30 años de Chernóbil: Las voces recogidas por Alexiévich

Miguel Flores-Montúfar
@mfloresmontufar[Hoy se cumplen 30 años del accidente de Chernóbil. Por eso, he decidido compartir esta reseña que escribí para Lee por gusto a principios de año. Hay un agregado que, me parece, justifica la publicación: transcribí algunos de los monólogos que componen Voces de Chernóbil, el brutal y conmovedor libro de Svetlana Alexievich. Todas las referencias a las páginas corresponden a la edición en Debolsillo (2015)].
Voces de Chernóbil, publicado originalmente en 1997, es el libro más conocido de Svetlana Alexievich (1948), la periodista bielorrusa que el año pasado fue el primer autor de no-ficción en recibir el Premio Nobel de Literatura.
El libro aborda la tragedia de Chernóbil, el mayor accidente nuclear del siglo pasado. La madrugada del 26 de abril de 1986, mientras se realizaban pruebas en la central nuclear (ubicada en Prípiat, la actual Ucrania), se produjo la explosión del hidrógeno almacenado en uno de los reactores. La cantidad de sustancias radiactivas expulsadas desde allí fue, aproximadamente, quinientas veces mayor a la de la bomba lanzada en Hiroshima, en 1945.
La palabra clave en esa explicación objetiva es la única subjetiva: tragedia. El libro de Alexievich menciona esos datos, los objetivos, de manera tangencial, sin detenerse demasiado en ellos: sirven únicamente de punto de partida para ingresar a lo verdaderamente importante, que es el conjunto de desgracias humanas que componen Chernóbil.
La autora (como en otros de sus libros) cede su voz a los verdaderos protagonistas, que no salieron en los informes ni declararon a la prensa, y fueron casi completamente obviados en las memorias del evento: vecinos de la zona, víctimas directas, familiares, damnificados, médicos y voluntarios, profesores, científicos, autoridades locales. Todos ellos hablan en primera persona. De esa forma Alexievich cede, también, la posición desde la que ella escucha las historias: allí se ubicarán ahora los lectores, obligados a presenciar, aunque sea de manera indirecta, el horror.
Mi niña… mi niña no es como los demás. Y cuando crezca me preguntará: «¿Por qué no soy como el resto?».
Cuando nació… No era un bebé, sino un saquito vivo, cosido por todos lados, sin una rendija, sólo con los ojos abiertos. En la cartilla médica hay escrito: «Niña, nacida con una patología compleja múltiple: aplasia de ano, aplasia de la vulva, aplasia del riñón izquierdo». Así suena en el lenguaje médico, pero en palabras normales es: sin pipí, sin culito y con un solo riñón.
La llevé a operar al día siguiente, al segundo día de haber nacido. […] Los niños como ella no viven, se mueren enseguida. Ella no murió, porque yo la quiero […]
Ya no puedo parir a nadie más. No me atrevo. Al salir de la maternidad, mi marido por la noche me besa, pero yo tiemblo toda: no debemos… es pecado. El miedo…
Oí cómo los médicos han comentado entre ellos: «Esta niña, más que con buena estrella, ha nacido estrellada. Si algo así se mostrara por la televisión, ni una madre daría a luz». Eso decían de nuestra niña. ¿Cómo podemos amarnos después de esto?
Cuente a todo el mundo lo de mi niña. Escríbalo. A los cuatro años canta, baila y recita versos de memoria. Tiene un desarrollo intelectual normal, no se distingue en nada de los demás niños, solo que juega a otros juegos. No juega a las «compras», ni a la «escuela», sino que juega con sus muñecas al «hospital», les pone inyecciones, les coloca el termómetro, les prescribe un gota a gota; la muñeca se le muere y ella la cubre con una sábana blanca.
Larisa Z., madre (p.142)
Ahora bien, los monólogos no son un regodeo en la miseria y el espanto, sino un ejercicio necesario para acercarse al abismo desde el que nos hablan los involucrados. El libro gira en torno a eso, a esa posición frente a la nada, desde la que no hay experiencias personales, referencias históricas o expresiones estéticas que sirvan para comparar e interpretar lo sucedido.
Mis abuelos recuerdan que ellos no vivieron su infancia, sino que vivieron la guerra [la Segunda Guerra Mundial]. Su infancia es la guerra, y la mía, Chernóbil.
