Libro , Pasajero Jueves, 7 enero 2016

Megamix Pasajero 2015: 5 opciones de libros para este verano

En agosto del año pasado, abrí esta columna en Utero.pe. La llamé Pasajero porque, como (casi) todo el mundo en Lima, he pasado miles de horas sentado en buses y combis, yendo y viniendo por la ciudad.

En todo ese tiempo muerto (que suma, quizá, dos años completos de los 26 que tengo) me he dedicado a dormir, a escuchar música, a conversar con algún amigo que hiciera el viaje conmigo, a mirar la ventana sin pensar en nada, a leer la mente de los que estaban sentados para adivinar quién de ellos se bajaría primero. Y algo de ese tiempo lo he dedicado, también, a leer.

Esta columna busca precisamente eso: ofrecerte lecturas breves, que puedas terminar en viajes más o menos cortos: cuentos, fragmentos de libros, prosas, etcétera.

Sin embargo, como empieza el verano, hay un poco más de tiempo libre (salimos más temprano, no hay clases, estamos de vacaciones, o nos quedamos sin chamba). Por eso, lo que voy a hacer es repasar algunas de las recomendaciones hechas hasta ahora, solo que recordando el libro de donde las saqué, para que, si el fragmento que coloco te gusta, busques el libro y lo conviertas en una de tus lecturas de verano.

Mi idea era incluir aquí, también, los artículos que había escrito pensando en el lector que no encontró asiento y está haciendo el viaje de pie: música, entrevistas, podcast, conferencias, documentales, material que pudiera escucharse. Sin embargo, este post está haciéndose demasiado largo, así que podría dejarlo para el siguiente.

Eso, entonces: aquí hay un menú variadito por si estás buscando opciones para leer durante el verano. No hay libros recién salidos de la imprenta ni nada muy caleta, porque no es el objetivo de esta columna y porque yo tampoco estaría a la altura.

Ya vendrán otras cosas: Radio Ambulante, los ochenta de Vargas Llosa, Millennium, Harry Potter (que mi esposa y yo estamos leyendo recién), cuentos y capítulos de novelas para picar el gusto, etcétera. Buen viaje.

Creía que mi padre era Dios, Paul Auster (ed.)

i.blogs.es

Portada del libro en Booket. Imagen tomada de i.blogs.es

El escritor norteamericano Paul Auster les pidió a los oyentes de la Radio Pública Nacional que le enviaran historias escritas por ellos mismos, con las únicas condiciones de que fueran reales y breves. Recibió, a lo largo de un año, cerca de 4 mil relatos. Reunió los 179 que más le gustaron bajo el título de Creía que mi padre era Dios. Las historias provienen de todos los rincones de Estados Unidos, tratan de los más diversos temas, y son contadas por personas que tienen todas las edades y pertenecen a todos los estratos sociales.

Dejo aquí una que, por falta de espacio, no coloqué en el post sobre este libro.

Una lección no aprendida

 Yo lo perdía todo. Mejor dicho, lo perdía o lo destrozaba. Joyas, muñecas, juegos. Todo lo que llegaba a mis manos lo masticaba, lo destrozaba hasta hacerlo irreconocible o lo enviaba a una muerte prematura. Comía papel, y una vez me zampé un libro entero. Al Pobre George, el niño curioso no le duró mucho la curiosidad a mi lado. Fue engullido.

Mamá y papá decían que yo representaba un «desastre inmediato» para los objetos. Y, debido a mi torpeza, durante las cenas siempre me sentaban junto a los invitados que sabían que no volverían a visitarnos. Un día, cuando estaba en segundo de primaria, volví a casa después de clase y mi madre me miró sorprendida, nada más entrar por la puerta. «Carol», comenzó diciendo con tono tranquilo pero con una expresión de incredulidad en el rostro, «¿dónde está tu vestido?» Miré hacia abajo y vi mis zapatos con hebilla, mis leotardos blancos, desgarrados a la altura de las rodillas, y mi camisa de algodón de cuello vuelto blanca (aunque sucia).

