Pasajero Viernes, 24 febrero 2017

Hogwarts se mete con tus hijos

*El post contiene spoilers.

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Inicio de clases en Hogwarts. Su director, Albus Dumbledore, se dirige a los alumnos.

En memoria de Rodrigo Luyo

En la saga de Harry Potter, el lugar más importante de la lucha contra el mal (el mal absoluto, que puede acabar con todo alrededor) no es la ciudad, ni cualquier escenario político o económico: es una escuela. El futuro del mundo mágico (y del no mágico, por extensión) se juega en el Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería.

Es interesante porque los héroes adolescentes de la ficción han ido normalmente poco al colegio (si es que han ido), como si quedara claro que lo interesante ocurre fuera de él. Y eso tiene sentido si tomamos en cuenta que, durante muchos años, se nos ha convencido de que la escuela es una etapa transitoria, un ensayo sin riesgo de lo que será la vida más adelante, y que de ninguna manera lo que hagamos en ella afectará directamente a la sociedad adulta.

Harry Potter, en cambio, insiste en la relevancia del colegio. Su director es el mago vivo más prestigioso del mundo, que goza de una fuerte influencia en los círculos académicos y políticos (preside consejos, participa de la actividad cívica, publica y comenta libros, etcétera). Asimismo, algunos miembros de su plana docente han ostentado importantes cargos públicos o son figuras reconocidas más allá del ámbito escolar. Y son, sobre cualquier cosa, grandes profesores (piensen, por favor, en Minerva McGonagall o en Remus Lupin).

Aunque las clases en sí mismas sean (casi siempre) inofensivas, los hechos sacan al colegio de su “modo seguro”: aquello que aprendan será irremediablemente aplicado en la vida real, más temprano que tarde, y habrá que estar preparados. Piensen en el Ejército de Dumbledore: un entrenamiento intensivo y extracurricular, a partir de la experiencia de uno de sus miembros, para enfrentar la guerra. Profesores y alumnos arriesgarán su vida (y morirán, en muchos casos), en defensa de lo que el colegio representa.

El colegio, a su vez, está para proteger a quienes lo habitan. En la segunda parte de Harry Potter y las Reliquias de la Muerte, hay una escena que grafica muy bien esa figura. Cuando ha empezado ya la guerra, y la invasión de Voldemort es inminente, McGonagall pronuncia el hechizo Piertotum locomotor frente a las paredes del colegio, y les ordena defender a los alumnos. Entonces, gigantes guerreros de piedra se desprenden pesadamente de los muros y empiezan a avanzar. “Hogwarts está en peligro”, les dice McGonagall. “Cubran los bordes, protéjanlos. Cumplan su deber para con la escuela.” El mandato es, en ese momento, una aplicación práctica de una sentencia más bien simbólica: el colegio está para proteger a los alumnos.

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Minerva McGonagall luego de realizar el hechizo Piertotum locomotor.

¿Por qué digo todo esto? Porque, aunque seamos simples muggles, el colegio funciona exactamente igual para nosotros, o debería hacerlo. Es más emocionante si hay hechizos y animales fantásticos, sí, pero su importancia es más o menos equivalente: está para cambiarnos la vida.

Porque ninguna persona que conozca la historia de Harry Potter podría afirmar que la educación en Hogwarts es exclusivamente académica. Sin ir muy lejos, el mismo Tom Riddle fue un alumno brillante, excepcional, cercano a esos profesores que ponderan el talento y establecen círculos de influencia con sus discípulos más notables. Y no puede decirse, sin embargo, que Hogwarts haya logrado con él su cometido.

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Hogwarts cubierta por los hechizos protectores durante el ataque de Voldemort y sus huestes

Pero sí en otros casos. Piensen en Neville Longbotton, el chico que empieza el primer año tímido y torpe, asustado por la imponente presencia de su abuela, y que termina peleando junto a ella en la Batalla de Hogwarts, siete años después. Piensen en Ron, que aunque proveniente de una hermosa familia, encarna muchos prejuicios contra los elfos, los gigantes o los hombres lobo: su formación en el colegio, así como sus experiencias vitales fuera de él, le ayudarán a extirpar estos lastres, por otro lado bastante arraigados incluso en entornos progres como el suyo.

Piensen en Hermione Granger, que encuentra en la escuela, en sus profesores y compañeros, la oportunidad para desarrollar su talento (incluso recibe permisos especiales para adelantar cursos y llevar clases simultáneas). En su caso, incluso eso no es lo más importante: Hermione es una sangre sucia, hija de muggles, pero no lo supo hasta llegar a Hogwarts, a los 11 años: antes de eso, había sido una niña normal en un suburbio de Londres. Asumir su “condición” la llevará a reconocerse como parte de una comunidad históricamente marginada. Consciente de esto, se preocupará por conocerla mejor (cursará Estudios Muggles), y hará suyas causas similares (como su defensa de los elfos domésticos).

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Llegada de los niños de primer año, que tradicionalmente se realiza en balsas que cruzan el lago.

Y así como ellos, están todos los que fueron transformados por la experiencia escolar. Los que aprendieron a observar la realidad con sus propios ojos, y empezaron poco a poco a desconfiar de lo que les contaban sobre ella en casa y en los medios (un saber que muchos no hemos adquirido todavía, incluso siendo ya adultos); los que aprendieron a respetar a los demás, porque aprendieron primero a considerarlos iguales; los que renunciaron a la herencia fascista de la familia; los que, como Harry, tuvieron que aceptar la humanidad de sus ídolos (su padre y Dumbledore, especialmente), y tuvieron tan pronto que aceptar la propia muerte.

Yo sé que parece un disparate comparar una escuela de magia, que además queda en Escocia y no existe, con las escuelas reales y muy reales que tenemos en nuestro país. Sin embargo, creo que es un ejercicio válido: en la ficción de los últimos veinte años, no hay ninguna escuela que haya sido tan influyente como Hogwarts. Si quitamos de ella los elementos mágicos, lo que queda es esa pequeña pero fundamental posibilidad de transformar a nuestros hijos en  personas distintas a nosotros, mejores que nosotros. Para eso van al colegio.

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Remus Lupin como profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras

La última pregunta sería: ¿y cómo sabemos que eso que les están enseñando a nuestros hijos los hará mejores personas? Intuyo que podrías responder a eso con otras dos preguntas: ¿les están enseñando a respetar a los demás? ¿Hay algún derecho que, por ello, se vea afectado? Si la respuesta a la primera pregunta es que sí, y a la segunda que no (y si tenemos en cuenta, además, que no existe el “derecho a criar a mi hijo como me venga en gana”), entonces no hay que temer. Debería preocuparnos, más bien, si ocurriera lo contrario. Además, todo esto no nos quita el derecho de educarlos (y el deber de prepararnos para ello).

Y aunque es una recomendación amigable, corremos contra el reloj: si seguimos enseñando a nuestros hijos que sus creencias pueden imponerse como leyes a los demás, si seguimos educándolos en el miedo y la rabia, la vida va a ser más dura para ellos que para nosotros, porque crecerán en otros tiempos. La historia de la Casa Slytherin debería acompañarnos siempre, como una lección.

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