noticias , Pasajero Viernes, 27 mayo 2016

El primer paso para enfrentar al fujimorismo es decirle que no

elcomercio

Factor A & Factor K. Imagen: El Comercio

A estas alturas, comparar a Keiko Fujimori con su padre no es una capricho ni un recurso tramposo: es una necesidad. Si no fuera hija de quien es, si se llamara María Martínez, por ejemplo, y fuera líder de otro partido, todo lo que ha ocurrido a lo largo de esta campaña (solo de esta) haría inevitable la comparación.

Veamos: el secretario general del partido de María (y, además, su principal financista) es investigado, en el Perú y en el extranjero, por lavar dinero y por sus probables vínculos con el narcotráfico. [Cuando se le pregunta por sus millonarios ingresos no declarados, él responde que se le olvidó mencionarlos, o que le faltó espacio para colocarlos todos]. La cabeza de lista para el Congreso está sentenciada por enriquecimiento ilícito. No investigada, SENTENCIADA. Y ahí está todavía. María Martínez ha pactado con mineros ilegales y ha recibido el apoyo de uno de los principales promotores de la informalidad del transporte (que, como recordamos, es otra herencia fujimorista). Consciente del clamor popular, María Martínez ha firmado un compromiso infame contra las mujeres y la comunidad LGTBI, en un claro guiño a las iglesias y al país, que es mayoritariamente conservador. Dispuesta a todo, María ha prometido imposibles (cuando no cojudeces), ha mentido en el debate con una resuelta y bien entrenada cara de palo. En ese mismo debate, la persona que hacía la traducción al lenguaje de señas tergiversó las respuestas de su contrincante. En la sombra, un equipo de trolls ataca páginas y cuentas enemigas, denuncia noticias incómodas a Facebook para censurarlas, se mete en todas las discusiones a vomitar fidelidad por su líder. Los trolls editan audios, inventan psicosociales. Es más: todavía consiguen que diarios chicha dediquen portadas a los adversarios.

Si tuvieran que escoger a un político de nuestra historia última con quien pudieran comparar a María, ¿a quién elegirían? ¿Todo esto no nos resulta familiar?

El asunto va más allá, por supuesto. Keiko está más comprometida que María Martínez: no solo es hija de Fujimori, sino que, además, ejerció el cargo de Primera Dama durante su régimen, estudió con dinero cuyo origen no se ha explicado todavía (y para el que existen varias versiones). Además, ha reivindicado muchas veces a su padre, de quien ha dicho que es el mejor presidente de la historia del Perú. Todavía llama errores a sus crímenes. [Concentrado solamente en Keiko Fujimori, Curwen ha enumerado cincuenta razones para no votar por ella].

larepublica

Imagen: La República

Resulta pues que Keiko no está cargando una mochila muy pesada: ha vivido (y muy bien) gracias a ella. Su carrera política se sostiene sobre el recuerdo, la influencia y los seguidores de su padre. Trabaja con su mismo equipo, con las ausencias obvias de los fujimoristas ahora presos, de los Fujimori prófugos, así como de los aliados estratégica y temporalmente ocultos, mientras dura la campaña.

Así que no existe ese cuento del neofujimorismo: la candidatura de Keiko es parte del mismo fenómeno que inició Alberto Fujimori hace más de veinte años. Los paralelos, los elementos comunes, las piezas intercambiables que cumplen la misma función: son demasiadas conexiones como para pasarlas por alto.

Ahora bien, todos los escándalos en torno a la campaña fujimorista no han alcanzado para desanimar a sus electores, que han ido aumentando a razón de dos puntos porcentuales por denuncia. Quienes sí están desanimados son, más bien, los opositores: muchos han empezado a reconocer que todo está perdido, que no hay nada que podamos hacer.

Y es cierto, lamentablemente: es posible que todo esté perdido.

Aquí es donde aparece la lectura que quisiera compartir hoy con ustedes. Como es obvio, este post no va a convencer a ningún fujimorista. Tampoco tiene luces suficientes para hacer cruzar la línea a los indecisos. Me dirijo, en realidad, a los que, aunque vayan a votar contra Fujimori, ya están tirando la toalla.

Estos últimos días, en los que nada parece tener remedio, he recordado constantemente la misma anécdota. La cuenta el periodista Luis Jochamowitz en Vladimiro. Vida y tiempo de un corruptor (2002), la extensa y brillante crónica biográfica que realizó sobre Vladimiro Montesinos Torres. El libro desarrolla el origen, apogeo y caída de Montesinos: los aspectos más importantes de su vida anterior a la relación con Fujimori (su paso por el Ejército, su labor como espía de la CIA, la fortuna que se procuró como abogado de delincuentes y narcotraficantes, etcétera), así como los ejes centrales de su trabajo durante el régimen fujimorista.

