Elecciones 2016 , Pasajero , politica , sociedad Viernes, 22 enero 2016

Escarbamos en el pasado de Alfredo Barnechea y encontramos estas 12 entrevistas que no verás en otro lado

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Alfredo Barnechea. Detrás, parte de su biblioteca, que tiene alrededor de 15 mil volúmenes. Foto: Trome.

Hace un par de días, Laura Grados recogió este post de Arkiv Perú que recordaba el pasado de Alfredo Barnechea (hoy candidato a la presidencia por Acción Popular) como entrevistador político y cultural. El ejercicio me parece interesante y necesario, ya que para muchos de nosotros, menores de treinta años, la trayectoria profesional y política de Barnechea puede resultarnos desconocida.

Yo, por ejemplo, ignoraba su biografía política. No sabía que había postulado a la Alcaldía de Lima por el APRA en 1983. No sabía que fue diputado entre 1985 y 1990. O, en todo caso, no lo recordaba: estos datos aparecen en la solapa del único libro de Barnechea que he leído.

La aparición en medios del candidato de Acción Popular ha despertado, en menos de una semana, una mezcla de reacciones que incluyen el interés, el alivio, la sorpresa, el entusiasmo, el escepticismo y el rechazo. Ahora bien, todos los temas que giran en torno a la campaña (el análisis de su plan de gobierno, sus [todavía mínimas] posibilidades electorales, la revisión de su trabajo como técnico y consultor internacional, la coherencia entre sus actuales propuestas y su anterior carrera política, así como los vacíos, contradicciones o zonas oscuras que puedan presentarse durante estos meses) serán tocados por personas muchísimo más preparadas que yo para esa tarea. Aquí en Pasajero, que es una columna que recomienda lecturas, yo quisiera, por ahora,  recordar ese libro suyo.

Hace unos años, una amiga me regaló Peregrinos de la lengua, un conjunto de entrevistas realizadas por Alfredo Barnechea a doce escritores latinoamericanos. Los entrevistados son LOS escritores. Esta es la lista:

  • Jorge Luis Borges
  • Alfredo Bryce Echenique
  • Julio Cortázar
  • José Donoso
  • Jorge Edwards
  • Carlos Fuentes
  • Álvaro Mutis
  • Juan Carlos Onetti
  • Octavio Paz
  • Manuel Puig
  • Ernesto Sábato
  • Mario Vargas Llosa

Salvo dos o tres nombres que podrían discutirse y reemplazarse (por García Márquez y Carpentier, por ejemplo, grandes ausentes en la lista), estamos ante los narradores (con excepción de Octavio Paz, que era poeta y ensayista) más reconocidos e influyentes de esta zona del mundo, al menos entre los años cuarenta y los ochenta del siglo pasado (aquí todavía no aparecen Ricardo Piglia, Roberto Bolaño y otros más).

Barnechea hizo buena parte de estas entrevistas como periodista para medios escritos o para la televisión. Otras se realizaron especialmente para este libro, que Alfaguara publicó en 1997.

Estas últimas entrevistas datan de 1996, cuando Barnechea tenía ya 44 años de edad. Sin embargo, algo que me asombró cuando leí el libro es que la primera de todas, hecha a Julio Cortázar, es de 1972, cuando Barnechea tenía solo 20 años. Se nota que es joven, por cómo decide construir y adornar la entrevista, pero hay que aclarar que esa juventud se nota porque es comparable con el resto de las conversaciones, en las que el entrevistador es más reflexivo y más seguro de sí mismo.

En comparación, Cambio de palabras, el libro de entrevistas de César Hildebrandt (que también conversó con Borges, Cortázar, Bryce y Ribeyro), me parece que obtiene mejores declaraciones. Hildebrandt consigue que sus entrevistados se molesten (Haya de la Torre), se confiesen (Juan Gonzalo Rose) y se luzcan (Cortázar y Vargas Llosa). Sin embargo, el libro de Barnechea resulta superior en las reflexiones. Barnechea persigue los temas que más  interesan a sus entrevistados: la historia mexicana y su relación con Occidente en Octavio Paz, la vocación de escritor y la trayectoria política en Vargas Llosa, la consciencia del fracaso en Onetti, etcétera. El resultado es una suma en esa larga meditación sobre estos temas capitales. Allí queda claro que el entrevistador es, ante todo, un lector: un lector que interpreta, que está buscando referencias, que tiene la suerte de confrontar al escritor con su obra, y aprovecha la oportunidad.

