literatura , Pasajero Viernes, 4 marzo 2016

4 libros en los que Vargas Llosa muestra todo su humor

#VargasLlosa80: Mario y su humor

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Vargas Llosa dirigiendo la primera versión cinematográfica de Pantaleón y las visitadoras (1975). Foto tomada de Andina

Por momentos, Mario Vargas Llosa parece la seriedad encarnada. Serio al vestirse, serias las palabras que usa, serios también los temas que aborda y los ambientes en donde se presenta. Es verdad que el rompimiento de su matrimonio con Patricia Llosa (y el alboroto de su inmediata relación con Isabel Presley) hicieron tambalear esa imagen, pero ni siquiera entonces Vargas Llosa dejó de parecer un tipo serio, incluso entendiendo serio como discreto (poco dado a protagonizar escándalos) y como apagado (aburrido, sin gracia ni sentido del humor).

Y sin embargo, en el caso de Vargas Llosa, ambas apreciaciones son falsas. Recontra falsas. En relación a los escándalos, su vida ha tenido varios, de diferentes magnitudes: el matrimonio con Julia Urquidi, su tía política, que era poco más de diez años mayor que él; la publicación de La ciudad y los perros, su primera novela (que algunos entendieron como una afrenta contra el colegio en que se ambientaba y, por extensión, contra las fuerzas armadas en general); el matrimonio con su prima Patricia; su distanciamiento de la Revolución cubana y, poco a poco, de la izquierda; el puñetazo a García Márquez, etcétera.

Y en relación a la posible falta de humor en su literatura, es más falso todavía. En la historia reciente de nuestro país, el humor ha tenido muy pocos buenos cultores, y se ha convertido en una herramienta primitiva, mal comprendida y peor utilizada: piensen en los programas cómicos de los últimos diez o quince años, y lloren. (Actualmente se salvan los memes, los caricaturistas grandes Edery, Carlín y Heduardo, que publican a diario, El Panfleto y no mucho más). Ese humor que te hace reír mientras te dice algo que preferirías no escuchar, que se esfuerza por durar aun cuando ya te sepas el chiste, que se niega a tratarte como un imbécil, ese humor fue clave en las dos novelas que Vargas Llosa publicó en la década del setenta: Pantaleón y las visitadoras y La tía Julia y el escribidor.

Este post va sobre esos libros y, también, sobre otros momentos en el humor de Vargas Llosa (como ejecutor y como víctima de situaciones graciosas), quien podrá ser todo lo serio que ustedes quieran, pero sabe ser también (y disculparán la falta de seriedad) un verdadero cague de risa.

Pantaleón y las visitadoras (la novela)

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Portada de Pantaleón y las visitadoras. Imagen: Grupo Prisa

A principios de los setenta, Vargas Llosa era ya nuestro novelista más importante. Bordeaba los 35 años y había publicado, hasta entonces, un libro de cuentos premiado en España (Los jefes, 1959), un brillante relato largo (Los cachorros, 1967), un ensayo sobre la obra de Gabriel García Márquez (Historia de un deicidio, 1971), y las tres novelas monumentales que sostienen su temprano reconocimiento: La ciudad y los perros (1962), La casa verde (1966) y Conversación en La Catedral (1969). Perseguía la ambición de la novela-total y, además, suscribía las ideas de Jean Paul Sartre sobre la literatura comprometida y la figura del escritor como un actor social.

En esas estaba cuando se propuso escribir su siguiente novela. En el prólogo a Pantaleón y las visitadoras, cuenta el mismo Vargas Llosa:

La historia está basada en un hecho real —un “servicio de visitadoras” organizado por el Ejército peruano para desahogar las ansias sexuales de las guarniciones amazónicas—, que conocí de cerca en dos viajes a la Amazonía —en 1958 y 1962—, magnificado y distorsionado hasta convertirse en una farsa truculenta. Por increíble que parezca, pervertido como yo estaba por la teoría del compromiso en su versión sartreana, intenté al principio contar esta historia en serio. Descubrí que era imposible, que ella exigía la burla y la carcajada. Fue una experiencia liberadora, que me reveló —¡sólo entonces!— las posibilidades del juego y el humor en la literatura.

De esa experiencia liberadora nace Pantaleón y la visitadoras (1973). La exageración alimenta esta novela, llena de escenas disparatadas (pero posibles o, en todo caso, verosímiles). En una entrevista (que ahora no encuentro, pero que recuerdo haber leído, hace muchos años, en un viejo libro de consulta), Vargas Llosa contaba que, mientras escribía este libro, a veces se levantaba de madrugada, muerto de risa, y se apuraba en apuntar algo que entre sueños se le había ocurrido.

Pantaleón y las visitadoras (la película)

No, no la que todos conocemos (Angie Cepeda por siempre). En 1975, Vargas Llosa aceptó dirigir una versión cinematográfica de Pantaleón. El resultado fue un desastre. Él mismo cuenta esa experiencia aquí, en este vídeo (que es, en sí mismo, una pieza de humor: el escritor actúa como un showman, controla los tiempos, maneja la risa del público, calcula sus silencios. Un capo).

La tía Julia y el escribidor  

En los capítulos impares, la novela cuenta la historia de amor entre Marito, el joven periodista de Radio Panamericana, y Julia, su tía política, diez años mayor que él. Esta historia, evidentemente, está inspirada en la que el mismo Vargas Llosa vivió con Julia Urquidi, su primera esposa (pueden hacer el paralelo entre ambas versiones leyendo La tía Julia y luego El pez en el agua; y luego, si quieren, Lo que Varguitas no dijo, el descargo de Julia Urquidi que también parece parte de una novela).

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Portada de La tía Julia y el escribidor. Imagen del Grupo Prisa

Sin embargo, mis capítulos favoritos son los impares. Están narrados por Pedro Camacho, el hombre-orquesta de las radionovelas en Panamericana: las escribe, dirige y protagoniza, a un ritmo endiablado. Las radionovelas tienen la truculencia que nosotros podríamos encontrar, ahora, en los Casos del Corazón del diario Ojo,  o (más que en Laura Bozzo, cuya simpleza ya es vulgar) en los programas de la Dra. Ana María Polo (Caso Cerrado y Sala de Parejas).