No me había dado cuenta de que no llevaba toda mi ropa hasta que mi madre me lo hizo notar. Yo estaba tan sorprendida como ella, puesto que las dos recordábamos que llevaba puesto el uniforme por la mañana. Mi madre y yo cruzamos la calle y fuimos hasta el colegio, buscamos en las aceras y por todo el patio y en las aulas, pero no encontramos ningún vestido de cuadros escoceses. Al invierno siguiente mis padres me compraron un abrigo marrón de piel sintética y un sombrero a juego. Me encantaban mi abrigo y mi sombrero nuevos y me sentía como una chica mayor porque no llevaba mitones a juego colgados de las mangas. Hubiesen preferido comprarme un abrigo con capucha porque me conocían de sobra, pero yo les rogué que no lo hicieran y prometí que tendría cuidado de no perder el sombrero. Lo que me gustaba de él eran los grandes pompones de piel que tenía en los extremos de los lazos.

Un día, al regresar del trabajo, mi padre me llamó para que bajase de mi dormitorio. Se agachó a mi altura, me abrazó y me pidió que me pusiese mi abrigo y mi sombrero nuevos para verme con ellos. Subí la escalera a toda velocidad, saltando los escalones de dos en dos, entusiasmada con la idea de hacer un pase de modelos para mi padre. Me puse el abrigo rápidamente pero no encontré el sombrero. Miré, nerviosa, debajo de la cama y en el armario pero no lo encontré por ningún lado. Tal vez no se diera cuenta de que no lo llevaba puesto. Bajé volando la escalera y di giros como si estuviese sobre una pasarela, posando y sonriendo, desfilando con mi abrigo nuevo para mi padre, que me miraba con atención y me decía lo guapa que estaba. Pero entonces me dijo que quería que también me pusiese el sombrero. «No, papá, sólo quiero enseñarte el abrigo. ¡Tú fíjate cómo me queda!», dije mientras seguía contoneándome por el vestíbulo e intentaba evitar el tema del sombrero perdido. Yo sabía que aquel sombrero había pasado a la historia.

Él se reía y yo me creí adorable y querida porque estaba jugando y riéndose conmigo. Volvió a sacar el tema del sombrero un par de veces más y entonces, sin dejar de reírse, me abofeteó. Me dio una bofetada fuerte en toda la cara y yo no entendía por qué. Al oír el sonido seco de la mano sobre mi cara, mi madre gritó: «¡Mike! Pero, ¿qué estás haciendo? ¿Qué estás haciendo?» Mi madre estaba atónita y apenas podía hablar. La furia de mi padre nos había herido a ambas. Yo seguía allí de pie, llevándome la mano a mi ardiente mejilla y llorando. Entonces mi padre sacó mi sombrero nuevo del bolsillo de su abrigo. Lo había encontrado tirado en la calle y, mirándome por encima de sus gafas, me dijo: «Tal vez ahora aprendas a no ser tan descuidada y a no perder las cosas.» Ahora soy una mujer y sigo perdiendo cosas. Sigo siendo descuidada. Pero lo que mi padre me enseñó aquel día no fue una lección de responsabilidad. Lo que aprendí fue a no confiar en su risa. Porque hasta su risa podía hacer daño.

 

Carol Sherman-Jones 

Covington, Kentucky

[El post de Pasajero sobre este libro de Auster, con otras tres historias, aquí]

[Aunque su labor en Creía que mi padre era Dios haya sido la de editor, Paul Auster es un gran escritor. Si te interesa leer textos suyos, te recomiendo empezar por La invención de la soledad o El cuaderno rojo, y continuar con su Trilogía de Nueva York (compuesta por las novelas Ciudad de cristal, Fantasmas y La habitación cerrada) y Leviatán].

Prosas apátridas, Julio Ramón Ribeyro

 

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Portada del libro en la edición de Seix Barral.

