Pasajero Miércoles, 27 marzo 2019

Apuntes (personales) sobre la ansiedad y la angustia  

Imagen: Warner Bros

Imagen: Warner Bros

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Tengo algo llamado trastorno de ansiedad. La palabra trastorno tiene fuerza y asusta; y mejor, porque ansiedad, dicha a secas, suena a algo familiar y, por lo tanto, común: todos hemos sentido ansiedad alguna vez. “Y vamos, tampoco es tan grave”.

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En setiembre del año pasado, luego de algunos problemas respiratorios (que, supe más tarde, habían sido generados por la ansiedad), tuve mi primera crisis de angustia. No sé cuál es el nombre exacto de ese momento (ansiedad, pánico, miedo intenso) pero la primera palabra que se me ocurre para describirlo es angustia. Podía respirar sin problemas, mis funciones físicas no estaban limitadas, pero todo estaba pervertido por una sensación de vértigo en la flor del estómago que me hacía sentir, a cada paso, al pie de un abismo. La sensación es tan desagradable y tan poco común que la identifiqué inmediatamente: la había tenido veinte años antes, cuando niño, al entender que si Dios no existía, con mi muerte se acabaría todo. Absolutamente todo. ¿Qué hace un niño con eso?

En Game of Thrones, dice Davos Seaworth, el Caballero de la Cebolla: «Yo creo que los padres y las madres inventaron a los dioses para que sus niños pudieran dormir por las noches».

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La angustia rompe la gramática de los sentimientos. Me explico: aunque en condiciones normales tendemos a evitar el dolor, todos sabemos que existe el dolor. Y asumimos que nos tocará padecerlo: la pérdida de alguien, el desamor, un accidente o una enfermedad. Es parte de las reglas de juego inevitables.

Incluso en las (pocas, muy pocas) situaciones críticas que me ha tocado vivir, incluso en las peores, siempre he pensado que la vida vale la pena. Duele, sí, pero vale la pena (según la fórmula de Johnny Pacheco, el director de Fania, la vida es tres de café y dos de azúcar). La angustia rompe esa base. De pronto, nada tiene sentido, nada vale la pena.

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Me diagnosticó el trastorno una psiquiatra a la que llegué una mañana de domingo, luego de lidiar durante algunos días con una sensación de angustia cada vez más prolongada, creciente e insoportable.

Fue ella quien me recomendó llevar, en paralelo al tratamiento médico, sesiones con un psicoterapeuta. El combo pastillas (ansiolíticos y antidepresivos) + psiquiatra + psicoterapia funcionó de inmediato. Apenas iniciado el tratamiento, desapareció la sensación física de angustia para más tarde manifestarse solo muy esporádicamente.

Mis esfuerzos (y los del psicoterapeuta) están ahora dirigidos a entender qué fue todo eso, qué lo generó, y a entrenarme para estar listo cuando vuelva a ocurrir.

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Fue la angustia la que me llevó donde la psiquiatra. En el mes y medio previo a mi consulta con ella, había tenido pequeñas crisis respiratorias, hiperventilaciones, y al comentar esos episodios con amigos, me sugirieron que fuera a un psicólogo o un psiquiatra, pero postergué esa cita todo lo que pude, sin darle la importancia que debía, hasta que llegué corriendo a ella arrastrado por la angustia.

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Cuando mi psicólogo me pidió que intentara imaginar qué forma tendrían mis «crisis de angustia», empecé a hablarle de una sustancia oscura y pesada, neblinosa, que invade mi espacio, ensombrece todo a mi alrededor y, una a una, va quitándole sentido a todas las cosas que, hasta ese momento, tenían importancia para mí. Sin darme cuenta, sin haberlo pensado previamente, le estaba describiendo a un dementor.

Los dementores son criaturas que, en la saga de Harry Potter, tienen a su cargo la prisión de Azkaban. Tienen la nefasta habilidad de arrancar la alegría de sus víctimas. Suena a poco pero en realidad su creadora, J.K. Rowling, se refiere a las ganas de vivir. Para querer vivir hace falta un mínimo de alegría: los dementores se encargan de que no lo tengas.

En una entrevista que le hicieron para The Times, en 2000, J.K. Rowling dijo sobre su propia experiencia: «La depresión es lo más desagradable que haya vivido alguna vez… Es la incapacidad de ver que puedes ser feliz de nuevo. La ausencia de esperanza. Se trata de un sentimiento muy distinto de la tristeza. La tristeza duele, es un sentimiento saludable. Es algo necesario, hay que sentir. La depresión, sin embargo, es muy diferente».

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Nunca he podido decir qué es exactamente lo que siento en una crisis de angustia. Si pienso en ella ahora, por ejemplo, me parece un momento de extrema lucidez: de pronto, lo entiendo todo. Es decir, entiendo que, en realidad, nada tiene sentido. Las palabras, las tumbas, los sentimientos, los códigos, los ritos, las historias, los descubrimientos, los contratos, nada. Todo se acabará y morirá con nosotros, una sobrepoblada comunidad de simios inteligentes que saben hablar. No solo moriremos nosotros, sino también la memoria de todos los que vivieron antes y los que no nacen todavía: el mundo desaparecerá, se apagará o explotará, y en la eternidad no seremos nada, no habremos existido nunca. Somos solo consecuencias de nuestro lenguaje, a él le debemos todo cuanto hemos creado y todo en cuanto creemos.