Al final de este post, he copiado entero uno de estos radioteatros, elque más me gusta. Todo es perfecto: la prosa de atestado con que se cuenta la historia, la definición de los personajes, la necesidad de retorcer la trama cada diez líneas para enganchar al supuesto oyente.

La madrastra en televisión nacional

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Portada de El pez en el agua. Imagen del Grupo Prisa.

Como sabemos, Vargas Llosa postuló a la presidencia de la República en 1990. La experiencia de la campaña está retratada en El pez en el agua, su libro de memorias. Aunque no es precisamente humorístico, el libro recoge algunas escenas divertidas, como la que sigue, que parece sacada de una radionovela de Pedro Camacho:

[Es necesario recordar que en 1988, cuando ya estaba embarcado en la campaña, Vargas Llosa publicó Elogio de la madrastra, su primer libro de corte erótico].

Cuenta en El pez en el agua:

Lo de los impuestos era una entre varias operaciones de descrédito con las que el gobierno [de Alan García] trataba de impedir lo que todavía a estas alturas parecía un triunfo arrollador del Frente Democrático [la agrupación que postulaba a Vargas Llosa]. Una de ellas me presentaba como pervertido y pornógrafo, y la prueba era mi novela Elogio de la madrastra, que fue leída entera, a razón de un capítulo diario, en Canal 7, del Estado, a horas de máxima audiencia. Una presentadora, dramatizando la voz, advertía a las amas de casa y madres de familia que retirasen a sus niños pues iban a escuchar cosas nefandas. Un locutor procedía, entonces, con inflexiones melodramáticas en los instantes eróticos, a leer el capítulo. Luego, se abría un debate, en el que psicólogos, sexólogos y sociólogos apristas me analizaban. El trajín de mi vida era tal que, por cierto, no podía darme el lujo de ver aquellos programas, pero una vez alcancé a seguir uno de ellos y era tan divertido que quedé clavado frente al televisor, escuchando al general aprista Germán Parra desarrollando este pensamiento: “Según Freud, el doctor Vargas Llosa debería estar curándose la mente”.

*Bonus: cartas, artículos, crónicas

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La seriedad encarnada. Imagen tomada del muro de Carlos León Moya

Aquí un salpicadito de textos de Vargas Llosa en los que aparece el humor.

Mi hijo, el etíope: Esta es una crónica que Vargas Llosa escribió sobre su segundo hijo, Gonzalo Gabriel, quien durante la adolescencia vivió un período de acercamiento a la cultura rastafari. Yo leí el texto en una edición de la revista peruana Etiqueta Negra. Lamentablemente, en la web no he encontrado este texto en español, por eso copio el link de la crónica en New York Times Magazine, donde fue publicado originalmente.

Carta de respuesta a la revista Gente: Hace unos meses, el periodista Juan Carlos Ortecho huaqueó esta carta de Mario Vargas Llosa a la revista Gente. La revista había publicado una entrevista al escritor peruano que era falsa, inventada. Es más, no era una entrevista cualquiera, intrascendente, para llenar espacio, sino que en ella se hacía declarar a Vargas Llosa que había recibido 20 millones de dólares, de parte de una editorial alemana, para que les publicara un libro cada dos años. La carta apareció en la sección Cartas al Director de la Revista Caretas.

El arte de mecer: En este artículo, publicado en El País en 2010, Vargas Llosa recuerda la historia de su chimenea nunca instalada, y esta anécdota le sirve para hablar del antiguo arte peruano de mecer y huevear.

 ***

La tía Julia y el escribidor

VI

      Una resplandeciente mañana de verano, atildado y puntual como era su costumbre, entró el Dr. Dn. Pedro Barreda y Zaldívar a su despacho de juez instructor de la Primera Sala (en lo Penal) de la Corte Superior de Lima. Era un hombre que había llegado a la flor de la edad, la cincuentena, y en su persona -frente ancha, nariz aguileña, mirada penetrante, rectitud y bondad en el espíritu-, la pulcritud ética se transparentaba en una apostura que le merecía al instante el respeto de las gentes. Vestía con la modestia que corresponde a un magistrado de magro salario que es constitutivamente inapto para el cohecho, pero con una corrección tal que producía una impresión de elegancia. El Palacio de Justicia comenzaba a desperezarse de su descanso nocherniego y su mole se iba inundando de una afanosa muchedumbre de abogados, tinterillos, conserjes, demandantes, notarios, albaceas, bachilleres y curiosos. En el corazón de esa colmena, el Dr. Dn. Barreda y Zaldívar abrió su maletín, sacó dos expedientes, se sentó en su escritorio y se dispuso a comenzar la jornada. Segundos después se materializó en su despacho, raudo y silente como un aerolito en el espacio, el secretario, Dr. Zelaya, hombrecillo con anteojos, de bigotito mosca que movía rítmicamente al hablar.

      – Muy buenos días, mi señor doctor -saludó al magistrado, haciendo una reverencia de bisagra.

      – Lo mismo le deseo, Zelaya -le sonrió afablemente el Dr. Dn. Barreda y Zaldívar-. ¿Qué nos depara la mañana?

      – Estupro de menor con agravante de violencia mental -depositó en el escritorio un expediente de buen cuerpo el secretario-. El responsable, un vecino de la Victoria de catadura lombrosiana, niega los hechos. Los principales testigos están en el pasillo.

      – Antes de escucharlos, necesito releer el parte policial y la demanda de la parte civil -le recordó el magistrado.

      – Esperarán lo que haga falta -repuso el secretario. Y salió del despacho.