 

Julio Ramón Ribeyro es, sin ninguna duda, nuestro cuentista más importante. Si no lo has leído o solo conoces Los gallinazos sin plumas, aquí  pongo hipervínculos a diez de mis cuentos favoritos (espero releerlos pronto para hacer una lista más calmada y publicarla como un post):

  1. Una aventura nocturna
  2. Espumante en el sótano
  3. Tristes querellas en la vieja quinta
  4. Silvio en El Rosedal
  5. Solo para fumadores
  6. Al pie del acantilado
  7. Fénix
  8. Por las azoteas
  9. Interior L
  10. Alienación

[Comentario al margen: es una pena que, en Internet, sea más fácil encontrar resúmenes de los cuentos de Ribeyro, o adaptaciones para representaciones teatrales escolares, o interpretaciones y estudios críticos, que los cuentos mismos. He tenido que sacar a El carrusel de mi lista y poner a otro porque no encontré ningún enlace a ese cuento. Además, no te voy a mentir: el diseño de las páginas a las que enlazo dificulta, por momentos, la lectura. Si te incomoda mucho, recuerda que siempre puedes ir a Quilca o a Amazonas, donde encontrarás antologías de cuentos de Ribeyro a muy buenos precios].

Sin embargo, Ribeyro no solo escribió cuentos: se dedicó también a la novela, el teatro, el ensayo, el diario y el aforismo. Y además, a veces hacía anotaciones marginales, que no estaban pensadas para formar parte de una historia o de un ensayo, y que luego fueron reunidas en un volumen que se llama Prosas apátridas. Begonia Loayza las ha definido como “el timeline de Ribeyro”, y creo que es una descripción precisa, aunque cabe aclarar que estados como esos aparecen en Facebook uno cada que nace un panda.

Lo fácil que es confundir cultura con erudición. La cultura en realidad no depende de la acumulación de conocimientos incluso en varias materias, sino del orden que estos conocimientos guardan en nuestra memoria y de la presencia de estos conocimientos en nuestro comportamiento. Los conocimientos de un hombre culto pueden no ser muy numerosos, pero son armónicos, coherentes y, sobre todo, están relacionados entre sí. En el erudito, los conocimientos parecen almacenarse en tabiques separados. En el culto se distribuyen de acuerdo a un orden interior que permite su canje y su fructificación. Sus lecturas, sus experiencias se encuentran en fermentación y engendran continuamente nueva riqueza: es como el hombre que abre una cuenta con interés. El erudito, como el avaro, guarda su patrimonio en una media, en donde sólo cabe el enmohecimiento y la repetición. En el primer caso el conocimiento engendra el conocimiento. En el segundo el conocimiento se añade al conocimiento. Un hombre que conoce al dedillo todo el teatro de Beaumarchais es un erudito, pero culto es aquel que habiendo sólo leído Las Bodas de Fígaro se da cuenta de la relación que existe entre esta obra y la Revolución Francesa o entre su autor y los intelectuales de nuestra época. Por eso mismo, el componente de una tribu primitiva que posee el mundo en diez nociones básicas es más culto que el especialista en arte sacro bizantino que no sabe freír un par de huevos.

[El post de Pasajero sobre este libro de Ribeyro, con muchas más prosas apátridas, aquí]

El olvido que seremos, Héctor Abad Faciolince

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Portada del libro en Seix Barral. Imagen tomada de letraslibres

 

Este libro es un homenaje de Héctor Abad Faciolince a su padre, el médico Héctor Abad Gómez, que fue también profesor universitario y activista por los derechos humanos, y murió asesinado a balazos por unos sicarios. Aunque el libro se ocupe de la violencia colombiana, de asuntos políticos y sociales, y también de Abad Gómez como figura pública comprometida con su tiempo, El olvido que seremos es, sobre todo, un hermoso testimonio del amor de un hijo por su padre, que además creció sabiéndose amado por él.