Por ejemplo, usted escribe; pero lo que es a mí ningún libro me ha ayudado, me ha hecho entender. Ni en el teatro ni en el cine. Yo me intento aclarar sin ellos. Yo sola. […] Esto no puedo entenderlo con la razón.
Mi madre, sobre todo, no sabía qué decir. Da clases en la escuela de lengua y literatura rusa y siempre me ha enseñado a vivir como mandan los libros. Y de pronto resulta que no hay libros para eso. Mi madre se sintió perdida. Ella no sabe vivir sin los libros. Sin Chéjov, sin Tolstói.
Katia P. (p.163)
Un puñado de los monólogos pertenecen a personas que han padecido la guerra (sus testimonios sobre lo que les había tocado vivir antes de Chernóbil son desgarradores), pero nunca han visto algo como eso; una profesora de literatura busca sin éxito apoyo en los clásicos; un historiador se ubica ante un evento sin precedentes (ni siquiera comparable a Hiroshima y Nagasaki); uno de los soldados, destacado en la zona luego de la explosión del reactor, se pregunta: «¿Quiénes éramos en realidad? ¿Qué hacíamos? Me gustaría saberlo. Leerlo en alguna parte. Y eso que yo mismo estuve ahí.»
La gente dice que la guerra… La generación de la guerra… Y las comparan… ¿La generación de la guerra? ¡Pero si esa gente era feliz! Vivió la victoria. ¡Salieron vencedores! Esto les infundió una gran energía vital o, dicho en los términos de ahora, una poderosa carga de supervivencia. No tenían miedo de nada. Querían vivir, estudiar, traer hijos al mundo.
En cambio, nosotros… Nosotros tenemos miedo de todo. Tememos por nuestros hijos. Por los nietos que aún no han nacido. Aún no han nacido y ya tememos por ellos.
Nadezhda Afanásievna Burakova, habitante del poblado urbano Jóiniki (323-324)

Zona de alienación o Zona Muerta, donde se ubicaba el reactor central. Imagen tomada de Hit the Road
Chernóbil es, entonces, un agujero en la cronología humana: los protagonistas se encuentran abandonados por la historia, por las artes, por la ideología, por la patria: un episodio desconectado de todo lo anterior, huérfano de referencias y de soporte. Y además, privado de porvenir: no se podrá nunca hablar de un ‘después’ de Chernóbil, porque las generaciones futuras están genéticamente condenadas al riesgo de la malformación y la enfermedad, porque las partículas radiactivas sobrevivirán por mucho a nuestra especie, millones de años más. En ese contexto, ¿qué debe narrarse? ¿Cómo? ¿Desde qué perspectiva?
Al principio todos hablaban de «catástrofe», luego de «guerra nuclear». He leído sobre Hiroshima y Nagasaki, he visto documentos. Es pavoroso, pero algo comprensible: una guerra nuclear, el radio de la deflagración. Eso hasta podía imaginármelo. Pero lo sucedido con nosotros… para esto me faltaba… Me faltaban conocimientos, me faltaban todos los libros que yo no había leído en mi vida. […] Leía. Aunque no podía leer. Una cosa nunca vista destruía mi mundo anterior […]
Recuerdo una conversación con un científico: «Esto es para miles de años, —me explicaba —. El uranio se desintegra en 238 semidesintegraciones. Si lo traducimos en tiempo, significa mil millones de años». Cincuenta, cien, doscientos años. Vale. Pero ¿más?
Anatoli Shimanski, periodista (pp. 194-202)
La autora sugiere algunas pistas. La primera es, como ya se vio, la recuperación del individuo. Con los monólogos inicial y final, Alexievich señala el primer camino que hay que seguir para leer (aún en otra época, en otro idioma y desde lejos) este suceso: más allá de las cifras, de los responsables y de las consecuencias (que no hay que omitir de ninguna forma, pero incluso más allá de eso), Chernóbil representa la destrucción masiva de miles de historias individuales.
Quiero dejar testimonio: mi hija murió por culpa de Chernóbil. Y aún quieren de nosotros [los familiares de los damnificados] que callemos. La ciencia, nos dicen, no lo ha demostrado, no tenemos bancos de datos. Hay que esperar cientos de años. Pero mi vida humana… es mucho más breve. No puedo esperar. Apunte usted. Apunte al menos que mi hija se llamaba Katia… Katiusha. Y que murió a los siete años.
