literatura , Pasajero Jueves, 7 febrero 2019

Recomendación de la semana: Una habitación propia, de Virginia Woolf

Ahora que hablamos de meritocracia y paridad, quizás convenga recordar este libro. En 1928, la escritora inglesa Virginia Woolf pronunció dos conferencias en las que abordaba el tema de “Las mujeres y la novela”. Al año siguiente, publicó Un cuarto propio, un ensayo que reunía y ampliaba las ideas que había expuesto en dichas conferencias.

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Primera edición de A Room of One’s Own, publicada en 1929 por Hogarth Press, la editorial de los esposos Woolf

Virginia Woolf pertenecía a la clase ilustrada de su época. Aunque no fue a la universidad, recibió lecciones particulares y creció en un entorno que favorecía el desarrollo de las artes y las letras. La muerte de una tía le garantizó una renta anual de quinientas libras esterlinas, por lo que pudo vivir sin demasiadas preocupaciones económicas. Además, fundó y dirigió junto a su marido su propia editorial, Hogarth Press, a través de la cual publicó sus obras: no conoció limitación creativa. Tenía dinero suficiente, contactos y, por si hiciera falta, una imprenta para sí misma. Era, en resumen, una mujer privilegiada. Y además tenía talento, por cierto. Muchísimo talento. Sin embargo, cuando le pidieron que diera una conferencia sobre las mujeres y la novela, no se puso a sí misma como un ejemplo de “superación de la adversidad”, ni como una evidencia de que, cuando hay talento, no existen obstáculos suficientes. Al contrario, su ensayo inicia con esta sentencia:

Para escribir novelas, una mujer debe tener dinero y un cuarto propio.

Es decir, reconoce que las condiciones privilegiadas que le permitieron tomar la palabra son necesarias para escribir ficción, y son incluso más importantes que el talento (porque, ¿acaso a todos los hombres se les exige talento para publicar sus libros?).

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Portadas Vintage Classics editions (publicadas alrededor del 2004). Tomado de lithub.com

A continuación, transcribiré solo algunos de los fragmentos del libro, especialmente aquellos que explican por qué las mujeres y los hombres, en el tiempo en que se publicó el ensayo (e incluso ahora, noventa años después), no parten “en igualdad de condiciones” al momento de escribir literatura, y por qué esta situación no se revierte solamente garantizando para las mujeres algunos derechos como el voto o el acceso a la educación: hacen falta, también, el dinero, los contactos, las experiencias vitales enriquecedoras, una tradición precedente, la presencia de mujeres en otros espacios más allá de la literatura misma, etcétera.

Con este post abrimos una nueva sección en Pasajero, que se llamará Libros anotados, y en la que, cada tanto, compartiremos fragmentos de un libro para invitar a su lectura.

He tomado estos fragmentos de la edición de Debolsillo (2014) que reúne los ensayos de Woolf Un cuarto propio y Tres guineas. La traducción del primero le pertenece a Jorge Luis Borges.

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¿Quién escribe sobre las mujeres?

Woolf empezó su investigación sobre el tema “las mujeres y la novela” en la Biblioteca del Museo Británico, adonde llegó para informarse sobre lo que se había escrito acerca de las mujeres. Y descubrió dos cosas fundamentales: la primera fue la cantidad asombrosa de libros que hablaban sobre mujeres; la segunda, que casi todos habían sido escritos por hombres.

El sexo y su naturaleza bien pueden atraer a médicos y biólogos; pero lo sorprendente y de difícil explicación era el hecho de que el sexo —la mujer, es decir— también atrae ensayistas agradables, ágiles novelistas, jóvenes doctorados, hombres que no se han doctorado, hombres sin otra calificación que no ser mujeres.

Woolf intenta responder una pregunta central: ¿por qué son pobres las mujeres? Ninguno de los libros que consulta, que (además de imprecisos y caprichosos) parecen escritos contra las mujeres, puede ayudarla.

¿Por qué no escribían las mujeres del pasado?

Harta ya de las opiniones de todos los “hombres sin otra calificación que no ser mujeres” que estuvo consultando, Woolf decide buscar hechos. ¿Qué pasó con las mujeres en Inglaterra en los siglos anteriores al suyo? ¿Por qué no escribían ni publicaban? Se concentra en un periodo fundamental de la historia literaria de su país: el reinado de Isabel I (1558-1603), cuando brillaron autores como William Shakespeare o Christopher Marlowe.