      El Dr. Dn. Barreda y Zaldívar tenía, bajo su sólida coraza jurídica, alma de poeta. Una lectura de los helados documentos judiciales le bastaba para, separando la costra retórica de cláusulas y latinajos, llegar con la imaginación a los hechos. Así, leyendo el parte asentado en la Victoria, reconstituyó con viveza de detalles la denuncia. Vio entrar el lunes pasado, a la Comisaría del abigarrado y variopinto distrito, a la niña de trece años y alumna de la Unidad Escolar «Mercedes Cabello de Carbonera», llamada Sarita Huanca Salaverría. Venía llorosa y con moretones en la cara, brazos y piernas, entre sus padres don Casimiro Huanca Padrón y doña Catalina Salaverría Melgar. La menor había sido mancillada la víspera, en la casa de vecindad de la avenida Luna Pizarro N. 12, cuarto H, por el sujeto Gumercindo Tello, inquilino de la misma casa de vecindad (cuarto J). Sarita, venciendo su confusión y quebranto, había revelado a los custodios del orden que el estupro no era sino el saldo trágico de un largo y secreto asedio a que se había visto sometida por el violador. Éste, en efecto, hacía ya ocho meses -es decir desde el día en que había venido a instalarse, como extravagante pájaro de mal agüero, en la casa de vecindad N. 12-, perseguía a Sarita Huanca, sin que los padres de ésta o los otros vecinos pudieran advertirlo, con piropos de mal gusto e insinuaciones intrépidas (como decirle: «Me gustaría exprimir los limones de tu huerta» o «Un día de éstos te ordeñaré»). De las profecías, Gumercindo Tello había pasado a las obras, realizando varios intentos de manoseo y beso de la púber, en el patio de la casa de vecindad N. 12 o en calles adyacentes, cuando la niña venía del colegio o cuando salía a hacer mandados. Por natural pudor, la víctima no había prevenido a los padres sobre el acoso.

      La noche del domingo, diez minutos después que sus padres salieron en dirección al cine Metropolitan, Sarita Huanca, que hacía las tareas del colegio, oyó unos golpecillos en la puerta. Fue a abrir y se encontró con Gumercindo Tello. «¿Qué desea?», le preguntó cortésmente. El violador, aparentando el aire más inofensivo del mundo, alegó que su primus se había quedado sin combustible: ya era tarde para ir a comprarlo y venía a que le prestaran un conchito de kerosene para preparar su comida (prometía devolverlo mañana). Dadivosa e ingenua, la niña Huanca Salaverría hizo entrar al individuo y le indicó que la lata de kerosene estaba entre la hornilla y el balde que hacía las veces de retrete.

      (El Dr. Dn. Barreda y Zaldívar sonrió ante ese desliz del custodio del orden que había asentado la denuncia y que, sin quererlo, delataba en los Huanca Salaverría esa costumbre bonaerense de hacer sus necesidades en un balde en el mismo recinto donde se come y se duerme).

      Apenas hubo conseguido, mediante dicha estratagema, introducirse en el cuarto H, el acusado trancó la puerta. Se puso luego de rodillas y, juntando las manos, comenzó a musitar palabras de amor a Sarita Huanca Salaverría, quien sólo en este momento sintió alarma por su suerte. En un lenguaje que la niña describía como romántico, Gumercindo Tello le aconsejaba que accediera a sus deseos. ¿Cuáles eran éstos? Que se despojara de sus prendas de vestir y se dejara tocar, besar y arrebatar el himen. Sarita Huanca, sobreponiéndose, rechazó con energía las propuestas, increpó a Gumercindo Tello y lo amenazó con llamar a los vecinos. Fue al oír esto que el acusado, renunciando a su actitud suplicante, extrajo de sus ropas un cuchillo y amenazó a la niña con darle de puñaladas al menor grito. Poniéndose de pie, avanzó hacia Sarita diciendo: «Vamos, vamos, ya te estás calateando, mi amor», y como ella, pese a todo, no le obedeciera, le regaló una andanada de puñetazos y patadas, hasta hacerla caer al suelo. Allí, presa de un nerviosismo que, según la víctima, le hacía chocar los dientes, el violador le arrancó las ropas a jalones, procedió también a desabotonar las suyas, y se derrumbó sobre ella, hasta perpetrar, allí en el suelo, el acto carnal, el mismo que, debido a la resistencia que ofrecía la muchacha, estuvo yapado de nuevos golpes, de los cuales quedaban huellas en forma de hematomas y chichones. Satisfechas sus ansias, Gumercindo Tello abandonó el cuarto H no sin antes recomendar a Sarita Huanca Salaverría que no dijera una palabra de lo sucedido si pretendía llegar a vieja (y agitó el cuchillo para mostrar que hablaba en serio). Los padres, al volver del Metropolitan, encontraron a su hija bañada en llanto y con el cuerpo depredado. Luego de curar sus heridas la exhortaron a decir qué había ocurrido, pero ella, por vergüenza, se negaba. Y así pasó la noche entera. A la mañana siguiente, sin embargo, algo repuesta del impacto emocional que le significó la pérdida del himen, la niña contó todo a sus progenitores, quienes, de inmediato, se apersonaron a la Comisaría de la Victoria para denunciar el suceso.

      El Dr. Dn. Barreda y Zaldívar cerró un instante los ojos. Sentía (pese a su roce diario con el delito no se había encallecido) lástima por lo ocurrido a la niña, pero se dijo a sí mismo que, a simple vista, se trataba de un delito sin misterio, prototípico, milimétricamente encuadrado en el Código Penal, en las figuras de violación y abuso de menor, con sus más caracterizados agravantes de premeditación, violencias de hecho y de dicho, y crueldad mental.

      El siguiente documento que releyó era el parte de los custodios del orden que habían efectuado la detención de Gumercindo Tello.

      Conforme instrucciones de su superior, capitán G. C. Enrique Soto, los guardias Alberto Cusicanqui Apéstegui y Huasi Tito Parinacocha se apersonaron con una orden de arresto a la casa de vecindad N. 12 de la avenida Luna Pizarro, pero el individuo no se encontraba en su hogar. Mediante los vecinos, se informaron que era de profesión mecánico y trabajaba en el Taller de Reparación de Motores y Soldadura Autógena «El Inti», sito al otro extremo del distrito, casi en las faldas del cerro El Pino. Los guardias procedieron a trasladarse de inmediato hasta allí. En el taller, se dieron con la sorpresa de que Gumercindo Tello acababa de partir, informándoles además el dueño del taller, Sr. Carlos Príncipe, que había pedido licencia con motivo de un bautizo. Cuando los guardias inquirieron, entre los operarios, en qué iglesia podía encontrarse, éstos se miraron con malicia y cambiaron sonrisas. El Sr. Príncipe explicó que Gumercindo Tello no era católico sino Testigo de Jehová y que para esa religión el bautizo no se celebraba en iglesia y con cura sino al aire libre y a zambullidas.

      Maliciando que (como se ha dado ya el caso) la tal congregación fuera una cofradía de invertidos, Cusicanqui Apéstegui y Tito Parinacocha exigieron que se los condujera al sitio donde se hallaba el acusado. Luego de un buen rato de vacilaciones y cambio de palabras, el propietario de «El Inti» en persona los guió al lugar donde, dijo, era posible que estuviera Tello, pues una vez, hacía ya tiempo, cuando trataba de catequizarlos a él y a los compañeros del taller, lo había invitado a presenciar allí una ceremonia (experiencia de la cual el susodicho no había quedado nada convencido).

