Pasajero Viernes, 22 julio 2016

#NiUnaMenos: ¿Qué haría Lisbeth Salander? ¿Qué haría Mikael?

Al empezar la semana, el caricaturista Andrés Edery realizó esta brutal ilustración:

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Imagen: Andrés Edery / El Comercio

La imagen recrea una captura del video en que se ve cómo Adriano Pozo arrastra de los pelos a Cindy Contreras por los pasillos de un hotel en Ayacucho. Sin embargo, el agresor ha cambiado, es otro: lleva colgada una medalla de juez. En ese sentido, la caricatura no habla solo de este caso, sino de todos aquellos en los que el Poder Judicial y, por extensión, el Estado, han contribuido a perpetuar la violencia contra las mujeres.

En su cuenta de Facebook, Edery tituló a este dibujo Los hombres que no amaban a las mujeres. Es exactamente sobre eso, sobre ese título, de lo que me gustaría hablar hoy.

Los hombres que no amaban a las mujeres es el nombre de la primera novela de Millennium, la trilogía policial del escritor sueco Stieg Larsson (1954-2004). Se completa con La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina y La reina en el palacio de las corrientes de aire.

Con perdón por la huachafería, en mi vida hay un antes y un después de Millennium: pocos libros me han marcado tanto, y en tantas dimensiones, como los que componen esta saga. Creo que ni siquiera los libros de Vargas Llosa los he recomendado, prestado, perdido y regalado tanto. Cuando un alumno me dice que no le gusta mucho leer pero que le gustaría que le gustase, siempre le sugiero empezar por Millennium. Y cuando ningún alumno pregunta nada sobre libros, igual busco la forma de mencionarlos en clase: ¿Están aburridos? Lean Millennium.  ¿No saben qué hacer estas vacaciones? Lean Millennium. ¿Quieren aprobar el curso? Millennium. Quizá no aprueben, pero mi breve presencia en sus vidas habrá estado justificada.

¿Por qué tanta fascinación? Pues porque es una historia fascinante, muy bien contada. Esta es una definición de historia bien contada que ensaya Mario Vargas Llosa en una conferencia para Lecciones y maestros:

«A lo largo de toda mi vida de escritor (quizá esto puedan decirlo todos los escritores), he tenido una ambición que está detrás de todo lo que he escrito: contar una historia bien contada. ¿Qué es una historia bien contada? Seguramente, sobre esto habría muchas discrepancias. Para mí, una historia bien contada es una historia que el lector no tiene la impresión de leer, sino [de] vivir, una historia que, por su poder de persuasión interno, anula la distancia entre lo escrito y el lector, elimina esa actitud crítica con que, inevitablemente, nos acercamos siempre a un texto literario. Y, en un momento dado, da la impresión al lector de que las palabras se han eclipsado y que las reemplazan los hechos, los paisajes, la realidad pura, viva: una historia que parece vivida, no leída».               

Bueno, y exactamente eso le ocurrió al Vargas Llosa lector con Millennium. En su columna sobre la trilogía, dice:

«[…] Acabo de pasar unas semanas, con todas mis defensas críticas de lector arrasadas por la fuerza ciclónica de una historia, leyendo los tres voluminosos tomos de Millennium, unas 2.100 páginas, la trilogía de Stieg Larsson, con la felicidad y la excitación febril con que de niño y adolescente leí la serie de Dumas sobre los mosqueteros o las novelas de Dickens y de Victor Hugo, preguntándome a cada vuelta de página «¿Y ahora qué, qué va a pasar?» y demorando la lectura por la angustia premonitoria de saber que aquella historia se iba a terminar pronto sumiéndome en la orfandad».

[Esa sensación debieron tener (qué envidia) los que leyeron Harry Potter conforme iban saliendo los libros. Y también los que, año a año, esperan el estreno de Game of Thrones].

Ahora bien, no solo me encanta Millennium porque es una historia brutal. Además, me acercó al feminismo, del que hasta entonces ni siquiera conocía la definición del diccionario. Sabía de la violencia, del acoso, de las muertes, pero en términos bastante gaseosos y lejanos. Millennium me agarró del pescuezo y me obligó a mirar, a saber, a enterarme del horror.

Mientras leía los testimonios de #NiUnaMenos, no podía evitar recordar las historias sobre mujeres que se narran en la saga de Larsson (violadas por sujetos que tenían sobre ellas alguna relación de poder, despreciadas y perseguidas por la forma en que habían decidido vivir su vida sexual, ignoradas por las autoridades y los medios, explotadas sexualmente, menospreciadas, perseguidas, asesinadas). El primer libro abre cada capítulo con estadísticas reales y terribles sobre la violencia sexual que sufren las mujeres en Suecia. EN SUECIA. ¿Se imaginan lo que está pasando aquí?

