Pasajero Miércoles, 24 julio 2019

El placer de no entender

*Este post no contiene spoilers de ninguna de las ficciones mencionadas.

La segunda temporada de Dark nos recuerda que no entender completamente una ficción no limita nuestra experiencia como espectadores (o lectores) sino que, por el contrario, la enriquece.

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Dark (2017 y 2019), serie de Netflix creada por Baran bo Odar y Jantje Friese.

Yo distingo las pastruladas en dos tipos: las que me gustan y las que no. No se trata de que las entienda (son pastruladas precisamente porque no las entiendo) sino de que me atraigan: aquello que dicen, sugieren o callan debe llamar mi atención lo suficiente como para que insista en ellas aunque no tenga claro de qué van ni cómo están hechas.

Eso me pasa, por ejemplo, con Dark, la serie alemana de Netflix. Dark trabaja con las genealogías y, por lo tanto, como cuando leímos Cien años de soledad, debemos prestar atención para no confundir personajes, parentescos y relaciones. Ahora, sería muy inocente pensar que lo más complicado de Cien años de soledad es su genealogía. Tanto en la novela de García Márquez como en esta serie, ese escollo se supera, como decía, con un poco de atención. Sin embargo, el asunto no acaba allí: aunque se nutre de simbología cristiana y novela negra, la referencia central de Dark es todavía más antigua: creo que la serie es una actualización de Edipo rey, el drama griego de Sófocles que advierte sobre la inexorabilidad del destino. Y digo creo, porque puedo estarme inventando todo. Al no entender, me agarraba de donde podía, relacionaba lo que veía con lo que recordaba para darle forma al conjunto y seguirle el paso. No he mencionado las dimensiones paralelas, las realidades alternas y todo el rollo físico que atraviesa la serie, porque simplemente me supera. No soy demasiado sensible a la ciencia ficción (ni a la ciencia a secas, ya que estamos), de modo que, en mi caso, acepté todos esos elementos sin detenerme en su verosimilitud.

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The OA (dos temporadas, 2016 y 2019), serie de Netflix creada por Brit Marling y Zal Batmanglij

Algo similar me ocurrió con The OA (también disponible en Netflix). Mientras la veía, muy confundido y entendiendo apenas, pero siempre interesado, tenía la impresión de estar leyendo las novelas que más me gustan (y menos entiendo) de Haruki Murakami (sus novelas con menos sadboys y menos amantes desgraciados): Crónica del pájaro que da cuerda al mundo y Kafka en la orilla. Y mientras veía la serie y recordaba a Murakami, también me imaginaba escuchando las canciones de Sia y viendo esos videoclips suyos que protagoniza la bailarina Maddie Ziegler (sobre todo Chandelier y Elastic Heart). ¿Puedo decir que entendí cualquiera de los títulos que he mencionado? No. Ni The OA, ni las novelas de Murakami, ni las canciones de Sia (no hablo inglés) ni las coreografías de sus videoclips (no sé nada de danza, menos todavía de la contemporánea). Pero en cada caso, disfruté muchísimo inventar donde había huecos, imaginar, dejarme llevar por el impacto de lo incomprensible.

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La casa de papel (tres temporadas, dos lanzadas en 2017 y una en 2019), serie creada por Álex Pina, primero para Antena 3 y luego para Netflix

Ese no entender constituye una de las mejores experiencias que puede ofrecernos una ficción: nos obliga a interpretar, siembra dudas e hipótesis que nos persiguen incluso cuando salimos del cine o cerramos el libro. Cuando hemos comprendido a cabalidad una historia, en cambio, el efecto muere con la trama. Pensemos, por ejemplo, en La casa de papel. Es una serie amena, por momentos trepidante, clara en su premisa. Al menos en las dos primeras temporadas, que son las que he visto, mantiene la atención del espectador hasta el final. Funciona. Y, sin embargo, ¿hay algo en ella que no hayamos entendido? ¿Hay una imagen descolocada, una línea que se derive de ella y que siga persiguiéndonos? Es cierto, La casa de papel rinde homenaje a ficciones previas, hace guiños y referencias a su tradición, pero hasta en eso es bastante clara. Y esa claridad, me parece, no es una virtud sino un demérito.

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La experiencia de no entender una ficción se nos ofrece desde que somos muy pequeños. Lamentablemente, muchos de nosotros, por vergüenza ante lo incomprensible, por flojera o por temor (en mi caso, una suma de las tres) terminamos acomodándonos en el espacio seguro pero infértil de la claridad.

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Toy Story 4, última película de la saga de Pixar. La primera fue estrenada en 1995.

Justo hace unos días, vi que en Twitter algunos usuarios advertían a los padres de familia que, por si acaso, Toy Story 4 “no está hecha para niños” porque trata temas muy complejos. Esto último es verdad: la película aborda, entre otros, asuntos como la angustia ante el sinsentido de la existencia, la necesidad de la fe, la búsqueda de identidad (o el fin de la amistad masculina como hasta ahora la conocíamos, según señala Jorge Carrión en este artículo).

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El Rey León, de Disney, fue estrenada en 1994.

Sin embargo, ¿acaso la ficción infantil no ha tratado siempre temas complejos? Yo tengo 30 años, y la primera película que recuerdo haber visto en el cine fue El Rey León (1994), que acaba de versionarse en live action. ¿En serio alguien cree que un niño de cinco años puede entender una ficción que reelabora el drama shakesperiano de Hamlet? Por supuesto que no, y esa es precisamente la gracia. Ahora que Netflix ha incorporado Evangelion a su catálogo, no han demorado nada en salir los ancianos de mi generación a clamar que “estos jóvenes de ahora” (a los que, en un escandaloso disparo a los pies, llaman millennials) no entenderán las sutilezas de esa obra de arte monumental, la joya más preciada del anime. No, claro que no las entenderán, como no las entendimos nosotros. ¿Y eso nos impidió disfrutarla? La experiencia del arte, aunque nos enseña a entender, va más allá del entendimiento mismo: expande nuestra sensibilidad, nos aproxima a otras formas de saber, nos brinda puntos de conexión con historias pasadas y futuras.

Toy Story, El Rey León, Evangelion: es como si las ficciones de nuestra infancia hubiesen vuelto para recordarnos que no se trata solo de entender: nosotros no entendimos esas historias cuando las vimos por primera vez, y cuánto les debemos.