      El Sr. Príncipe llevó en su automóvil a los custodios del orden a los confines de la calle Maynas y el Parque Martinetti, descampado donde los vecinos de los alrededores queman basuras y donde hay una entradita del río Rímac. En efecto, allí estaban los Testigos de Jehová. Cusicanqui Apéstegui y Tito Parinacocha descubrieron una docena de personas de distintas edades y sexos metidas hasta la cintura en las aguas fangosas, no en ropa de baño sino muy vestidas, algunos hombres con corbata y uno de ellos incluso con sombrero. Indiferentes a las bromas, pullas, tiros de cáscaras y otras criollas picardías de los vecinos que se habían amontonado a la orilla para verlos, proseguían muy serios una ceremonia que a los custodios del orden les pareció, en el primer momento, poco menos que un intento colectivo de homicidio por inmersión. Esto es lo que vieron: a la vez que entonaban, en voz muy convencida, extraños cánticos, los Testigos tenían cogido de los brazos a un anciano de poncho y chullo, al que sepultaban en las inmundas aguas ¿con el propósito de sacrificarlo a su Dios? Pero cuando los guardias, revólver en mano y embarrándose las polainas, les ordenaron interrumpir su criminal acto, el anciano fue el primero en enojarse, exigiendo a los guardias que se retiraran y llamándolos cosas raras (como ‘romanos’ y ‘papistas’). Los custodios del orden debieron resignarse a esperar que terminara el bautizo para detener a Gumercindo Tello, a quien habían identificado gracias al Sr. Príncipe. La ceremonia duró unos minutos más, en el curso de los cuales continuaron los rezos y los remojones del bautizado hasta que éste comenzó a voltear los ojos, a tragar agua y atorarse, momento en que los Testigos optaron por sacarlo en peso hasta la orilla, donde principiaron a felicitarlo por la nueva vida que, decían, comenzaba a partir de ese instante

      Fue en ese momento que los guardias capturaron a Gumercindo Tello. El mecánico no ofreció la menor resistencia, ni pretendió huir, ni mostró sorpresa por el hecho de ser detenido, limitándose a decir a los otros al recibir las esposas: «Hermanos, nunca los olvidaré». Los Testigos prorrumpieron de inmediato en nuevos cánticos, mirando al cielo y poniendo los ojos en blanco, y así los acompañaron hasta el auto del Sr. Príncipe, quien trasladó a los guardias y al detenido a la Comisaría de la Victoria, donde se le despidió agradeciéndole los servicios prestados.

      En la Comisaría, el capitán G. C. Enrique Soto preguntó al acusado si quería secar sus zapatos y pantalones en el patio, a lo cual Gumercindo Tello repuso que se hallaba acostumbrado a andar mojado por el gran incremento de conversiones a la verdadera fe que se registraba últimamente en Lima. De inmediato, el capitán Soto procedió a interrogarlo, a lo cual el acusado se prestó con ánimo cooperativo. Preguntado por sus generales de ley, repuso llamarse Gumercindo Tello y ser hijo de doña Gumercinda Tello, natural de Moquegua y ya difunta, y de padre desconocido, y haber nacido él mismo, también, probablemente en Moquegua hace unos veinticinco o veintiocho años. Respecto a esta duda explicó que su madre lo había entregado, a poco de nacido, a un orfelinato de varones regentado en esa ciudad por la secta papista, en cuyas aberraciones, dijo, había sido educado y de las que felizmente se había liberado a los quince o dieciocho años. Indicó que hasta esa edad había permanecido en el orfelinato, fecha en que éste desapareció en un gran incendio, quemándose también todos los archivos, motivo por el cual él se había quedado en el misterio sobre su exacta edad. Explicó que el siniestro fue providencial en su vida, pues en esa ocasión conoció a una pareja de sabios que viajaban de Chile a Lima, por tierra, abriendo los ojos de los ciegos y destapando los oídos de los sordos sobre las verdades de la filosofía. Puntualizó que se había venido a Lima con esa pareja de sabios, cuyo nombre le excusó de revelar porque dijo que era bastante saber que existían para tener también que etiquetarlos, y que aquí había vivido desde entonces repartiendo su tiempo entre la mecánica (oficio que aprendió en el orfelinato) y la propagación de la ciencia de la verdad. Dijo haber vivido en Breña, en Vitarte, en los Barrios Altos, y haberse instalado en la Victoria hacía ocho meses, por haber obtenido empleo en el Taller de Reparación de Motores y Soldadura Autógena «El Inti», que quedaba demasiado lejos de su domicilio anterior.