Al final, independientemente de las ideas que cada uno suscriba, siempre sorprende que un político peruano (candidato o funcionario) se dedique a leer [acá hay un artículo sobre la envidiable biblioteca de Barnechea], y haya trabajado en la reflexión sobre la cultura y en la difusión de la misma. Esto no asegura una buena campaña, ni una buena gestión presidencial, ni da credenciales morales o éticas. Es más: curiosamente, en ninguna de las tres o cuatro entrevistas a Barnechea que he visto, se ha referido a propuestas relacionadas con el ejercicio de las libertades (matrimonio civil o aborto por violación, por ejemplo) o con la cultura y el arte. Allí hay una deuda pendiente.

[La mayoría de entrevistas no está en internet. He transcrito fragmentos de algunas de ellas para compartirlos con ustedes].

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Jorge Luis Borges. Imagen tomada de Diario Digital

Jorge Luis Borges y la felicidad (1978)

Alfredo Barnechea: Quiero hacerle una pregunta. ¿Ha sido feliz en su vida de escritor?

Jorge Luis Borges: Sí, he sido feliz muchas veces escribiendo. La literatura tiene ese privilegio, que uno siente la misma felicidad escribiendo majaderías o escribiendo páginas geniales —si es que uno las escribe. El hecho de escribir es una dicha. A mí me gusta escribir. Eso de la angustia del escritor es una idea totalmente falsa.

AB: Una idea muy moderna, ¿no?, del siglo XIX.

JLB: ¡Qué siglo el XIX! El siglo XVIII era más sensato, no pensaba así.

AB: En el siglo XIX arrancaron una serie de tradiciones, por ejemplo la idea del escritor casi como un sacerdote, como es el caso de Flaubert. Antes no existía quizá esa especie nueva.

JLB: Bueno, quién sabe. Posiblemente Píndaro se sentía un sacerdote, pero eso no podemos saberlo. Shakespeare escribía para sus actores.

AB: Nunca demasiado consciente del teatro, del significado de sus obras…

JLB: Una prueba de ello fue que no se le ocurrió imprimir su obra. De Quincey ha dicho que Shakespeare no llevó a la imprenta sus textos porque contaba con otro tipo de representación, que era la escénica, y que escribía para esa representación y no para líneas impresas en un papel o un libro.

AB: Le hacía esa pregunta sobre la felicidad porque recuerdo siempre su ensayo sobre Hudson, donde usted dice…

JLB: Yo no recuerdo ese ensayo, usted va a tener que recordármelo.

AB: Hay una frase en la que usted señala que Hudson «había emprendido el estudio de la metafísica…».

JLB: Ah, sí, «y que siempre lo había interrumpido la felicidad». Eso es admirable.

AB: Fantástico.

JLB: Sí, porque él dijo que había querido leer a Spinoza pero la felicidad siempre estuvo interrumpiéndole. Qué envidia siente uno de un hombre así. Un hombre a quien lo estorbaba la felicidad.

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Juan Carlos Onetti. Imagen tomada de laperiodicarevisiondominical

Juan Carlos Onetti y el pesimismo (1973)

Alfredo Barnechea: Usted parece sentir por él [por Larsen, el protagonista de El astillero y Juntacadáveres, dos de las grandes novelas de Onetti] algo que ya [Mario] Benedetti hacía notar: piedad. Ahora, saber que su decadencia llegaría, digamos su condena, es algo que, en Onetti, parece inevitable. Lo importante no es dónde sus personajes van sino, más bien, de dónde vienen. Eso creo que nos lleva a un dato prioritario: sus novelas son siempre impecables, laboriosas crónicas del fracaso. ¿Quiere aventurar alguna explicación?

