respeten los códigos y nadie pueda ponernos multas o llevarnos a la cárcel, nuestro comportamiento sigue siendo en el fondo injusto. Toda ley escrita no es más que una abreviatura, una simplificación —a menudo imperfecta— de lo que tu semejante puede esperar concretamente de ti, no del Estado o de sus jueces. La vida es demasiado compleja y sutil, las personas somos demasiado distintas, las situaciones son demasiado variadas, a menudo demasiado íntimas, como para que todo quepa en los libros de jurisprudencia. Lo mismo que nadie puede ser libre en tu lugar, también es cierto que nadie puede ser justo por ti si tú no te das cuenta de que debes serlo para vivir bien. Para entender del todo lo que el otro puede esperar de ti no hay más remedio que amarle un poco, aunque no sea más que amarle sólo porque también es humano… y ese pequeño pero importantísimo amor ninguna ley instituida puede imponerlo. Quien vive bien debe ser capaz de una justicia simpática, o de una compasión justa.

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Sobre la dignidad

Principio básico de la vida buena, como ya hemos visto, es tratar a las personas como a personas, es decir: ser capaces de ponernos en el lugar de nuestros semejantes y de relativizar nuestros intereses para armonizarlos con los suyos. Si prefieres decirlo de otro modo, se trata de aprender a considerar los intereses del otro como si fuesen tuyos y los tuyos como si fuesen de otro. A esta virtud se le llama justicia y no puede haber régimen político decente que no pretenda, por medio de leyes e instituciones, fomentar la justicia entre los miembros de la sociedad. La única razón para limitar la libertad de los individuos cuando sea indispensable hacerlo es impedir, incluso por la fuerza si no hubiera otra manera, que traten a sus semejantes como si no lo fueran, o sea que los traten como a juguetes, a bestias de carga, a simples herramientas, a seres inferiores, etc. A la condición que puede exigir cada humano de ser tratado como semejante a los demás, sea cual fuere su sexo, color de piel ideas o gustos, etc., se le llama dignidad. Fíjate qué curioso: aunque la dignidad es lo que tenemos todos los humanos en común, es precisamente lo que sirve para reconocer a cada cual como único e irrepetible. […] Cuando digo que no puede ser sustituido, no me refiero a la función que realiza (un carpintero puede sustituir en su trabajo a otro carpintero) sino a su personalidad propia, a lo que verdaderamente es; cuando hablo de «maltratar» quiero decir que, ni siquiera si se le castiga de acuerdo a la ley o se le tiene políticamente como enemigo, deja de ser acreedor a unos miramientos y a un respeto. Hasta en la guerra, que es el mayor fracaso del intento de «buena vida» en común de los hombres, hay comportamientos que suponen un crimen mayor que el propio crimen organizado que la guerra representa. Es la dignidad humana lo que nos hace a todos semejantes justamente porque certifica que cada cual es único, no intercambiable y con los mismos derechos al reconocimiento social que cualquier otro.

Sobre los límites de la democracia como “gobierno de las mayorías”

Te aclaro que las decisiones democráticas se toman por mayoría pero que la democracia no es sólo la ley de las mayorías. Aunque la mayoría decidiese que los ciudadanos de piel negra o los de religión budista no deben participar en la vida política del grupo, ésta no sería ni mucho menos una decisión democrática. Tampoco lo sería aceptar por mayoría la tortura, la discriminación por cuestiones de preferencia sexual, ni (y aquí, ya ves, me opongo a lo vigente en algunos países democráticos) la pena de muerte. Además de ser un método para tomar decisiones, la democracia tiene también unos contenidos de principio irrevocables: el respeto a las minorías, a la autonomía personal, a la dignidad y la existencia de cada individuo.

Sobre las “opiniones respetables”, la libertad de expresión y sus límites

¿Y la desaprobación? Sin dudar te aseguro que me parece lo más lícitamente democrático del mundo. Tolerar al otro, bueno: pero darle la razón como a los locos, eso ni hablar. Nada más vigorosa y estimulantemente humano que discutir las opiniones del vecino, criticarlas, incluso tomarlas a cachondeo si se tercia. En cuanto leas estas líneas pecadoras seguro que dices: «Pero ¿no hemos quedado en que hay que respetar las opiniones y creencias ajenas?» Pues mire usted que no. Lo que debe ser respetado en todo caso son las personas (y sus derechos civiles), no sus opiniones ni su fe. Ya sé que hay gente que se identifica con sus creencias, que las toman como si fueran parte de su propio cuerpo. Son los que berrean a cada paso: «¡han herido mis convicciones!», como si les hubieran pisado un pie a posta en el autobús. Ser tan susceptibles es un problema suyo, no de los demás. Estoy de acuerdo en que no es muy cortés llevar la contraria de modo desagradable al prójimo, pero se trata de una cuestión de buena educación y no de un crimen. Lo malo es que quienes se sienten «heridos» en sus convicciones creen por ello tener derecho a herir de verdad en la carne a sus ofensores. Ahí tienes el caso del escritor angloindio Salman Rushdie, condenado a muerte por fanáticos musulmanes a causa de unas páginas supuestamente blasfemas en uno de sus libros y que debe vivir escondido desde hace años. Hay personas que quieren parecer neutrales y dicen: «Hombre, la condena a muerte es una pasada, pero Rushdie no debía haber herido las creencias de los musulmanes porque esos señores tienen derecho a que se respeten sus doctrinas.» ¡Vaya disparate! ¡Como si «herir» a alguien en sus creencias fuera lo mismo que cortarle el cuello! ¡Como si la norma de buena educación que pide no meterse con lo que cree el prójimo fuese del mismo rango que el derecho a no ser asesinado por verdugos dementes!

Sólo dos restricciones imagino al derecho a la libertad de expresión, característico por excelencia de la democracia (los griegos lo llamaban parresía, el hablar franco y sin cortapisas): primero, la abierta incitación al crimen, a la persecución contra las personas o contra sus medios lícitos de vida; segundo, la protección de la intimidad personal de cada ciudadano. Hasta el más público de los individuos tiene derecho a una esfera privada. Y el derecho a la información no justifica vocear las intimidades de nadie, porque no de todo tienen derecho todos a ser informados. Por lo demás, adelante.