Nikolái Fómic Kaluguin, padre (p. 75)
Y en ese sentido, Voces de Chernóbil es un intento por recuperar la individualidad de cada ciudadano (muchos años mimetizada con la del resto, convertida en objeto de estudio, detenida en el tiempo como un episodio histórico). La autora afirma: «Un destino construye la vida de un hombre, la historia está formada por la vida de todos nosotros. Yo quiero contar la historia de manera que no se pierdan los destinos de los hombres… ni de un solo hombre.»
Yo no temo a la muerte. A mi propia muerte. Pero no tengo claro cómo voy a morir. Vi morir a un amigo. Se hizo grande, se hinchó. Como un tonel. Y mi vecino. También estuvo allí. Un operador de grúa. Se volvió negro, como el carbón, y se secó hasta el tamaño de un niño. Si pudiera elegir mi muerte, pediría que fuera común y corriente. No como las muertes de Chernóbil. Y, sin embargo, lo que sí sé es que con mi diagnóstico no se dura mucho. Al menos sentir que llega el momento… y una bala en la frente.
Coro de soldados (p.133)
Esa intención también se hace evidente en el afán por separar al hombre del sistema. Aunque ningún monólogo pertenece a una autoridad de alto rango, y muy pocos incluyen acusaciones directas al gobierno, la presencia de este es evidente.
—Pues yo le diré lo siguiente. Con la cantidad de gente que ha salido malparada, y no hay nadie que responda de ello. Encerraron al director de la central nuclear y ya está. En el sistema de antes era muy difícil decir quién tenía la culpa. Si le dan una orden de arriba, ¿qué se supone que debe usted hacer? Una sola cosa, cumplirla. Investigarían alguna cosa. He leído en el periódico que los militares sacaban de allí plutonio. Para las bombas atómicas. Por eso es que reventó. Si lo planteamos a lo bruto, la pregunta sería la siguiente: ¿por qué Chernóbil? ¿Por qué nos ocurrió esto a nosotros… y no a los franceses o a los alemanes?
(Coro de soldados, p. 162)
La ya tambaleante Unión Soviética es, entonces, todavía poderosa, sobre todo para sus ciudadanos más débiles: ellos esperan explicaciones que llegan tarde y mal, reciben información falsa, son enviados al reactor sin protección mínima. El Estado, pocas veces mencionado, está presente en cada una de las historias: muchas de las víctimas perdieron su vida, la arruinaron o condenaron a su descendencia porque confiaron en el Estado, en lo que él representaba, o porque le temieron.
Están allí los testimonios de quienes, viviendo en la zona contaminada, veían cómo el Estado mentía al resto del país sobre la situación en Chernóbil:
De pronto empezaron a aparecer esos programas por la tele. Uno de los temas: una mujer muñe una vaca, lo echa en un bote, el periodista se acerca con un dosímetro militar y lo pasa por el bote. Y le sigue el comentario siguiente: «Ya ven —te vienen a decir—, todo es completamente normal», cuando en realidad se encuentran a solo diez kilómetros del reactor. Te muestran el río Prípiat. La gente bañándose, tomando el sol. A lo lejos se ve el reactor y las volutas de humo que se alzan sobre él. Comentario [del narrador en la televisión]: como pueden comprobar, las emisoras occidentales siembran el pánico, difunden descarados infundios sobre la avería. […] Un engaño tan increíble, semejante cantidad de mentiras asociadas a Chernóbil en nuestra conciencia solo había podido darse en el 41. En los tiempos de Stalin.
Coro del pueblo (p.257)
Y están, también, los testimonios de los que formaron parte, de una u otra forma, de ese aparato que mentía:
Respecto a su pregunta sobre por qué, a pesar de saber lo que ocurría, callábamos. ¿Por qué no salimos a la calle, por qué no alzamos la voz? Hacíamos informes, preparábamos documentos explicativos. Pero callábamos y nos sometíamos sin rechistar a las órdenes, por disciplina de partido. Soy comunista. No recuerdo que ninguno de nuestros trabajadores se negara a viajar a la zona. Y lo hacían no por miedo a que los expulsaran del Partido, sino por sus convicciones.