Juan Carlos Onetti: En mí, creo que se trata de un pesimismo natural; natural y radical. En el fondo, creo que soy una de las pocas personas que cree en la mortalidad. Eso influye mucho. Sé que todo va a acabar en fracaso. Yo mismo. Vos también. De todos los escritores del boom, se ha dicho que son pesimistas, que en ellos los personajes siempre se frustran. Quizá. Pero en García Márquez o en Vargas llosa, yo noto una gran alegría de vivir. Sinceramente, no creo que vean la muerte como un problema. Y no se trata de que ahora yo tenga sesenta y cuatro años, y que pueda morirme esta noche. No. Es algo que he sentido desde la adolescencia. Así como se descubre que yo soy yo, así se descubre la muerte, se marcan sus linderos. Uno de los descubrimientos más terribles, el más terrible, que tuve de muchacho, fue de que todas las personas que yo quería se iban a morir algún día. Eso me pareció absurdo, y de esa impresión no me he repuesto todavía. No me repondré nunca.

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Alfredo Bryce Echenique. Imagen tomada de Diario La Tercera

Alfredo Bryce Echenique y el humor (1996)

Alfredo Barnechea: Un tema muy comentado de tus novelas es el humor. Me imagino que eso forma parte de esa visión que hemos hablado, pero en términos técnicos, ¿cómo se trata el humor en una novela?

Alfredo Bryce Echenique: Bueno, lo importante, y esto lo decía Tito Monterroso, es que el humor sea un condimento. Si tú lo quieres convertir en lo elemental del guiso, fracasas. A mí me interesa un humor que no sea el de la comicidad, la carcajada. Con la carcajada la gente abre tanto la boca que se le cierran los ojos y no ve nada. El humor vela la realización pero para sugerirla. Al mismo tiempo es como una sonrisa de la inteligencia. No es un recurso literario. De repente sale. Es el humor lingüístico, no tanto el humor de situaciones. Y como la caridad empieza por casa es un humor que se ríe primero de uno mismo. Jamás se burla, no es el escarnio; es compasivo, y eso crea…

AB: Complicidades con el lector…

ABE: Complicidades con el lector, que así entra mejor en la novela.

AB: ¿Será una de las razones de tu éxito con los lectores?

ABE: Puedes ser uno de los elementos, pero sólo uno entre otros: la oralidad, el mundo que retratas, que va mucho a la sensibilidad de la gente. Acaba de hacer un trabajo una profesora norteamericana que ha hablado de «la literatura femenina de Alfredo Bryce». El hombre sentimental, el hombre débil, el hombre que se desnuda, vulnerable. El antihéroe.

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Álvaro Mutis. Imagen tomada de Huffpost

Álvaro Mutis y la poesía peruana (1975)

Alfredo Barrenechea: A [César] Moro lo descubriste más tarde.

Álvaro Mutis: A Moro [el gran poeta peruano] lo acabo de descubrir, me prestó sus cosas [Emilio] Westphalen. Yo había comprado en París dos números de La révolution surrealiste —uno de ellos se lo regalé a Luis Buñuel—, y en ella había un poema magnífico de Moro que yo traduje para Amaru, ¿recuerdan?

 AB: Renommé de l’amour.

AM: Exacto. Moro es como una mina. Es una poesía casi irrespirable, muy difícil, casi en los límites de lo perceptible, pero en esos límites tiene unas luces y unas vibraciones admirables. Aparte de Moro y Westphalen, ustedes tienen a [Jorge Eduardo] Eielson, un poeta muy sabio, y a Raúl Deustua, cuyo poema sobre Canaletto y Venecia es muy bueno. Después de Residencia en la tierra [poemario de Pablo Neruda], que creo el libro de poesía más importante escrito en América Latina desde Darío, el gran libro de poesía publicado entre nosotros es Vuelta a la otra margen. Hay allí una poesía tan particular, tan rica, tan marginal —que es lo que tiene que ser la poesía—, absolutamente inusual en América Latina. ¿Qué hace a un poeta como Westphalen? ¿Cómo puede salir un poeta como él? ¿Cómo puede escribirse en América Latina un poema sobre la Canción de Rolando como el que ha escrito Eielson? Mi impresión de ustedes los peruanos es que Lima es la única ciudad donde no se pueden hacer pendejadas.