      El acusado admitió residir desde entonces en la casa de vecindad N. 12 de la avenida Luna Pizarro, en calidad de inquilino. Reconoció asimismo a la familia Huanca Salaverría, a la que, dijo, había ofrecido varias veces pláticas iluminativas y buenas lecturas, sin haber tenido éxito por hallarse ellos, al igual que los otros inquilinos, muy intoxicados por las herejías romanas. Enfrentado al nombre de su presunta víctima, la niña Sarita Huanca Salaverría, dijo recordarla e insinuó que, por tratarse de una persona todavía en su tierna edad, no perdía las esperanzas de que enrumbara algún día por el buen camino. Puesto entonces en antecedentes de la acusación, Gumercindo Tello manifestó viva sorpresa, negando los cargos, para, un momento después (¿simulando una perturbación con miras a su futura defensa?) romper a reír muy contento diciendo que ésta era la prueba que le reservaba Dios para barometrar su fe y su espíritu de sacrificio. Añadiendo que ahora entendía por qué no había salido sorteado en el Servicio Militar, ocasión que él esperaba con impaciencia para, predicando con el ejemplo, negarse a vestir el uniforme y a jurar fidelidad a la bandera, atributos de Satán.-El capitán G. C. Enrique Soto le preguntó si estaba hablando en contra del Perú, a lo cual respondió el acusado que de ningún modo y que sólo se refería a asuntos de la religión. Y procedió entonces, de manera fogosa, a explicar al capitán Soto y a los guardias que Cristo no era Dios sino Su Testigo y que era falso, como mentían los papistas, que lo hubieran crucificado siendo así que lo habían clavado en un árbol y que la Biblia lo probaba. A este respecto les aconsejó leer «Despierta», quincenario que, por el precio de dos soles, sacaba de dudas sobre éste y otros temas de cultura y proporcionaba sano entretenimiento. El capitán Soto lo hizo callar, advirtiéndole que en el recinto de la Comisaría estaba prohibido hacer propaganda comercial. Y lo conminó a que dijera dónde se hallaba y qué hacía la víspera, a las horas en que Sarita Huanca Salaverría aseguraba haber sido violada y golpeada por él. Gumercindo Tello afirmó que esa noche, como todas las noches, había permanecido en su cuarto, solo, entregado a la meditación sobre el Tronco y sobre cómo, contra lo que hacía creer cierta gente, no era verdad que todos los hombres fueran a resucitar el día del Juicio Final, siendo así que muchos nunca resucitarían, lo que probaba la mortalidad del alma. Llamado al orden una vez más, el acusado pidió excusas y dijo que no lo hacía adrede, pero que no podía eximirse, a cada momento, de estar arrojando un poco de luz a los demás, ya que lo desesperaba ver en qué tinieblas vivía la gente. Y concretó que no recordaba haber visto a Sarita Huanca Salaverría esa noche ni tampoco la víspera, y rogó que en el parte se hiciera constar que, pese a haber sido calumniado, no guardaba rencor a esa muchacha y que incluso le estaba agradecido porque tenía sospechas de que a través de ella Dios quería probar la musculatura de su fe. Viendo que no sería posible obtener de Gumercindo Tello otras precisiones sobre los cargos formulados, el capitán G. C. Enrique Soto puso fin al interrogatorio y transfirió al acusado a la carceleta del Palacio de Justicia, a fin de que el juez instructor dé al caso el desarrollo que corresponda.

      El Dr. Dn. Barreda y Zaldívar cerró el expediente, y, en la mañana aquejada de ruidos judiciales, reflexionó. ¿Los Testigos de Jehová? Los conocía. No hacía muchos años, un hombre que se movilizaba por el mundo en bicicleta había venido a tocar la puerta de su casa y a ofrecerle el periódico «Despierta», que él, en un momento de debilidad, había adquirido. Desde entonces, con una puntualidad astral, el Testigo había rondado su hogar, a distintas horas del día y de la noche, insistiendo en iluminarlo, abrumándolo folletos, libros, revistas, de distinto espesor y temática, hasta que, incapaz de alejar de su morada al Testigo por los civilizados métodos de la persuasión, la súplica, la arenga, el magistrado había recurrido a la fuerza policial. De modo que era uno de estos impetuosos catequizadores el violador. El Dr. Dn. Barreda y Zaldívar se dijo que el caso se ponía interesante.

      Era todavía media mañana y el magistrado, acariciando distraídamente el acerado y largo cortapapeles de empuñadura Tiahuanaco, que tenía en su escritorio como prenda del afecto de sus superiores, colegas y subordinados (se lo habían regalado al cumplir sus bodas de plata de abogado), llamó al secretario y le indicó que hiciera pasar a los declarantes.

      Entraron primero los guardias Cusicanqui Apéstegui y Tito Parinacocha, quienes, con habla respetuosa, confirmaron las circunstancias del arresto de Gumercindo Tello y dejaron constancia de que éste, salvo negar los cargos, se había mostrado servicial, aunque un poco empalagoso con su manía religiosa. El Dr. Zelaya, los anteojos columpiándose sobre su nariz, iba redactando el acta mientras los guardias hablaban.

      Pasaron después los padres de la menor, una pareja cuya avanzada edad sorprendió al magistrado: ¿cómo habían podido procrear hacía sólo trece años ese par de vejestorios? Sin dientes, con los ojos medio recubiertos por legañas, el padre, don Isaías Huanca, refrendó rápidamente el parte policial en lo que lo concernía y quiso saber después, con mucha urgencia, si Sarita contraería matrimonio con el señor Tello. Apenas hecha su pregunta, la señora Salaverría de Huanca, una mujer menuda y arrugada, avanzó hacia el magistrado y le besó la mano, a la vez que, con voz implorante, le pedía que fuera bueno y obligara al Sr. Tello a llevar a Sarita al altar. Costó trabajo al Dr. Dn. Barreda y Zaldívar explicar a los ancianos que entre las altas funciones que le habían sido confiadas, no figuraba la de casamentero. La pareja, por lo visto, parecía más interesada en desposar a la niña que en castigar el abuso, hecho que apenas mencionaban y sólo cuando eran urgidos a ello, y perdían mucho tiempo en enumerar las virtudes de Sarita, como si la tuvieran en venta.

      Sonriendo para sus adentros, el magistrado pensó que estos humildes labradores -no había duda que procedían del Ande y que habían vivido en contacto con la gleba- lo hacían sentirse un padre acrimonioso que se niega a autorizar la boda de su hijo. Intentó hacerlos recapacitar: ¿cómo podían desear para marido de su hija a un hombre capaz de cometer estupro contra una niña inerme? Pero ellos se arrebataban la palabra, insistían, Sarita sería una esposa modelo, a sus cortos años sabía cocinar, coser y de todo, ellos eran ya viejos y no querían dejarla huerfanita, el Sr. Tello parecía serio y trabajador, aparte de haberse propasado con Sarita la otra noche nunca se lo había visto borracho, era muy respetuoso, salía muy temprano al trabajo con su maletín de herramientas y su paquete de esos periodiquitos que vendía de casa en casa. ¿Un muchacho que luchaba así por la vida no era acaso un buen partido para Sarita? Y ambos ancianos elevaban las manos hacia el magistrado: «Compadézcase y ayúdenos, señor juez».

      Por la mente del Dr. Dn. Barreda y Zaldívar flotó, nubecilla negra preñada de lluvia, una hipótesis: ¿y si todo fuera un ardid tramado por esta pareja para desposar a su vástaga? Pero el parte médico era terminante: la niña había sido violada. No sin dificultad, despidió a los testigos. Pasó entonces la víctima.