Entonces, para qué todo, para qué los relatos, los esfuerzos, el deseo de sobrevivir o permanecer.

Más de uno podría decir: pero claro, así es, qué tanto escándalo si ya se sabía que nada tiene sentido. Y quizá tienen razón. Pero quisiera aclarar algo: una cosa es procesar racionalmente todo eso, aceptarlo y seguir, y otra es que esa certeza, amplificada por el miedo y repetida a cada paso, nos impida vivir.

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La única forma eficaz de luchar contra los dementores es a través del encantamiento patronus. Los patronus no pueden hacer nada violento: no atacan, no hechizan, no generan daño. Son la proyección, en forma de animales, de nuestros recuerdos más felices. Dicho así, otra vez suena sencillo, pero convocar a un patronus requiere muchísimo entrenamiento. No se trata solamente de recordar ese día de paseo en que fuimos felices, o esa época determinada (unas vacaciones, una estación en particular) en que la vida fue apacible, sino que debemos entender por qué fuimos felices, y debemos esforzarnos por comprender, aun si ese recuerdo no podrá recrearse nunca (porque ya no existen los elementos que lo conformaban), que en el futuro habrá otros momentos buenos, no iguales, pero buenos, lo suficiente como para que merezca la pena que resistamos la crisis.

Hablo de dementores y patronus ahora, por supuesto, algunos meses después de mi última crisis. Metido en el agujero de la angustia apenas podía formular palabras. Pero es precisamente ahora cuando puedo hablar de esto y creen en esto. Cada uno ve las cosas como le funcionan mejor, y yo he decidido ver a mi psicoterapeuta como al profesor Lupin: en cada sesión, proyecta boggarts (simulaciones) de dementores para ayudarme a entrenar mi patronus.

En su capítulo de Sapiens dedicado a la felicidad, se pregunta Yuval Noah Harari: «¿Acaso la felicidad depende realmente de [saber] engañarse a sí mismo?».

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El combo pastillas y terapia y psiquiatra es la inversión económica más costosa que hecho en mí mismo desde la universidad. La mejor inversión también, sin duda, mucho más que la universidad, pero eso no quita al enorme elefante que baila en la cristalería: la salud mental cuesta un huevo de plata, un real huevo de plata, lo que en crudo significa que hay muchísimas personas con trastornos como el mío, o peores, que no saben que lo tienen, que viven su vida pensando que así es en realidad la vida y que, aun si tuvieran un diagnóstico, no tendrían cómo tratarlo.

Hace unos meses pregunté a mis contactos en Facebook qué centros de salud mental conocían que fueran recomendables por su calidad pero, a la vez, tuvieran precios accesibles (u ofrecieran tarifas sociales). No he podido confirmar que, en efecto, todos estos cumplen con ambas condiciones, pero los menciono para quien esté buscando ayuda.

Los hospitales Hermilio Valdizán, San José, Larco Herrera; el Instituto Nacional de Salud Mental Honorio Delgado – Noguchi; las asociaciones Nuna Psicólogos y Kalma Perú, y el COPSI de Psicología de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.

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No he hablado de mi entorno porque creo que, aunque fundamental, es un elemento sumamente arbitrario: ¿cuánto de él depende de nosotros? ¿a cuántos habríamos escogido como los familiares o vecinos que son si hubiéramos podido escogerlos? ¿escogimos a nuestros amigos, de verdad los escogimos? ¿a cuántos de ellos nos atreveríamos a molestar sabiendo que acogerán nuestro dolor y nos acompañarán?

Por respeto a esa diferencia, no digo nada sobre mi entorno. Pero tendría mucho que decir. Y solo serían varias líneas, una tras otra, de agradecimientos.

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No hay en estas notas ninguna sentencia, afirmación o consejo. Mi conocimiento sobre todo esto es mínimo y se limita a mi experiencia personal. He escrito sobre mi relación con la ansiedad y la angustia porque creo que se habla poco sobre ello, increíblemente poco en comparación con la enorme cantidad de personas de mi entorno (directo e indirecto) que lidian todos los días con sus propios problemas (trastornos, traumas, depresión). Casi todos nosotros en silencio, o, si hablamos, siempre con ironía, que al parecer es el único tono posible para abordar estos problemas sin sonar dramático o parecer ridículo.

No hablamos sobre esto y sin embargo no se me ocurre ninguna forma de comprenderlo que hablando, usando palabras, beneficiándonos del lenguaje ficticio que inventamos hace setenta mil años y que nos ha dado todo lo que tenemos: el miedo, el coraje, las ciencias, los valores y los dioses, y entre otras cosas la conciencia de que todo habrá acabado para nosotros más temprano que tarde, y que algún día reventarán el planeta que habitamos y la estrella que nos alumbra y se habrá acabado todo, y aun así, a pesar del fin, habrá valido la pena.