jochamowitz

Luis Jochamowitz, periodista. Imagen tomada de la web de Dedo Medio

Jochamowitz reserva las dos últimas hojas de su libro para la anécdota que ahora reproduzco aquí: ya se han visto todas las facetas de Montesinos, ya se conocen las dimensiones de su poder y su influencia (esa fuerza corruptora que convierte en víctima o en cómplice a todo lo que toca), así que Jochamochitz opta por no volver sobre las mismas atrocidades. Tampoco se detiene en los personajes conocidos, los que precipitaron la caída de Montesinos. Ni siquiera reserva para el final algún descubrimiento fundamental de su investigación. En vez de eso recoge, como decía, una anécdota. Una historia sencilla sobre un personaje sin nombre, sin jerarquía, sin poder, prácticamente invisible que, sin embargo, le dice que no a Montesinos. En esa salita, desde la que se había dinamitado al sistema y a la sociedad, en su cara, un hombre le dice que no a Montesinos. De eso se trata: el fujimorismo (porque Fujimori sabía, no me vengan) avanza y amenaza, pero todavía podemos decirle que no. Mientras podamos, aunque parezca lo contrario, no todo estará perdido.   

amazoncom

Portada de Vladimiro. Vida y tiempo de un corruptor, de Luis Jochamowitz (2002)

Vladimiro: vida y tiempo de un corruptor (fragmento)

Luis Jochamowitz

[La mano de Vladimiro Montesinos] se extendía minuciosa y simultáneamente hacia otras esferas y escalafones como el Congreso, el aparato estatal, las cortes de justicia y las promociones de las tres armas y de la Policía. Con demasiados de ellos tejió una red de relaciones tan nutrida y aceptada, que de no ser considerados ahora como una mafia, tendrían que ser descritos casi como una clase social. Ellos a su vez, como adelantados de la descomposición, arrastraban a otros sectores y provenían los fundamentos del statu quo fujimorista.

Vladimiro Montesinos devino así en una incesante fuerza corruptora, pero también en un reflejo, en la piedra sobre la cual se asentaba el maltrecho tejado de un país sin rumbo y sin dirigencia. Su biografía, con toda su vulgaridad y astucia, señala a sus contemporáneos. Montesinos fue algo que nos sucedió a todos.

Una persona que trabajaba cerca de él en el segundo piso recuerda una extraña y única oportunidad —que se conozca— en que la fuerza corruptora que emanaba de Vladimiro Montesinos quedó desarmada ante una insólita reacción. Los nombres y los detalles son innecesarios; importa solamente la actitud de los protagonistas. Un importante minero, dueño de un diario, entusiasta y generoso fujimorista, visitó como tantos el segundo piso. Llevaba entre manos —todos llegaban con su pedido, desde pasajes aéreos hasta cambios en los aranceles a la importación de la harina de trigo— apenas un litigio de linderos entre dos minas vecinas, nada que Vladimiro no pudiera arreglar en media hora de trabajo.

Montesinos supuso que bastaría con una cordial llamada telefónica al ministro y la invitación para conversar al día siguiente, como tantas otras veces, pero el ministro resultó más resbaladizo de lo que él esperaba. En lugar de presentarse al día siguiente, envió a un funcionario de segunda jerarquía que estaba al tanto del asunto de los linderos. Atendiendo a la importancia del caso, a la edad del funcionario, descrito como “un viejito”, se le hizo pasar a una sala de espera cercana a la oficina de Montesinos, mientras éste terminaba de despachar otros asuntos y revisaba el legajo de papeles dejado por su amigo minero. Una vez que tuvo al frente al empleado, no malgastó palabras y le pidió directamente que solucionara el litigio de linderos en favor de una de las partes.

—No puedo, sería ilegal —le respondió el viejito como si fuera lo más natural del mundo.

En esa oficina nadie, ni el mismo Montesinos, era capaz de decir “no”. “Vamos a ver qué se puede hacer”, “Haremos todo lo posible”, “Voy a tratar, hermano”, eran respuestas acertadas ante lo más improcedente o ruinosos pedidos. Vladimiro estaba atónito; nunca antes le había ocurrido algo igual. Pero era un hombre de muchos recursos, y casi sin alterar el tono de voz pasó a segunda fase de convencimiento. De pronto, estaba tratando amicalmente de tú al invitado, explicándole a las decisiones políticas del Estado, las grandes directrices.

—Tienes que ver el enfoque macro, hermano —insistió.

Pero el viejito siguió diciendo que no. Vladimiro comenzó a impacientarse. Dicen que era fácil enfurecerlo en su oficina, que odiaba perder el tiempo o no lograr lo que se proponía. Sobreponiéndose a la primera reacción, sin decir una palabra más, prefirió salir de la oficina para caminar por el pasillo y pensar en otra opción.

Unos minutos después, regresó. Con un tono de voz moderado pero cortante, que había vuelto al usted, repitió brevemente las razones de Estado y terminó con una invocación.

—Piénselo bien… No cometa un error que después de lamentar —le dijo sin necesidad de aclaraciones. El viejito, sin embargo, dijo que no hasta que Vladimiro lo echó de su oficina.

Poco tiempo después, el Ministerio dictó una resolución favorable al pedido de Montesinos. Pero es mejor no averiguar más, detener la historia en este punto e imaginar que no todo está perdido, confiando en que por un justo se podrán salvar mil pecadores.