      El ingreso de Sarita Huanca Salaverría iluminó el adusto despacho del juez instructor. Hombre que todo lo había visto, ante el cual, como victimarios o víctimas, habían desfilado todas las rarezas y psicologías humanas, el Dr. Dn. Barreda y Zaldívar se dijo, sin embargo, que se hallaba ante un espécimen auténticamente original. ¿Sarita Huanca Salaverría era una niña? Sin duda, a juzgar por su edad cronológica, y por su cuerpecito en el que tímidamente se insinuaban las turgencias de la femineidad, y por las trenzas que recogían sus cabellos y por la falda y la blusa escolares que vestía. Pero, en cambio, en su manera de moverse, tan gatuna, y de pararse, apartando las piernas, quebrando la cadera, echando atrás los hombros y colocando las manitas con desenvoltura invitadora en la cintura, y, sobre todo, en su manera de mirar, con esos ojos profanos y aterciopelados, y de morderse el labio inferior con unos dientecillos de ratón, Sarita Huanca Salaverría parecía tener una experiencia dilatada, una sabiduría de siglos.

      El Dr. Dn. Barreda y Zaldívar tenía un tacto extremado para interrogar a los menores. Sabía inspirarles confianza, dar rodeos para no herir sus sentimientos, y le era fácil, con suavidad y paciencia, inducirlos a trajinar escabrosos asuntos. Pero su experiencia esta vez no le sirvió. Apenas preguntó, eufemísticamente, a la menor si era cierto que Gumercindo Tello la molestaba desde hacía tiempo con frases maleducadas, Sarita Huanca se lanzó a hablar. Sí, desde que vino a vivir a la Victoria, a todas horas, en todos los sitios. Iba a esperarla al paradero del ómnibus y la acompañaba hasta la casa diciéndole: «Me gustaría chuparte la miel», «Tú tienes dos naranjitas y yo un platanito» y «por ti me estoy chorreando de amor». Pero no fueron estas alegorías, tan inconvenientes en boca de una niña, lo que caldeó las mejillas del magistrado y atoró la mecanografía del Dr. Zelaya, sino las acciones con que Sarita comenzó a ilustrar las acechanzas de que fuera objeto. El mecánico siempre estaba tratando de tocarla, aquí: y las dos manitas, elevándose, se ahuecaron sobre los tiernos pechos y dedicaron a calentarlos amorosamente. Y también aquí: y las manitas caían sobre las rodillas y las repasaban, y subían, subían, arrugando la falda, por los (hasta hacía poco impúberes) muslitos. Pestañeando, tosiendo, cambiando una veloz mirada con el secretario, el Dr. Dn. Barreda y Zaldívar explicó paternalmente a la niña que no era necesario ser tan concreta, que podía quedarse en las generalidades. Y también la pellizcaba aquí, lo interrumpió Sarita, tornándose de medio lado y alargando hacia él una grupa que súbitamente pareció crecer, inflarse, como un globo de espuma. El magistrado tuvo el presentimiento vertiginoso de que su oficina podía convertirse en cualquier momento en un templo de strip-tease.

      Haciendo un esfuerzo para dominar el nerviosismo, el magistrado, con voz calma, incitó a la menor a olvidar los prolegómenos y a concentrarse en el hecho mismo de la violación. Le explicó que, aunque debía relatar con objetividad lo sucedido, no era imprescindible que se demorara en los detalles, y la exoneró de aquéllos que -y el Dr. Dn. Barreda y Zaldívar carraspeó, con una pizca de embarazo- hirieran su pudor. El magistrado quería, de un lado, acortar la entrevista, y, de otro, adecentarla, y pensaba que, al referir la agresión erótica, la niña, lógicamente conturbada, sería expeditiva y sinóptica, cauta y superficial.

      Pero Sarita Huanca Salaverría, al oír la sugestión del juez, como un gallito de pelea al olisquear la sangre, se enardeció, excedió, vertió íntegra en un soliloquio salaz y en una representación mímico-seminal que cortó la respiración del Dr. Dn. Barreda y Zaldívar y sumió al Dr. Zelaya en un desasosiego corporal francamente indecoroso (¿y tal vez masturbatorio?). El mecánico había tocado la puerta así, y, al ella abrir, la había mirado así, y hablado así, y luego se había arrodillado así, tocándose el corazón así, y se le había declarado así, jurándole que la amaba así. Aturdidos, hipnotizados, el juez y el secretario veían a la niña-mujer aletear como un ave, empinarse como una danzarina, agacharse y alzarse, sonreír y enojarse, modificar la voz y duplicarla, imitarse a sí misma y a Gumercindo Tello, y, por fin, caer de hinojos y declarar (se, le) su amor. El Dr. Dn. Barreda y Zaldívar estiró una mano, balbuceó que bastaba, pero ya la víctima locuaz iba explicando que el mecánico la había amenazado con un cuchillo así, y se le había abalanzado así, haciéndola resbalar así y tirándose sobre ella así y cogiéndole la falda así, y en ese momento el juez -pálido, noble, mayestático, iracundo profeta bíblico- se incorporó en el asiento y rugió: “¡Basta! ¡Basta! ¡Suficiente!». Era la primera vez en su vida que levantaba la voz.

      Desde el suelo, donde se había tendido al llegar al punto neurálgico de su gráfica deposición, Sarita Huanca Salaverría miraba asustada al índice que parecía fulminarla.

      – No necesito saber más -repitió, más suavemente, el magistrado-. Ponte de pie, alísate la falda, vuelve donde tus padres.

      La víctima se incorporó, asintiendo, con una carita descargada de todo histrionismo e impudor, niña de nuevo, visiblemente compungida. Haciendo venias humildes fue retrocediendo hasta la puerta y salió. El juez se volvió entonces al secretario y, con tono medido, nada irónico, le sugirió que dejara de teclear pues ¿no se daba cuenta acaso que el papel se había deslizado al suelo y que estaba escribiendo sobre el rodillo vacío? Granate, el Dr. Zelaya tartamudeó que lo ocurrido lo había perturbado. El Dr. Dn. Barreda y Zaldívar le sonrió:

      – Nos ha sido dado presenciar un espectáculo fuera de lo común -filosofó el magistrado-. Esa niña tiene el demonio en la sangre y, lo peor, es que probablemente no lo sabe.

      – ¿Es eso lo que los norteamericanos llaman una Lolita, doctor? -intentó acrecentar sus conocimientos el secretario.