Yo quería a mi papá con un amor que nunca volví a sentir hasta que nacieron mis hijos. Cuando los tuve a ellos lo reconocí, porque es un amor igual en intensidad, aunque distinto, y en cierto sentido opuesto. Yo sentía que a mí nada me podía pasar si estaba con mi papá. Y siento que a mis hijos no les puede pasar nada si están conmigo. Es decir, yo sé que antes me haría matar, sin dudarlo un instante, por defender a mis hijos. Y sé que mi papá se habría hecho matar sin dudarlo un instante por defenderme a mí. La idea más insoportable de mi infancia era imaginar que mi papá se pudiera morir, y por eso yo había resuelto tirarme al río Medellín si él llegaba a morirse. Y también sé que hay algo que sería mucho peor que mi muerte: la muerte de un hijo mío. Todo esto es una cosa muy primitiva, ancestral, que se siente en lo más hondo de la conciencia, en un sitio anterior al pensamiento. Es algo que no se piensa, sino que sencillamente es así, sin atenuantes, pues uno no lo sabe con la cabeza sino con las tripas.

[El post de Pasajero sobre este libro de Abad Faciolince, aquí]

Antología de la literatura fantástica, Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo, Adolfo Bioy Casares (compiladores)

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Portada del libro en una edición de Debolsillo. Imagen tomada de: letrarte.gob.mx

Tomé de este libro una historia que se llama La esperanza, de Villers de L’Isle Adam, cuando armé un post sobre cuentos macabros protagonizados por curas y monjas. Los otros eran La casa de reposo, de Fernando Iwasaki, y El eclipse, de Augusto Monterroso.

El cuento de Villiers de L’Isle Adam es fascinante. Que haya sido incluido en esta antología de literatura fantástica parece una broma cruel de los compiladores. Como ese cuento ya está en otro post, aquí voy a subir otros dos, breves y perfectos: El gesto de la muerte y Los ojos culpables. Este libro no tiene pierde.

El gesto de la muerte

Un joven jardinero persa dice a su príncipe:

-¡Sálvame! Encontré a la Muerte esta mañana. Me hizo un gesto de amenaza. Esta noche, por milagro, quisiera estar en Ispahán.

El bondadoso príncipe le presta sus caballos. Por la tarde, el príncipe encuentra a la Muerte y le pregunta:

-Esta mañana ¿por qué hiciste a nuestro jardinero un gesto de amenaza?

-No fue un gesto de amenaza -le responde- sino un gesto de sorpresa. Pues lo veía lejos de Ispahán esta mañana y debo tomarlo esta noche en Ispahán.

Jean Cocteau

***

Los ojos culpables

Cuentan que un hombre compró a una muchacha por cuatro mil denarios. Un día la miró y echó a llorar. La muchacha le preguntó por qué lloraba; él respondió:

-Tienes tan bellos ojos que me olvido de adorar a Dios.

Cuando quedó sola, la muchacha se arrancó los ojos. Al verla en ese estado el hombre se afligió y le dijo:

-¿Por qué te has maltratado así? Has disminuido tu valor.

Ella le respondió:

-No quiero que haya nada en mí que te aparte de adorar a Dios.

A la noche, el hombre oyó en sueños una voz que le decía:

-La muchacha disminuyó su valor para ti, pero lo aumentó para nosotros y te la hemos tomado.

Al despertar, encontró cuatro mil denarios bajo la almohada. La muchacha estaba muerta.

Ah’med Ech Chiruani

[El post de Pasajero sobre los cuentos macabros de curas y monjas, aquí]

Ética y Política para Amador, Fernando Savater

savater

Portadas de los libros de Fernando Savater editados por Ariel.

 

Fernando Savater es, con seguridad, el autor al que más he citado a lo largo de estos meses. Esto se debe, entre otras cosas, a que él parece haber escrito sobre todos los temas. Se debe, además, a que me resulta admirable la actitud (humilde y valiente) con que Savater ha asumido su labor de maestro: se niega a llamarse filósofo y prefiere que lo reconozcan como un profesor de filosofía. Sus batallas contra el nacionalismo y la intervención religiosa en asuntos de Estado, su defensa de la democracia, su predilección por los caballos y las novelas de aventura, su admiración por Borges, su sentido del humor, el carácter provocador y socarrón de sus artículos, el dolor indecible de su reciente viudez: dudo que todo esto los convenza siquiera un poquito del talento de Savater, pero al menos deja absolutamente clara mi devoción por él, que no pienso (ni podría) ocultar.