Es un problema perenne que ninguna mujer escribiera una palabra de esa extraordinaria literatura, cuando casi todos los hombres, parece, eran capaces de una canción o un soneto.

Consultando la Historia de Inglaterra del profesor Trevelyan, Woolf encuentra que, en los años de Shakespeare, golpear a las mujeres era un derecho reconocido a todos los esposos, independientemente de su origen social, y que los matrimonios de las mujeres de clase alta se pactaban mucho antes de que estas hubiesen abandonado la adolescencia. Woolf se extraña de que la imagen que se proyectaba de las mujeres a través de los personajes literarios femeninos (Cleopatra, Rosalinda, Lady Macbeth) fuera tan distinta de la realidad que vivían las mujeres de su tiempo.

En verdad, si la mujer no tuviera más existencia que la revelada por las novelas que los hombres escriben, nos la imaginaríamos como un ser de la mayor importancia; muy cambiante; heroica y mezquina, espléndida y sórdida; infinitamente hermosa y horrible en extremo; tan grande como un hombre, tal vez mayor.

Pero esto es en la novela. En la realidad, como nos lo señala el profesor Trevelyan, la encerraban con llave y la tiraban por el suelo. De eso resulta un ser mixto y rarísimo: imaginativamente de la mayor importancia; prácticamente del todo insignificante. La poesía está toda impregnada de ella desde el principio hasta el fin; de la historia está casi ausente. En la novela domina la vida de reyes y conquistadores; en la realidad es la esclava de cualquier muchacho obligado por sus padres a ponerle un anillo en el dedo. Algunas de las palabras más inspiradas, algunos de los pensamientos más hondos de la literatura caen de sus labios; en la vida real apenas sabía leer, apenas deletrear y era propiedad de su marido.

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Caja de una taza que recrea la portada de Penguin Books de Un cuarto propio

La hermana de Shakespeare

¿Hubiera sido posible, en esas condiciones, que una mujer escribiera, por ejemplo, la obra de Shakespeare? Supongamos, dice Virginia Woolf, que Shakespeare hubiese tenido una hermana. Una hermana talentosa como él, con el mismo espíritu sensible, ávida de conocimientos, de poesía y de mundo. ¿Cuáles habrían sido sus posibilidades? Shakespeare, el hermano varón, pudo salir de casa, buscar trabajo en la gran ciudad, acercarse al teatro como espectador, luego como cuidador de caballos, luego como actor y finalmente como dramaturgo.

Mientras tanto, su bien dotada hermana, supongamos, se quedaba en casa. Era tan audaz, tan imaginativa, tan impaciente de ver el mundo como él. Pero no la mandaron a la escuela. No tuvo oportunidad de aprender gramática y lógica, menos aún de leer a Virgilio y Horacio. Hojeaba de vez en cuando un libro, uno de su hermano, quizás, y leía unas cuantas páginas. Pero entonces venían los padres y le decían que fuera a zurcir las medias o atendiera el guiso y no malgastara su tiempo en libros y papeles. […] Quizá garabateó algunas páginas a escondidas, en el desván de las manzanas, pero tuvo buen cuidado de esconderlas o prenderles fuego.

Antes de que pudiera descubrir o expresar su vocación, ya la habrían comprometido en matrimonio con alguien más. Y si, en un arranque de valentía, decidía huir de su casa y buscarse la vida como su hermano, en la ciudad, nadie le hubiese abierto las puertas: no había trabajo para ella (a menos que aceptara ser prostituida), y mucho menos un puesto como actor o dramaturgo. Si decidía enfrentar a su destino, ¿a qué se exponía si no a la frustración y la amargura?

Y esta conclusión le permite formular a Woolf una de las sentencias más furiosas, bellas y potentes de su literatura:

Me atrevo a adivinar que Anónimo, que escribió tantos poemas sin firmarlos, era a menudo una mujer.