Marat Filípovich Kojánov, ex ingeniero jefe del Instituto de Energía Nuclear de la Academia de Ciencias de Belarús
Encasillados por partida doble (como protagonistas de un suceso histórico terrible, y también como parte de una gran unidad política e ideológica), algunos de los entrevistados se descubren con sentimientos propios, no sintonizados previamente con los de la comunidad o la nación: por primera vez se asumen individuos.
El libro también propone un examen de nuestra relación con la naturaleza. Para muchas personas, nacidas y crecidas cerca del campo, la naturaleza no ha cambiado, permanece como antes. Por tanto, resulta difícil entender la radiación: muchos de ellos han vivido el peligro durante la guerra, y saben que este puede verse. Sin embargo, quienes trabajan con animales, y observan su comportamiento más detenidamente, notan algunos cambios: los gusanos cavan más hondo en la tierra, las aves y las abejas desaparecen. En esa reacción animal hay cierta superioridad instintiva, porque evidencia una comunicación más clara y armónica de los animales con la naturaleza que los rodea. ¿Qué hacen, en cambio, los hombres? En su búsqueda por salvarse, cuando entienden el peligro, abandonan el lugar y eliminan a los animales para que estos no extiendan la radiación. Dice Alexievich: «El hombre solo se salvará a sí mismo, traicionando al resto de los seres vivos.»
Algunas personas, sobre todo los ancianos, se niegan a salir de su tierra, por envenenada que esté. Algunos vuelven luego de las evacuaciones y se instalan en las ciudades deshabitadas. También están los que llegan huyendo de una guerra en sus países de origen, y encuentran una ciudad en la que, por lo menos, la muerte no les dispara entre los ojos. En todos estos casos, persiste un denominador común: la guerra, que es el grado de horror más alto que conocen, se manifiesta a través de medios mucho más inmediatos y visibles, y está conectada con sucesos que conocen y a los que han aprendido a temer. Ante eso, el peligro de la tierra contaminada de radiación resulta, si no inofensivo, por lo menos imperceptible.
En el testimonio que sigue, por ejemplo, una familia (compuesta de una mujer, su esposo y su madre) huye de la sangrienta y atroz guerra civil en Tayikistán. Han llegado a Chernóbil. Habla primero la mujer, y cuenta algunas de las experiencias que la han llevado a vivir aquí, a este lugar abandonado por (casi) todos:
Yo trabajaba en la maternidad, de enfermera. Una noche que estaba de guardia, una mujer que estaba dando a luz paría con dificultad, gritaba. En eso entra corriendo una auxiliar. Con guantes sin esterilizar, la bata tampoco. ¿Qué ha pasado? ¿Qué había sucedido para que alguien entre así en una sala de partos?
—¡Chicas, bandidos! —grita.
En eso, entran unos con máscaras negras, armados. Y se lanzan contra nosotras:
—¡Dadnos las drogas! ¡Queremos alcohol!
—¡No tenemos drogas, y tampoco hay alcohol!
El médico, a punta de fusil, contra la pared.
—¡A ver!
Y en eso, que la mujer que estaba de parto lanzó un grito de alivio. Un grito de alegría. Y la criatura rompió a llorar: justo acababa de aparecer. Me incliné sobre el recién nacido, ni siquiera hoy recuerdo si era niño o niña. Aún no tenía ni nombre ni nada. Y estos bandidos que se vienen contra nosotros y nos preguntan que quién era, si de Kuliab o de Pamir. Nos quedamos calladas. Y aquellos que gritan:
—¡Que de quién es!
Seguimos calladas. Entonces, agarraron a aquella criatura, que llevaría unos cinco o diez minutos en este mundo, y lo tiraron por la ventana… Soy enfermera y he visto más de una vez la muerte de un niño. Pero eso… El corazón casi se me escapa del pecho… No debo recordar aquello [Llora de nuevo].
Familia K-v. pp. 100-101
Su madre agrega:
Yo solo le hablaré de la guerra. Solo le puedo hablar de la guerra. ¿Por qué hemos venido aquí? ¿A las tierras de Chernóbil? Porque de aquí ya no nos echarán. De esta tierra, no. Porque ya no es de nadie. Solo es de Dios. Los hombres la han abandonado. […]
Ahora, en cambio, ando sola por el bosque y no le tengo miedo a nadie. En el bosque no hay gente, ni un ser vivo. […] Por eso aquí no tengo miedo. No puedo tenerle miedo a la tierra, al agua. A quien temo es al hombre. Allí, en el mercado, por cien dólares te puedes comprar una ametralladora.