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Lisbeth Salander según Andrés Edery

Ante esos atropellos, Lisbeth aparece como una justiciera. Cuando se trata de las mujeres y de lo que se hace contra ellas, su tabla de principios es implacable: tocas a una, la tocas a ella.

Vargas Llosa se rinde ante Lisbeth, sin hacerle justicia suficiente:

«Menos mal que está allí esa muchacha pequeñita y esquelética, horadada de colguijos, tatuada con dragones, de pelos puercoespín, cuya arma letal no es una espada ni un revólver sino un ordenador con el que puede convertirse en Dios -bueno, en Diosa-, ser omnisciente, ubicua, violentar todas las intimidades para llegar a la verdad, y enfrentarse, con esa desdeñosa indiferencia de su carita indócil con la que oculta al mundo la infinita ternura, limpieza moral y voluntad justiciera que la habita, a los asesinos, pervertidos, traficantes y canallas que pululan a su alrededor».

Para mí fue todavía más que eso. Desde entonces, Lisbeth se hizo mi amiga. O más precisamente: desde entonces quiero ser su amigo, quiero merecer su amistad. Una vez encontré en internet la foto de un brazalete que tenía grabada, en inglés, esta pregunta: ¿Qué haría Lisbeth? Bueno, tal cual. Cuando voy a hacer o decir algo corre el riesgo de ser machista, me pregunto lo mismo: en mi lugar, ¿qué haría Lisbeth? ¿Y qué pensaría si me ve actuar así? Ella modela mi consciencia feminista, y es la primera de mi santuario de heroínas ficticias, a las que consulto antes de actuar: Jessica Jones, Beatrix Kiddo, Hermione Granger y las hermanas Sansa y Arya Stark.

Me gustaría aclararte que todo esto lo digo más para mí que para ti, que estás leyendo. Es como si lo fuera procesando mientras lo escribo. Puede que te parezca un poco payaso el ejercicio, o incluso ofensivo, habiendo tantos casos reales, tanta violencia real. Es cierto. Pero, por alguna razón, estas mujeres imaginarias me ayudaron a acercarme, o a saber cómo acercarme, a las mujeres reales y sus aún más reales problemas.

Millennium también ayuda a ubicar el papel que nos corresponde a los hombres en la lucha feminista.

Otra vez, Vargas Llosa:

«[…] El gran éxito de Stieg Larsson es haber invertido los términos acostumbrados y haber hecho del personaje femenino el ser más activo, valeroso, audaz e inteligente de la historia y de Mikael, el periodista fornicario, un magnífico segundón, algo pasivo pero simpático, de buena entraña y un sentido de la decencia infalible y poco menos que biológico».

Así como Mikael, los otros personajes de Millennium que encarnan el rol de hombres feministas son todos aquellos que no están para protagonizar nada, ni para juzgar ni para pedir explicaciones: solo quieren comprender y ayudar. Entre ellos, se encuentra el ex-boxeador Paolo Roberto, el empresario Dragan Armanskij, el periodista Dag Svensson, el policía Jan Bublanski, etcétera.

Algo que sí debo mencionar es que, hasta donde recuerdo, la palabra feminista no aparece en el texto para referirse a ninguno de los personajes. Quizá sí, no lo recuerdo. El feminismo no está dicho sino encarnado. No hay contrabando ideológico y la historia no está subordinada al mensaje. Pero es imposible leer la saga y no encontrarla feminista. Cuando, más tarde, me di con el término y su significado, lo primero que pensé fue: esto es Millennium. (El proceso inverso me ocurrió con Thelma & Louis, que vi recién hace unas semanas, y que me pareció una hermosa película cabalmente feminista).

Ahora volvamos a la caricatura de Andrés Edery. En sueco, el primer libro se titula Män som hatar kvinnor, es decir, Hombres que odian a las mujeres. Para la edición en castellano, sin embargo, Destino optó por una traducción más libre: Los hombres que no amaban a las mujeres. ¿Por qué el cambio? Pues quizá por un asunto publicitario, de pegada. Pero yo creo que esa pequeñísima variación pinta mejor el espíritu de toda la saga (es más: pinta mejor el espíritu de los dos últimos libros que del primero).