Hace poco más de 20 años, en España se permitió que el curso de Ética y Ciudadanía apareciera como optativo al de Religión en los colegios. Esto representaba un progreso en la construcción de un Estado laico; el problema era que los profesores del curso carecían de materiales que pudieran servir para acercar a los alumnos nociones como libertad, Estado, derechos, democracia, ética y política.

Por eso, Savater publicó los libros Ética para Amador y Política para Amador, dedicados a su hijo entonces adolescente, pero destinados a todos los que (adolescentes o no) quisieran acercase a estos temas.

Si encuentras esos libros, dales una oportunidad. Yo leí ambos en la universidad y sentí que estaban escritos para mí.

Sobre la importancia  de las instituciones intermediarias

Los otros animales que viven en grupo suelen tener pautas instintivas de conducta que limitan los enfrentamientos intergrupales: los lobos luchan entre sí por una hembra con ferocidad, pero cuando el que va perdiendo ofrece voluntariamente su cuello al más fuerte, el otro se da por contento y le perdona la vida; si en la batalla entre dos gorilas machos uno toma a un bebé gorila en los brazos y lo acuna como hacen las hembras, el otro cesa inmediatamente la pelea porque a las hembras no se las ataca… Etc. Los hombres no solemos tener tan piadosos miramientos unos con otros. Es preciso inventar artificios que impidan que la sangre llegue al río: se necesitan personas o instituciones a las que todos obedezcamos y que medien en las disputas, brindando su arbitraje o su coacción para que los individuos enfrentados no se destruyan unos a otros, para que no trituren a los más débiles (niños, ancianos…), para que no inicien una cadena de mutuas venganzas que acabe con la concordia del grupo.

Sobre la justicia como virtud

Acabo de emplear la palabra «derecho» y me parece que ya la he utilizado un poco antes. ¿Sabes por qué? Porque gran parte del difícil arte de ponerse en el lugar del prójimo tiene que ver con eso que desde muy antiguo se llama justicia. Pero aquí no sólo me refiero a lo que la justicia tiene de institución pública (es decir, leyes establecidas, jueces, abogados, etc.), sino a la virtud de la justicia, o sea: a la habilidad y el esfuerzo que debemos hacer cada uno —si queremos vivir bien—por entender lo que nuestros semejantes pueden esperar de nosotros. Las leyes y los jueces intentan determinar obligatoriamente lo mínimo que las personas tienen derecho a exigir de aquellos con quienes conviven en sociedad, pero se trata de un mínimo y de nada más. Muchas veces por muy legal que sea, por mucho que se respeten los códigos y nadie pueda ponernos multas o llevarnos a la cárcel, nuestro comportamiento sigue siendo en el fondo injusto. Toda ley escrita no es más que una abreviatura, una simplificación —a menudo imperfecta— de lo que tu semejante puede esperar concretamente de ti, no del Estado o de sus jueces. La vida es demasiado compleja y sutil, las personas somos demasiado distintas, las situaciones son demasiado variadas, a menudo demasiado íntimas, como para que todo quepa en los libros de jurisprudencia. Lo mismo que nadie puede ser libre en tu lugar, también es cierto que nadie puede ser justo por ti si tú no te das cuenta de que debes serlo para vivir bien. Para entender del todo lo que el otro puede esperar de ti no hay más remedio que amarle un poco, aunque no sea más que amarle sólo porque también es humano… y ese pequeño pero importantísimo amor ninguna ley instituida puede imponerlo. Quien vive bien debe ser capaz de una justicia simpática, o de una compasión justa.

[El post en Pasajero sobre Ética y Política para Amador, aquí. Escribí también otro artículo sobre por qué, para Savater, las opiniones no son respetables (aquí). Además, lo he citado cuando hice una selección de anécdotas, contadas por escritores, sobre cómo se habían interesado ellos por la lectura (aquí). Utilicé su defensa de los libros de aventuras cuando hablé de Harry Potter y la subliteratura (aquí). Y, finalmente, para rebatir la idea de que todo tiempo pasado fue mejor, recogí su idea de que todo el mundo piensa siempre, en todos los periodos de la historia, que su época es la peor de todas, (aquí)].