Vamos a vivir en Chernóbil. Ahora esto es nuestra casa, nuestra patria. Aquí los pájaros son iguales que en todas partes. […]
En una ocasión me vino a ver un periodista alemán y me preguntó: “¿Habría llevado usted a sus hijos donde hubiera peste y cólera?”. Qué peste ni qué cólera. Este miedo de aquí yo no lo conozco. No lo veo. Y no lo tengo en mi memoria.
A quien temo es a los hombres. A la gente armada.
(pp. 103-109)
Alexievich recoge, además, los intentos de sus entrevistados por interpretar lo que les ha ocurrido. Ya hemos mencionado la frustración de maestros, científicos e historiadores. En el libro también se incluyen las lecturas de Chernóbil que hacen algunos creyentes, a la luz del Apocalipsis. Y abundan los chistes sobre la radiación y sus consecuencias genéticas, así como sobre los soldados rusos, más entregados y más efectivos que los robots japoneses o norteamericanos.
¿Quién tiene la culpa? Para responder a la pregunta de cómo hemos de vivir se ha de saber quién es el culpable. ¿Quién, dígame? ¿Los científicos o el personal de la central? ¿El director? ¿Los trabajadores del turno de guardia? Pero ¿por qué, dígame, no luchamos contra el automóvil, que también es una creación de la inteligencia humana, pero sí luchamos contra el reactor [nuclear]? ¡Exigimos que se cierren todas las centrales atómicas y que se enjuicie a todos los científicos atómicos! ¡Y los maldecimos! Yo idolatro el saber humano. Y todo lo que el hombre ha creado. El saber. El saber en sí mismo nunca es culpable. Hoy, los científicos también son víctimas de Chernóbil. […]
Nina Konstantínovna, maestra de Literatura (p.190)
Soldados, bomberos, liquidadores, milicianos, voluntarios, científicos, médicos, maestros, ciudadanos: ¿quién es el héroe? Voces de Chernóbil también cuestiona ese concepto. Los bomberos y liquidadores que enfrentaron al reactor en los primeros días, reconocidos como héroes por el gobierno, no eran conscientes de que estaban arriesgando sus vidas. Varios científicos callaron lo que sabían (sobre las dimensiones del accidente) para no desestabilizar al régimen, y también fueron reconocidos como héroes. Muchos voluntarios y soldados, que llegaron más tarde a la zona contaminada, iban “llamados” por su patria, a la que obedecieron por convicción o por temor. Algunas acciones heroicas nacieron de la casualidad, de la intuición o incluso de órdenes mal ejecutadas. ¿Cuántos escogieron libremente su destino? ¿Cuántos eran absolutamente conscientes de lo que estaba pasando? ¿Cuántos actuaron para solucionar el problema, aunque las órdenes fueran opuestas?
Y bien, ¿qué era todo esto de Chernóbil? Coches militares, soldados. Puestos de lavado. Una situación de guerra. Nos alojaron en tiendas de campaña, diez en cada una. Unos habían dejado en casa a sus hijos; otro a la mujer a punto de parir; otro que no tenía piso. Pero nadie se quejaba. Hay que hacerlo, pues se hace. La patria te llama; la patria te lo ordena. Así es nuestro pueblo.
Iván Nikoláyevich Zhmíjov, ingeniero químico (273-274)
La perspectiva humana vuelve a entrar en crisis. Así ocurre también con algunos habitantes damnificados de Chernóbil, que, en los primeros años posteriores al accidente, controlan su lamento y lo activan cada que ven llegar a miembros de una organización de ayuda social. Así ocurre con la canibalización de Chernóbil, la ciudad fantasma, convertida ahora en el punto más importante de las rutas de turismo nuclear.