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Rooney Mara como Lisbeth Salander. Imagen de: ballermindframe

Porque en los tres libros de Stieg Larsson, Lisbeth Salander  se enfrenta no solamente a quienes la odian por ser mujer. Estos sujetos son despiadados y despreciables (acosadores, violadores, psicópatas, tratantes de personas, asesinos), pero son los menos. Los otros enemigos de Lisbeth, allá en la desarrollada Suecia, son los mismos que tienen, en el Perú, las mujeres que padecen algún tipo de violencia.

No solo quienes las asesinan, les pegan, las insultan o discriminan: Lisbeth y las mujeres peruanas deben enfrentar, además, a un Estado ineficiente y cuadriculado, que no castiga a quienes actúan así contra ellas, que matiza los crímenes culpando a las víctimas, que legisla de acuerdo a sus creencias y no a la ley que permite nuestra convivencia social.

Se enfrentan, también, a los que sin haber tocado ni insultado nunca a una mujer, justifican que otros lo hagan: desde sus espacios en las iglesias, las escuelas, los medios de comunicación y los centros de trabajo. Todos los que piensan que las mujeres “provocan” el abuso que padecen, que merecen el maltrato si persisten en estar con alguien agresivo, que deben ganarse el respeto, que deben ser de esta manera y de esta otra sino quieren ser mal vistas, que no deberían vestirse así ni hablar así ni emborracharse así.

Se enfrentan, por supuesto, a los que asumen que su sentido común es más poderoso que cualquier información, que cualquier estadística: ellos no necesitan investigar ni comprender nada, eso es para los borregos que nacieron sin inteligencia suficiente para pensar por sí mismos. Por eso, pontifican sobre lo que es y no es el feminismo, y cómo debe hacerse y cómo no. Y feminazi intolerante a la que les haga ver que están orinando fuera del wáter.

Se enfrentan al qué habrás hecho, a el amor lo puede todo, al por qué lo provocaste; a los suegros, padres, cuñados y hermanos que asumen la violencia como parte de la «privacidad» de una relación de pareja.

Se enfrentan a desconocidos y a gente que quieren, se enfrentan a otras mujeres, se enfrentan a una sociedad que ha normalizado tanto el machismo, que sin problemas lo hace pasar por caballerosidad, por amor, por ideales de realización personal (belleza, reputación, matrimonio, maternidad).

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Los tres libros de la saga Millennium escritos por Stieg Larsson. Composición de lafinestradigital

No se trata solo de odiar y no odiar. La indiferencia no es, necesariamente, una variante del odio y, sin embargo, hace tanto daño como el odio mismo. Para detener la violencia contra las mujeres no basta con no odiarlas. Es necesario amarlas, amarlas aunque sea un poco: no como princesitas ni flores que adornan la casa, no porque “todos venimos de una mujer”, sino en el sentido que aquí usa Savater:

«Toda ley escrita no es más que una abreviatura, una simplificación —a menudo imperfecta— de lo que tu semejante puede esperar concretamente de ti, no del Estado o de sus jueces. La vida es demasiado compleja y sutil, las personas somos demasiado distintas, las situaciones son demasiado variadas, a menudo demasiado íntimas, como para que todo quepa en los libros de jurisprudencia. Lo mismo que nadie puede ser libre en tu lugar, también es cierto que nadie puede ser justo por ti si tú no te das cuenta de que debes serlo para vivir bien. Para entender del todo lo que el otro puede esperar de ti no hay más remedio que amarle un poco, aunque no sea más que amarle sólo porque también es humano… y ese pequeño pero importantísimo amor ninguna ley instituida puede imponerlo».

Y con amarlas, dejar de temerles, dejar de asumirlas como objetos o amenazas a la virilidad. Como entendió Mikael Blomkvist, las mujeres no necesitan superhéroes que las salven: les basta, en realidad, con que no las violentemos, no les estorbemos y con que, finalmente, pongamos el hombro. Lo que ha ocurrido con los testimonios de #NiUnaMenos ha sido fundamental para que lo entendamos mejor: no tenemos idea de lo difícil (y, muchas veces, espantoso) que es ser mujer en nuestro país. No podemos ponernos realmente en el lugar de ellas, pero podemos reflexionar sobre nuestro propio lugar: los privilegios de los que gozamos (en las tareas de la casa, en el trabajo, al caminar por la calle o salir de fiesta), la indiferencia con que hemos reaccionado ante la violencia, el silencio ante los abusos de los que nunca nos enteramos, etcétera. Empecemos por allí.