Pasajero Miércoles, 19 diciembre 2018

¿Quién arruina la Navidad?

En su última columna para La República, Marco Sifuentes dice que

Uno puede ser creyente o ateo, fervoroso o desentendido, da lo mismo. La navidad en nuestro país tiene un sentido de celebración de la comunidad familiar; de compartir una comida especial con tu tribu; de desconexión con todo lo demás; de refugio en tu origen. Como si nada más existiera, salvo el calor de tu clan.

Aunque la columna de Sifuentes se refiere a un asunto de coyuntura política (el descabezamiento del Equipo Especial Lava Jato que, aprovechando las fiestas, ejecutaría el inefable Pedro Chávarry), tomo su definición de Navidad porque me parece más o menos exacta: si le quitamos la carga religiosa y la (todavía más pesada) carga de desesperación consumista, la Navidad podría ser ese espacio íntimo de encuentro y celebración familiar, entendiendo a la familia como el reducto de parientes o amigos que constituyen nuestro grupo más cercano.

Si la Navidad es o podría ser un evento que convoca la alegría familiar, ¿por qué para tantas personas es un martirio? No me refiero a los que están lejos o a quienes sobrellevan el duelo de una pérdida reciente. ¿Por qué, en la misma familia, lo que para algunos es motivo de fiesta, para otros es un mal inevitable?

Tomada de www.madriz.com

Tomada de www.madriz.com

Casi todos tenemos un familiar (suele ser joven y, sobre todo últimamente, mujer) que parece estar en la cena por obligación. Durante la comida, su mirada y sus actitudes delatan su incomodidad, y cuando por fin abre la boca sus comentarios son evasivos, cuando no abiertamente hostiles. A veces, cuando se digna a hablar, lo hace para dar la contra a todos. Incluso su forma de vestir, tan fuera de lugar en una reunión familiar, incluso sus aretes, sus tatuajes, su vocabulario, todo parece una provocación, un “a ver, dime algo”. Pero no, ni se te ocurra decírselo, o hacer una broma al respecto, por cariñosa que te parezca: inmediatamente se ofenderá, y entonces todos tendrán que soplarse su sermón, su berrinche o su silencio.

Detengámonos aquí. Es cierto que los jóvenes son vehementes, y que muchas veces su insolencia y su petulancia les juegan en contra. Pero también es cierto que no suelen actuar gratuitamente: responden a los estímulos del entorno, y a veces el entorno merece (y necesita) una respuesta.

Las cenas de Navidad suponen reencuentros: gentes que se ven poco durante el año, personas que en la práctica no se conocen, y que aprovechan estas reuniones para conectarse con su familia. Ese clima, ya de por sí, es tenso: implica superar diferencias, posponer discusiones o rencillas, disponerse a obviar los temas incómodos y a tener, en lo posible, un momento de paz. Ese pacto suele funcionar con todos, menos con los jóvenes: o no están dispuestos a acatar la tregua, o alguien más decide romperla precisamente con ellos. Y allí empieza la jarana.

Porque, aunque en la configuración familiar es común tener a una joven respondona, es mucho más común todavía encontrar a la tía que no tarde en preguntar si este año ya te casas, y si ya estás casada que para cuándo los hijos, y si ya tienes uno que para cuándo la parejita, y así, al infinito. Tan común es esa tía como el primo mayor, al que económicamente le ha ido más o menos bien y es visto por los adultos como el ejemplo a seguir: él mismo se siente guía de su generación familiar, y entonces habla de lo que no sabe, da consejos que nadie le ha pedido y opina sobre la carrera que escogiste, el deporte que practicas, la pareja que tienes o las metas que has trazado para tu vida. ¿Ya hablamos de los parientes que usan tu cuerpo como tema de conversación, disfrazándolo de preocupación por ti? Si has subido de peso, si esos tatuajes te dan una mala imagen, si estás usando ropa que no combina, que no te queda o que “no corresponde a la ocasión”. ¿Ya hablamos de los tíos, primos y demás varones que departen en la mesa familiar mientras las mujeres van de un lado a otro cargando fuentes, sirviendo la comida, lavando los platos? ¿Ya hablamos de los chistes machistas o racistas que se sueltan como bromas inofensivas? ¿Ya hablamos del tío que atormenta al sobrino gay o a la prima lesbiana, el que cuestiona la orientación sexual del primer varón que se pone un mandil para lavar los platos? Los tíos que comentan un tema “coyuntural”: ¿quieren discutirlo o quieren pontificar sobre él? ¿Ya dijo algo el que justifica la última violación que salió en las noticias “porque ella se lo buscó”? ¿Por qué su respuesta final es siempre una variante del “cuando tengas mi edad, entenderás”?

La pregunta inevitable es: ¿por qué alguien tendría que soportar todo eso sin decir nada o sin evidenciar su fastidio? ¿Qué vale tanto como para aguantar en silencio esos martillazos de crueldad y estupidez? ¿En qué momento autorizamos que nuestra forma de ser y de vivir se convierta en un tema sobre el que todos tienen derecho a opinar?

Si hay adolescentes que no tienen más remedio que estar allí, si hay personas que aceptan participar por el amor que sienten por algún miembro de la familia, ¿qué podría garantizar que la Navidad sea, para todos los asistentes, un momento de relativa paz?

Mientras ese misterio se resuelve, parece que lo único que podemos hacer es tomar partido. El abuelo rabiosamente conservador, la tía machista y el primo sabelotodo tendrán siempre a la mayoría de su lado: los que no los apoyan abiertamente, están resignados a que sean como son, así que guardan silencio. Las jóvenes feministas, los parientes LGTB, los adolescentes contestatarios siempre serán los menos, y por eso son vistos como los que perturban la fiesta: los ataques contra ellos se dan por hechos, lo que sorprende y molesta es que atrevan a responder. ¿Por qué los demás adultos nos quedamos callados? El silencio (que mantenemos para llevar la fiesta en paz) nos hace cómplices de esas formas normalizadas de violencia familiar. Si estamos de acuerdo con los jóvenes, digámoslo. Si no, también, pero sin caer en la condescendencia del “eres muy joven para entenderlo”. Tomemos en serio lo que dicen y discutamos: aprenderán y aprenderemos. Aunque parezca increíble, los adultos todavía tenemos mucho que aprender de los más jóvenes.

Si hemos dejado que la Navidad se convierta, para algunos de nuestros familiares, en una experiencia incómoda y dolorosa, quizás sea el momento de incomodar a los demás, y equilibrar la mesa hasta que la cena navideña garantice, para todos, un momento de paz.