Ocurre, asimismo, que los damnificados de Chernóbil se convierten de pronto en atracciones andantes, personas automáticamente interesantes:
Antes salí con otro chico. Un pintor. También queríamos casarnos. Todo fue bien hasta que ocurrió algo. Entro yo un día en su taller y oigo cómo grita por el teléfono: «¡Qué suerte has tenido! ¡No te imaginas la suerte que has tenido!». Por lo general era una persona tranquila, hasta algo flemático, ni un signo de exclamación en sus palabras. ¡Y de pronto!, ¿qué es lo que había pasado? Su amigo vivía en una residencia de estudiantes. El muchacho se asomó a la habitación de al lado y vio a una chica colgada. Se había atado a la ventana. Se ahorcó con una media. Su amigo la descolgó. La bajó. Llamó a la ambulancia. Y el mío casi no podía hablar y temblaba: «¡No te puedes ni imaginar lo que ha visto! ¡Qué ha sentido! La ha llevado en sus brazos. Tenía espuma blanca en los labios». Sobre que la muchacha había muerto ni una palabra, ni un lamento. Lo único que quería era verla y recordarla. Y luego pintarla. Y en aquel instante recordé cómo del humo en el incendio de la central, si había visto a los perros y gatos acribillados a balazos, y cómo se los veía tirados en las calles. ¿Cómo lloraba la gente? ¿Había visto cómo se morían?
Después de aquel día… ya no podía seguir con él…, responder a sus preguntas… [Tras una pausa.] No sé si quiero volver a encontrarme con usted. Tengo la sensación de que me mira igual que él. Solo me observa. Para recordar. Como si se tratara de un experimento que se hiciera con nosotros. A todos les resulta interesante. No puedo librarme de esta sensación. Ya nunca podré liberarme.
Katia P. (pp. 168-169)
Para evitar ofender y herir a las personas contaminadas, algunas quiebran ciertas medidas de prevención, en un gesto que encierra tanta amabilidad como frustración:
En una aldea [contaminada] entras a una casa y ya eres bienvenido. Eres motivo de alegría. Te comprenden. Y menean desconsoladamente la cabeza: «Lástima no tener pescado fresco; no tengo nada que ofrecerle». O: «¿Quiere usted un poco de leche? Ahora mismo le lleno una taza». Y no te sueltan. Te llaman desde sus casas. A algunos [de los invitados] les daba miedo, yo, en cambio, aceptaba la invitación. Entraba en sus casas. Me sentaba a la mesa. Me comía un bocadillo contaminado, porque todo lo comían. Me tomaba una copa a su salud. Hasta experimentaba un sentimiento de orgullo de miren ustedes cómo soy. […] Yo me decía: como no estoy en condiciones de cambiar nada en la vida de esta persona, entonces todo lo que puedo hacer es comerme con él este bocadillo contaminado, para al menos no sentir vergüenza. Compartir su suerte […]
Guenadi Grushevói, diputado del Parlamento de Bielorrusia, presidente de la Fundación Para los Niños de Chernóbil (pp. 203-219)
En su monólogo, el historiador Alexandr Revalski dice:
¿Qué hace falta? Dar respuesta a la siguiente pregunta: ¿La nación rusa será capaz de realizar una revisión de toda su historia de manera tan global como resultaron capaces los japoneses después de la Segunda Guerra Mundial? O los alemanes. ¿Tendremos el suficiente valor intelectual? Sobre eso casi no se habla. Se habla del mercado, de los cupones de la privatización, de cheques… Una vez más, nos dedicamos a sobrevivir. Toda nuestra energía se consume en eso. Pero el alma se deja a un lado. De nuevo el hombre está solo.
Entonces, ¿para qué todo esto? ¿Para qué su libro?
Inmediatamente después, sin embargo, el mismo Revalski se responde:
Un personaje de Bulgákiv, en su Cábala de los beatos, dice: ‘He pecado toda la vida. He sido actriz’. Es la conciencia del carácter pecador del arte. De lo inmoral de su esencia. De este asomarse en las vidas ajenas. Pero el arte es como el suero de un infectado: puede convertirse en la vacuna para otra experiencia.
Eso es, finalmente, Voces de Chernóbil: una construcción artística, envenenada, brutal y necesaria (como el suero del infectado) que nos muestra el abismo y nos obliga a mirarlo, a pensar en él y a pensarnos en él: el peligro no es la radiación, por supuesto, sino ese contexto en el que la humanidad se enfrenta a una desgracia nueva, para la que no hay explicaciones, experiencias previas, formas de enunciar, ni esperanzas posibles. Eso es el horror. Solo imaginarnos allí, al pie del abismo, debería servirnos de lección.
Más procrastinación