¿Por qué? Pues porque el anonimato era una mejor alternativa que la exposición descarnada ante una sociedad que no favorecía, no comprendía y no perdonaría que una mujer se atreviera a escribir:

Una mujer nacida con un gran talento en el siglo XVI hubiera enloquecido, se hubiera tirado un balazo, o hubiera acabado sus días en una choza solitaria, fuera de la aldea, medio bruja, medio hechicera, burlada y temida. Porque no se precisa mucha habilidad psicológica para saber que una muchacha de altos donde que hubiera intentado aplicarlos a la poesía, hubiera sido tan frustrada e impedida por el prójimo, tan torturada y desgarrada por sus propios instintos contradictorios, que debía perder su salud y su cordura.

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Portadas de Harvest HBJ (1957)

¿Cuánto ha cambiado?

Virginia Woolf vuelve al presente de su libro, el periodo de entreguerras, y se pregunta si acaso las condiciones que impedían a las mujeres la creación de literatura han cambiado en los siglos que la separan de Shakespeare. Sí, han cambiado, pero no lo suficiente. Las mujeres votan, es verdad, y a algunas se les permite el acceso a la educación superior, pero no alcanza. La presencia de las mujeres sigue siendo mínima. Por otro lado, la opinión de los “profesores” apenas ha variado: algo que dijo Nick Greene, en la época de Shakespeare, sobre las mujeres que actuaban fue repetido, dos siglos después, por el doctor Samuel Johnson, al referirse a aquellas mujeres que predicaban. Esa misma figura, en 1928, se renovaba para señalar a las mujeres que se atrevían a componer: “Una mujer compositora es como un perro caminando sobre sus patas traseras. No lo hace bien pero es sorprendente que lo haga”.

El verdadero cambio se ha gestado apenas unas generaciones anteriores a Woolf, con la aparición de mujeres de clase media que pueden ganar dinero escribiendo. Antes, las mujeres narradoras eran excepciones, y normalmente pertenecían a la aristocracia, donde su actividad era considerada una excentricidad.

La gran actividad intelectual que las mujeres revelaron hacia fines de siglo XVIII —las conversaciones, las asambleas, la escritura de ensayos sobre Shakespeare, las traducciones de los clásicos— se funda en el hecho de que las mujeres podían hacer dinero escribiendo. El dinero le da valor a lo que impago es frívolo.

Allí Woolf voltea la vista hacia sus precursoras, aquellas que abren la tradición de la literatura hecha por mujeres (que, como veremos más adelante, tiene sentido en ese entonces llamar femenina), y les rinde un homenaje. Ellas inician la tradición.

Jane Austen debió depositar una corona en la tumba de Fanny Burney, y George Eliot rendir homenaje a la sombra robusta de Eliza Carter: la vieja valerosa que ató una campana a la cabecera de su cama para despertarse temprano y aprender griego.

Mi edición de Un cuarto propio, con las anotaciones que hice en las primeras páginas

No se trata solo de la independencia económica. La literatura también es un reflejo de la vida de sus autores. ¿Por qué la literatura de las mujeres no habla sobre la guerra, las truculencias políticas o del vasto mundo? Porque para escribir sobre algo hay que conocerlo, aunque sea de forma simbólica.

Refiriéndose a Charlotte Brönte (y luego también a Emily Brönte y a Marian Evans), dice Woolf:

Ella sabía mejor que nadie lo mucho que hubiera aprovechado su genio si no lo hubiera malgastado en visiones solitarias sobre la lejanía de los campos; si le hubieran concedido experiencia, intercambio y viajes. Pero no le fueron concedidos, le fueron rehusados y debemos aceptar el hecho de que todas esas buenas novelas, Villette, Emma, Wuthering Heigths, Middlemarch fueron escritas por mujeres sin otra experiencia vital que la que puede entrar en el hogar de un respetable clérigo: escritas además en la sala común de ese hogar respetable y por mujeres tan pobres que no podían comprar más que unos pocos cuadernos a la vez […] Al mismo tiempo, en el otro extremo de Europa había un joven viviendo libremente con esta gitana o con aquella gran señora; yendo a la guerra, recogiendo sin censuras toda esa variada experiencia de la vida humana que le sirvió tan espléndidamente cuando empezó a escribir sus libros. Si Tolstói hubiera vivido en la casa parroquial con una mujer casada “excluido del mundo”, por edificante que fuera la lección moral, no hubiera conseguido escribir, me parece, La guerra y la paz.