AB: Tú has visitado otra ciudad.

AM: Tal vez [risas].

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Mario Vargas Llosa. Imagen tomada de Europa Press

Mario Vargas Llosa y las jóvenes promesas arruinadas (1996)

Alfredo Barnechea: Tú decías en una entrevista: «Me entristece muchísimo la imagen del escritor que de pronto se calla». Seguramente estabas pensando en casos célebres como el de Rimbaud. Pero en El pez en el agua escribiste algo que me impresionó mucho: hablaste de esos escritores que surgen «y luego se afantasman».

Mario Vargas Llosa: Se afantasman, se pierden.

AB: ¿Qué es lo que causa que eso ocurra en América Latina?

MVLL: Mira, no sé si hay muchos de esos casos en América Latina. A mí me han fascinado mucho esos casos en el Perú. Los jóvenes príncipes que todos hemos conocido, que iban a ser los grandes talentos, los grandes creadores, que parecían totalmente dotados, y luego resultaron unos fuegos fatuos. Bueno, yo creo que hay un ambiente muy indolente, corrosivo, por falta de unos patrones culturales establecidos que exijan, que estimulen, y que, además, fiscalicen a los malos valores. Muy rápidamente, valores y falsos valores adquieren un mismo status. En algunos casos, la integridad ética e intelectual se mantiene sólo a través de la inmolación. Es una historia que yo quise contar en el caso de Zavalita [el protagonista de Conversación en La Catedral]. Parece que va a ser una gran cosa en la vida, y después es un periodista mediocre, oscuro. Por decisión propia: él tiene la idea de que, en el Perú, quien no se jode, jode a los demás, y decide joderse para no joder a nadie. Es una manera de decir: ser escritor en el Perú es eso, esa porquería, y yo prefiero no ser eso. Prefiero ser nadie. Hay toda una tradición de peruanos que a través de esa posición pasiva perseveraron su integridad no siendo que todos esperábamos que fueran. Yo conozco muchos. En tu generación, tú debes conocer otros tantos. No sabes dónde están. Poetas que comenzaron escribiendo cosas muy bellas y que de pronto han desaparecido. Jóvenes ensayistas que parecía que iban a abrir camino, y no han publicado nada. No he nombrado a ninguno porque muchos están vivos.

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Julio Cortázar. Imagen tomada de lavozdelinterior

Julio Cortázar y los consejos para escritores (1972)

Alfredo Barnechea: Usted tenía treinta y cinco años cuando publicó Los reyes. Era una llegada algo tardía, pues sólo un poemario (publicado con seudónimo) lo secundaba. ¿Pero desde cuándo escribe?

Julio Cortázar: Escribo desde los quince años, pero solo a los treinta me animé a publicar un libro de poemas, firmando con seudónimo. He escrito siempre poemas. Adolescente, creí, como tanto, que mi sensación de extrañamiento anunciaba al poeta, y escribí los poemas que se escribían entonces y que siempre son fáciles de escribir que la prosa, a esa altura de la vida. Pero no había para más. Me sorprendí por eso cuando, un día en La Habana, Gianni Toti me dijo que de todo lo que había escruto, lo que más le gustaba eran mis poemas. Cuando escribí Los reyes ya era dueño de una técnica, que era hija del rigor. Siguieron los cuentos de Bestiario, sobre los que ya no tuve ninguna duda. Pero el noviciado había sido largo y duro. Había que tenerse mucha fe, y a la vez había que apoyarse en una permanente desconfianza en sí mismo. En el terreno práctico, esto debía traducirse en no publicar prematuramente, pecado cotidiano en nuestros países.

AB: ¿Eso es lo que le diría a un escritor joven que le pide consejos?

JC: SÍ, si el consejo es de ese tipo. Si, más bien, quiere saber cómo se escribe, haría lo del maestro zen: le rompería una silla en la cabeza. Pero la otra recomendación, sí. Fue lo que me pasó a mí. Tiré miles de páginas antes de publicar por primera vez, porque si bien respondían a mis impulsos más hondos, algo en mí era capaz de juzgarlas y saber que no merecían la imprenta. Jamás me alegraré lo bastante de haber sido tan duro conmigo mismo.