      – Sin duda, una Lolita típica -sentenció el juez. Y poniendo al mal tiempo buena cara, lobo de mar irredimible que aun de los ciclones saca lecciones optimistas añadió:- Por lo menos, alegrémonos de saber que en este campo, el coloso del Norte no tiene la exclusiva. Esta aborigen puede pararle el macho a cualquier Lolita gringa.

      – Se comprende que haya sacado de sus casillas al asalariado y que éste la violara -divagó el secretario-. Después de verla y oírla uno juraría que fue ella quien lo desvirgó.

      – Alto ahí, le prohíbo esa clase de presunciones -lo reconvino el juez y el secretario palideció-. Nada de adivinanzas suspicaces. Que comparezca Gumercindo Tello.

      Diez minutos después, cuando lo vio entrar al despacho, escoltado por dos guardias, el Dr. Dn. Barreda y Zaldívar comprendió inmediatamente que la catalogación del secretario era abusiva. No se trataba de un lombrosiano sino de algo, en cierto sentido, muchísimo más grave: de un creyente. Con un escalofrío nemotécnico que le erizó los vellos del pescuezo, el juez, al ver la cara de Gumercindo Tello, recordó la inmutable mirada del hombre de la bicicleta y la revista “Despierta» con el que había tenido pesadillas, esa mirada tranquilamente testaruda del que sabe, del que no tiene dudas, del que ha resuelto los problemas. Era un muchacho que sin duda no había cumplido aún los treinta años, y cuyo físico enteco, puro hueso y pellejo, pregonaba a los vientos el desprecio que le merecían la comida y la materia, con los cabellos cortados casi al rape, moreno y más bien bajo. Vestía un gris neblina, no dandy ni mendigo, sino medio pelo, seco ya pero muy arrugado por culpa de las bautismales zambullidas, una camisa blanca y unos botines con herrajes. Bastó un vistazo al juez -hombre de olfato antropológico- para saber que sus señas anímicas eran: discreción, sobriedad, ideas fijas, imperturbabilidad y vocación de espíritu. Con mucha crianza, apenas cruzó el umbral, deseó al juez y al secretario unos cordiales buenos días.

      El Dr. Dn. Barreda y Zaldívar ordenó a los guardias que le quitaran las esposas y salieran. Era una costumbre que había nacido con su carrera judicial: aun a los más crapulosos criminales los había interrogado a solas, sin coacción, paternalmente, y en esos tête à tête, éstos solían abrirle su corazón como penitente a confesor. Nunca había tenido que lamentar esta arriesgada práctica. Gumercindo Tello se frotó las muñecas y agradeció la prueba de confianza. El juez le señaló un asiento y el mecánico se sentó, al borde mismo, en actitud erecta, como un hombre al que la noción misma de comodidad incomodaba. El juez compuso mentalmente la divisa que sin duda regía la vida del Testigo: levantarse de la cama con sueño, de la mesa con hambre y (si alguna vez iba) salirse del cine antes del final. Intentó imaginarlo banderillado, incendiado por la infantil vampiresa de la Victoria, pero en el acto canceló esa operación imaginaria como lesiva a los derechos de la defensa. Gumercindo Tello se había puesto a hablar:

      – Es verdad que no prestamos servidumbre a gobiernos, partidos, ejércitos y demás instituciones visibles, que son todas hijastras de Satán -decía con dulzura-, que no juramos fidelidad a ningún trapo con colorines, ni vestimos uniformes, porque no nos engatusan los oropeles ni los disfraces y que no aceptamos los injertos de piel o de sangre, porque lo que Dios hizo la ciencia no lo deshará. Pero nada de eso quiere decir que no cumplamos nuestras obligaciones. Señor juez, estoy a sus órdenes para lo que se le ofrezca y sepa que ni aun con motivos le faltaría el respeto.

      Hablaba de manera pausada, como para facilitar la tarea del secretario, que iba acompañando con música mecanográfica su perorata. El juez le agradeció sus amables propósitos, le hizo saber que respetaba todas las ideas y creencias, muy en especial las religiosas, y se permitió recordarle que no estaba detenido por las que profesaba sino bajo acusación de haber golpeado y violentado a una menor.

      Una sonrisa abstracta cruzó el rostro del muchacho de Moquegua.

      – Testigo es el que testimonia, el que testifica, el que atestigua -reveló su versación en el saber semántico, mirando fijamente al juez-, el que sabiendo que Dios existe lo hace saber, el que conociendo la verdad la hace conocer. Yo soy Testigo y ustedes dos también podrían serlo con un poco de voluntad.

      – Gracias, para otra ocasión -lo interrumpió el juez, levantando el grueso expediente y pasándoselo por los ojos como si fuera un manjar-. El tiempo apremia y esto es lo que importa. Vamos al grano. Y, para principiar, un consejo: lo recomendable, lo que le conviene es la verdad, la limpia verdad.

      El acusado, conmovido por alguna rememoración secreta, suspiró hondo.

      – La verdad, la verdad -murmuró con tristeza-. ¿Cuál, señor juez? ¿No se tratará, más bien, de esas calumnias, de esos contrabandos, de esas supercherías vaticanas que, aprovechando la ingenuidad del vulgo, nos quieren hacer pasar por la verdad? Modestia aparte, yo creo que conozco la verdad, pero, y se lo pregunto sin ofensa, ¿la conoce usted?

      – Me propongo conocerla -dijo el juez, astutamente, palmoteando el cartapacio.

      ¿La verdad en torno a la fantasía de la cruz, a la broma de Pedro y la piedra, a las mitras, tal vez a la tomadura de pelo papal de la inmortalidad del alma? -se preguntaba sarcásticamente Gumercindo Tello.

      – La verdad en torno al delito cometido por usted al abusar de la menor Sarita Huanca Salaverría -contraatacó el magistrado-. La verdad en torno a ese atropello a una inocente de trece años. La verdad en torno a los golpes que le propinó, a las amenazas con que la aterrorizó, al estupro con que la humilló y tal vez preñó.

      La voz del magistrado se había ido elevando, acusatoria y olímpica. Gumercindo Tello lo miraba muy serio, rígido como la silla que ocupaba, sin indicios de confusión ni arrepentimiento. Por fin, meneó la cabeza con suavidad de res:

      – Estoy preparado para cualquier prueba a que quiera someterme Jehová -aseguró.

      – No se trata de Dios sino de usted -lo regresó a la tierra el magistrado-. De sus apetitos, de su lujuria, de su libido.