Esta visión limitada del mundo no afecta solo a las mujeres, sino a la literatura en su conjunto. La visión que tenemos de lo que es (y lo que debe ser) la literatura es una construcción a partir de los temas, los intereses y las experiencias de los hombres. El problema es que ellos también se han visto limitados por su desconocimiento de las mujeres. Por eso construyen personajes femeninos que existen en función de los hombres. Para que lo entendamos mejor, a Woolf le basta con invertir las circunstancias de la creación:

Supongan, por ejemplo, que los hombres sólo figuraban en la literatura como amantes de las mujeres, y nunca como amigos de los hombres, soldados, pensadores, soñadores, ¡qué pocos roles en las piezas de Shakespeare podrían confiárseles!; ¡cómo habría sufrido la literatura!

VINTAGE FEMINISM SHORT EDITION

Portada de la edición Vintage Feminism de Un cuarto propio

Otra vez, las condiciones materiales

Terminamos con este regreso al inicio: para escribir, una mujer necesita dinero y un cuarto propio.

Suena brutal, y en efecto es triste decirlo: pero la teoría de que el genio poético sopla donde quiere, parejamente en ricos y pobres, tiene muy poco de verdad. […] El poeta pobre no tenía en aquellos días, y hace doscientos años que no tiene, la menor oportunidad. […] Y las mujeres han sido siempre pobres, no sólo por doscientos años, sino desde el principio del tiempo. Las mujeres han tenido menos libertad intelectual que los hijos de los esclavos atenienses. Las mujeres, por consiguiente, no han tenido la menor oportunidad de escribir poesía. He insistido tanto por eso en la necesidad de tener dinero y un cuarto propio.

Y sin embargo, luego de hacer este repaso de las condiciones que deben cambiar para que las mujeres escriban novelas, Woolf se dirige a su joven audiencia, y con la autoridad que le dan sus años (entonces, 46), sus libros publicados, su fama y su experiencia, reprende la insignificancia de sus estudiantes y las conmina a reconocer el privilegio de vivir en su época, de gozar de los derechos que el sufragismo y el feminismo han conseguido, y de actuar en consecuencia:

Señoritas, les diría yo, y escúchenme bien, pues el sermón ya empieza, en mi entender todas ustedes son vergonzosamente ignorantes. Jamás han descubierto nada que valga. Jamás han sacudido un imperio o capitaneado un ejército. Los dramas de Shakespeare no los escribieron ustedes […] ¿Qué disculpa tienen? Ustedes argüirán […] que hemos tenido entre manos otra tarea. Sin ella, esos mares estarían sin navegar y esas tierras serían un páramo. Hemos concebido y criado y lavado y enseñado, tal vez hasta los seis o siete años, a los mil seiscientos veintitrés millones de seres humanos que ahora pueblan el mundo, según el atlas […]

Es verdad lo que ustedes dicen, no lo discuto. Pero ¿me permitirán recordarles que desde 1866 hay a lo menos dos colegios para mujeres en Inglaterra; que desde 1880 la ley permite a la mujer casada el manejo de sus propios bienes; y que en 1919 —hace ya nueve años— le concedieron el voto? ¿Puedo recordarles también que hace casi diez años les están abiertas la mayoría de las profesiones? Tomen en cuenta esos privilegios enormes y el tiempo que han estado gozando de ellos. […] Ya no sirve de nada la excusa de falta de oportunidad, preparación, estímulo, tiempo y dinero. 

¿Por qué utiliza con ellas ese tono severo? Porque está hablando con estudiantes universitarias, la mayoría de las cuales vive en condiciones de privilegio. Les habla así para que no olviden que esas condiciones de las que ahora gozan  (el voto, la educación, los ingresos, el cuarto propio) no cayeron del cielo y no son comunes a todas las mujeres. Es más: Virginia Woolf termina volviendo a hablar sobre la hermana de Shakespeare, que representa a todas las mujeres talentosas y sensibles que no pueden asistir (ni entonces ni todavía) a una conferencia universitaria sobre mujeres y literatura.

[La hermana de Shakespeare] murió joven —ay, nunca escribió una línea—. Mi credo es que ese poeta que jamás escribió una línea […] vive todavía.  Vive en ustedes y en mí y en muchas otras mujeres que no nos acompañan hoy porque están lavando los platos y acostando a los chicos. Pero vive, porque los grandes poetas no mueren: son presencias continuas; solo precisan de una oportunidad para andar entre nosotros de carne y hueso.