Pasajero Miércoles, 24 mayo 2017

La incorrección política (o mi derecho a seguir burlándome ti, feminazi-maricón)

El año pasado, en el contexto de Ni Una Menos, muchas personas “críticas del feminismo” tuvieron una revelación: luego de pasarse buen tiempo jodiendo por joder a las feministas (cuyas ideas y exigencias nunca se habían preocupado por comprender mínimamente), un día de pronto amanecieron y vieron la luz: puta madre, tenían razón. Las matan y las violan y las acosan, caramba, qué increíble, ¿no? Uno piensa que eso pasa allá lejos pero qué cerca, qué pena, qué rabia. Incluso dio la impresión de que, de alguna manera, se asumían como parte del problema, y uno podía leer los textos que entonces publicaron como propósitos de enmienda.

Ahí está la clave: si ellos (como estoy casi seguro de que es el caso) no violentaban mujeres antes de Ni Una Menos, al menos no directamente, ¿qué es lo que iban a cambiar? (1)

Porque algo debemos cambiar, ¿no? Creo que cualquier hombre que hace ese tránsito aprende al menos cinco cosas: la primera es que, efectivamente, somos parte del problema. Reconocerlo ayuda a examinar nuestra propia experiencia.

La segunda es que, si no queremos limitarnos a las palabras o la pose, algo en nuestra vida debe cambiar de verdad: nuestro lenguaje, nuestra vida familiar, nuestra forma de entender las relaciones de pareja, nuestros ritos, nuestro sentido del humor, nuestra relación con amigos y parientes, así como con los demás hombres de nuestro entorno, etcétera. Si nada cambia, entonces estamos haciendo trampa.

La tercera es que ese proceso nos resultará incómodo y no terminará nunca: de pronto empezaremos a tener algunas actitudes o puntos de vista que antes nos parecían extremistas o paranoicos: aunque lleguemos a ellos como consecuencia de los pasos anteriores, es probable que nuestro entorno (sobre todo los hombres de nuestro entorno) los reciba como eso: paranoia y exageración (2).

La cuarta cosa que aprendemos es que nuestro lugar está donde está nuestra tarea, y la primera (y más importante) tarea que tenemos somos nosotros mismos y, en segundo lugar, los otros hombres: el liderazgo, la voz cantante y la visibilidad de los movimientos feministas les corresponden a las mujeres. Nosotros acompañamos.

Finalmente, creo que esa experiencia nos ayuda (sobre todo a los hombres heterosexuales cisgénero) a generar empatía con otras poblaciones vulnerables, como la comunidad LGTBI. El feminismo fue el primer movimiento en abrazar su causa, y creo que por las mismas razones.

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¿Por qué todo este rollo? Porque creo que ese es más o menos el proceso de quien asume su responsabilidad en esta problemática. Volvamos al inicio: si no golpeamos ni acosamos ni violamos mujeres, pero nos reconocemos parte del problema, ¿a qué nos referimos? ¿Qué quisimos decir cuando afirmamos que teníamos ahora otra visión del feminismo? ¿O es que tuvo que pasar Ni Una Menos para que descubriéramos, por fin, que las mujeres también podían votar e ir a la universidad, y que nadie tenía por qué matarlas a golpes?

Precisamente sobre esa tarea es que quisiera decir algo: da la impresión de que muchos de nosotros, que en el algún momento abrimos los ojos a la violencia de género, ahora hemos vuelto al punto de partida (o nunca salimos de allí): yo no mato, no violo, no acoso, así que, de aquí en más, no voy a moverme un centímetro: el lenguaje inclusivo es una cagada que acabará con la lengua de Cervantes; qué puedes hacer si te dan risa los chistes sobre maricones y feminazis y trans; qué eso de micromachismos: me enseñaron a ser un caballero y me moriré así. Y ay de los intolerantes que no me aguanten la gracia, porque esto de la corrección política y la suficiencia moral de los censores nos está volviendo paranoicos a todos y está acabando con las individualidades pensantes.

Tal cual: no nos movimos ni un centímetro.

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Y ya que hablamos de eso, creo que quienes acusan a los demás de corrección política (es decir, de ubicarse, por miedo o por soberbia, en una imaginaria autoridad moral) en realidad lo hacen subidos desde otra altura, que, si bien intelectual antes que moral, es igualmente imaginaria: como si fueran abanderados de la razón que, armados con su sola inteligencia y la fuerza de su sentido común, han logrado superar la corrección política y ahora están por encima de ella.

Ajá, yo creo exactamente lo mismo: quien quiere jugársela fuera de la corrección política está en todo su derecho: puede que sus exploraciones ensanchen el panorama hasta enriquecerlo, o ponerlo en cuestión, o traérselo abajo. En alguna medida, supongo, los movimientos que han ampliado los derechos hasta universalizarlos, así como quienes han experimentado en el arte y en la ciencia hasta conseguir resultados desconocidos y maravillosos, son gente que apostó fuera de la corrección. (3)

Sin embargo, decía, también puede ser que, por políticamente incorrecto, metas la pata, te equivoques, digas algo que no quisiste decir o que no pensaste bien o que desconocías. Puede ser, en suma, que la cagues: es el riesgo y está bien, es el precio que pagan los que se atreven. Tampoco es el fin del mundo, ah: al menos por aquí, nadie ha perdido la chamba por ser políticamente incorrecto (menciona a Phillip Butters, vamos, o a Macho Peruano que se Respeta: vamos, menciónalos). Nadie ha visto amenazada su vida por llamar maricón o puta a nadie, nadie fue despedido de su trabajo por ir a la Marcha por la Vida. (4) (5)

Adivina quiénes sí viven en situaciones vulnerables por ser lo que son: ¿necesitas más testimonios de violencia que te abran los ojos?