      – Se trata siempre de Dios, señor juez -se empecinó Gumercindo Tello-. Nunca de usted, ni de mí, ni de nadie. De Él, sólo de Él.

      – Sea usted responsable -lo exhortó el juez-. Aténgase a los hechos. Admita su falta y la Justicia tal vez lo considere. Proceda como el hombre religioso que trata de hacerme creer que es.

      – Me arrepiento de todas mis culpas, que son infinitas -dijo, lúgubremente, Gumercindo Tello-. Sé muy bien que soy un pecador, señor juez.

      – Bien, los hechos concretos -lo apremió el Dr. Dn. Barreda y Zaldívar–. Puntualíceme, sin regodeos morbosos ni jeremiadas cómo fue que la violó.

      Pero el Testigo ya había prorrumpido en sollozos, cubriéndose la cara con las manos. El magistrado no se inmutó. Estaba habituado a las bruscas alternancias ciclotímicas de los acusados y sabía aprovecharlas para la averiguación de los hechos. Viendo a Gumercindo Tello así, cabizbajo, su cuerpo agitado, sus manos húmedas de lágrimas, el Dr. Dn. Barreda y Zaldívar se dijo, sobrio orgullo de profesional que comprueba la eficacia de su técnica, que el acusado había llegado a ese climático estado emotivo en el que, inapto ya para disimular, proferiría ansiosa, espontánea, caudalosamente la verdad.

      – Datos, datos -insistió-. Hechos, lugares, posiciones, palabras dichas, actos actuados. ¡Vamos, valor!

      – Es que no sé mentir, señor juez -balbuceó Gumercindo Tello, entre hipos-. Estoy dispuesto a sufrir lo que sea, insulto, cárcel, deshonor. ¡Pero no puedo mentir! ¡Nunca aprendí, no soy capaz!

      – Bien, bien, esa incapacidad lo honra -exclamó, con gesto alentador, el juez-. Demuéstremela. Vamos, ¿cómo fue que la violó?

      – Ahí está el problema -se desesperó, tragando babas, el Testigo-. ¡Es que yo no la violé!

      – Voy a decirle algo, señor Tello -silabeó, suavidad de serpiente que es todavía más despectiva, el magistrado:- ¡Es usted un falso Testigo de Jehová! ¡Un impostor!

      – No la he tocado, jamás le hablé a solas, ayer ni siquiera la vi -decía, corderillo que bala, Gumercindo Tello.

      – Un cínico, un farsante, un prevaricador espiritual -sentenciaba, témpano de hielo, el juez-. Si la Justicia y la Moral no le importan, respete al menos a ese Dios que tanto nombra. Piense en que ahora mismo lo ve, en lo asqueado que debe estar al oírlo mentir.

      – Ni con la mirada ni con el pensamiento he ofendido a esa niña -repitió, con acento desgarrador, Gumercindo Tello.

      – La ha amenazado, golpeado y violado -se destempló la voz del magistrado-. ¡Con su sucia lujuria, señor Tello!

      – ¿Con-mi-su-cia-lu-ju-ria? -repitió, hombre que acaba de recibir un martillazo, el Testigo.

      – Con su sucia lujuria, sí señor -refrendó el magistrado, y, luego de una pausa creativa:- ¡Con su pene pecador!

      – ¿Con-mi-pe-ne-pe-ca-dor? -tartamudeó, voz desfalleciente y expresión de pasmo, el acusado-. ¿Mi-pene-pe-ca-dor-ha-di-cho-us-ted?

      Estrambóticos y estrábicos, saltamontes atónitos, sus ojos pasearon del secretario al juez, del suelo al techo, de la silla al escritorio y allí permanecieron, recorriendo papeles, expedientes, secantes. Hasta que se iluminaron sobre el cortapapeles Tiahuanaco que descollaba entre todos los objetos con artístico centelleo prehispánico. Entonces, movimiento tan rápido que no dio tiempo al juez ni al secretario a intentar un gesto para impedirlo, Gumercindo Tello estiró la mano y se apoderó del puñal. No hizo ningún ademán amenazador, todo lo contrario, estrechó, madre que abriga a su pequeño, el plateado cuchillo contra su pecho, y dirigió una tranquilizadora, bondadosa, triste mirada a los dos hombres petrificados de sorpresa.

      – Me ofenden creyendo que podría lastimarlos -dijo con voz de penitente.

      – No podrá huir jamás, insensato -le advirtió, reponiéndose, el magistrado-. El Palacio de Justicia está lleno de guardias, lo matarán.

      – ¿Huir yo? -preguntó con ironía el mecánico-. Qué poco me conoce, señor juez.

      – ¿No ve que se está delatando? -insistió el magistrado-. Devuélvame el cortapapeles.

      – Lo he cogido prestado para probar mi inocencia -explicó serenamente Gumercindo Tello.

      El juez y el secretario se miraron. El acusado se había puesto de pie. Tenía una expresión nazarena, en su mano derecha el cuchillo despedía un brillo premonitorio y terrible. Su mano izquierda se deslizó sin prisa hacia la ranura del pantalón que ocultaba el cierre relámpago y, mientras, iba diciendo con voz adolorida:

      – Yo soy puro, señor juez, yo no he conocido mujer. A mí, eso que otros usan para pecar, sólo me sirve para hacer pipí…

      – Alto ahí -lo interrumpió, con una sospecha atroz, el Dr. Dn. Barreda y Zaldívar–. ¿Qué va usted a hacer?

      – Cortarlo y botarlo a la basura para probarle lo poco que me importa -replicó el acusado, mostrando con el mentón el cesto de papeles.

      Hablaba sin soberbia, con tranquila determinación. El juez y el secretario, boquiabiertos, no atinaban a gritar. Gumercindo Tello tenía ya en la mano izquierda el cuerpo del delito y elevaba el cuchillo para, verdugo que blande el hacha y mide la trayectoria hacia el cuello del condenado, dejarlo caer y consumar la inconcebible prueba.

      ¿Lo haría? ¿Se privaría así, de un tajo, de su integridad? ¿Sacrificaría su cuerpo, su juventud, su honor, en pos de una demostración ético-abstracta? ¿Convertiría Gumercindo Tello el más respetable despacho judicial de Lima en ara de sacrificios? ¿Cómo terminaría ese drama forense?