Lo que no estaría bien, en tu valiente lucha por el Conocimiento y la Libertad, es que quieras cobrar por una apuesta que no has hecho, o peor todavía: que esperes siempre aplausos o respetuoso silencio, incluso cuando te equivoques. No funciona así: no eres valiente por pensar, decir o hacer lo que te dé la gana: eres valiente por aceptar las consecuencias de haberlo hecho. Y como te decía hace un ratito, de momento aceptar esas consecuencias es, a lo mucho, que en tus redes sociales alguien te diga que lo que acabas de decir es una cojudez. Y ya está.

Ahora bien, si por incorrección política nos referimos a la compulsión adolescente por contar chistes machistas u homofóbicos, bacán: no he dicho nada.

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(1) En Estados Unidos, los movimientos feministas de los sesenta surgieron, a su vez, de otros espacios que cuestionaban a la sociedad y al sistema de su tiempo: la academia, la movida antibélica y las protestas afroamericanas por los derechos civiles. Los movimientos feministas, decía, surgieron de esos espacios, pero no gracias a ellos: cuando las mujeres decidieron tomar la palabra, encontraron una primera barrera: la de sus pares hombres.

No hablamos ya de los machistas declarados, que preferían a las mujeres en sus casas, cocinando y cuidando de los niños. No: los hombres de aquí son los progres, los que miran con agrado que las mujeres participen de sus marchas, asistan a sus mítines y escuchen sus conferencias. Total, han estudiado juntos, comparten con ellas algún interés o alguna condición de marginalidad: se parecen un poco. Sin embargo, cuando ellas dan un paso adelante, cuando salen de la comparsa, a los progres deja de hacerles gracia el asunto.

En el documental She’s Beautiful When She’s Angry (Ella es hermosa cuando está molesta) se menciona, entre otros, el siguiente caso: la activista Marilyn Webb organizó a un grupo de mujeres para asistir, por primera vez como bloque, a una manifestación contra la designación de Richard Nixon. Ellen Willis, que también estuvo allí, cuenta:

Marilyn Web sube al escenario, frente a una gran audiencia de hombres del movimiento de nueva izquierda, e intenta empezar a hablar. Y los hombres comenzaron a silbar y a abuchear. Y decían cosas como: “Bájenla de ahí y fóllensela”. 

(2) Es precisamente a estas mujeres feministas (de mediados de los sesenta en adelante) a quienes muchos creen descalificar llamándolas “de tercera ola”: se asume que, a diferencia de sus precursoras, que luchaban por derechos “de verdad” como el voto y la educación, estas feministas ya no tienen qué reclamar, y su paranoia las lleva a inventarse machismo.

Bueno, a ver: ¿qué caprichos exigían estas mujeres? ¿Qué disparatados privilegios pedían para ellas? Algunos pueden sonarte bastante actuales: igualdad de sueldos y de oportunidades laborales; participación en la vida política desde las bases hasta los puestos de mando; decisión sobre sus cuerpos; corresponsabilidad con los hombres en las tareas del hogar; no imposición del matrimonio, la maternidad o un área limitada de profesiones; guarderías para facilitar el trabajo; aborto libre; búsqueda del placer propio en el sexo; penalización de la violencia que se ejercía contra ellas; conocimiento de su historia: la historia de las mujeres; etcétera.

(3) Hablando solamente de ficción: ¿No es acaso Black Mirror, al menos en capítulos como Oso Blanco y Odio nacional, un producto cultural y estético que problematiza sobre los efectos del linchamiento mediático? ¿No es acaso una interpelación a quienes no habíamos reparado en el peligro que representa conceder un poder real a la “autoridad moral”, sea esta lo que sea?

(4) Por incorrección política me refiero a las propuestas disidentes en esas sociedades avanzadas en las que hay un discurso oficial que, por inclusivo, puede resultar a veces engorroso y sin duda es visto como un delirio por aquí. Porque por aquí el discurso oficial es otro: aunque lo botaran de una radio, Phillip Butters no estuvo más que unos días fuera de los medios: es la voz del sentido común nacional. Ahora tiene un programa de televisión, uno en internet, y uno más de nuevo en la radio, cabeza de sintonía en su horario y promocionado en cada calle de la ciudad: adivinen quién encarna la corrección política en nuestro país, amiguitos. Adivinen a quién le estamos haciendo el juego.

(5) Gracias a Regina Limo llego a El abanico y la cigarrera (1996), una investigación de Francesca Denegri sobre las mujeres ilustradas peruanas del siglo XIX. No tengo el libro conmigo, pero en esta entrevista, la misma Denegri recuerda algunas cosas que Juan de Arona dijo sobre Clorinda Matto de Turner y Mercedes Cabello de Carbonera:

Cuando tras la guerra las “ilustradas” incursionan en territorios masculinos, comienzan los ataques. La prensa se burla abiertamente de Clorinda y de Mercedes. Juan de Arona se burla del acento serrano de Clorinda, de su soltería, y porque nunca tuvo hijos. “Huele a vinagrillo”, escribe, en el sentido de que la leche materna se le ha agriado. A Mercedes  la llaman “machorra”, “mierdeces caballo de carbonera”.

¿Cómo tomaríamos estos comentarios? Es probable que, aunque el término políticamente incorrecto no existiera entonces o no tuviera las implicancias que tiene ahora, la postura fuera más o menos la misma: me atrevo a decir lo que nadie se atreve a decir. Y que quede de recuerdo. Para la historia.