Pasajero Jueves, 29 octubre 2015

Tres cuentos macabros (con monjes y monjas)

Boceto de Mariano Gabriel Pérez

Boceto de Mariano Gabriel Pérez

Cuando era pequeño, Halloween era una fiesta distante: había visto en las series gringas que, un día al año, los niños se disfrazaban y paseaban por sus barrios con una calabacita que los amables vecinos llenaban de dulces. Y ya está: esa era mi idea. Y, la verdad, no me parecía macabra, solo distante, como ya dije: nunca pasó algo así en mi barrio.

En algún momento, sin embargo, a los adultos se les ocurrió que los niños de entonces estábamos demasiado interesados en Halloween, y se propusieron explicarnos que esta “celebración” trascendía los dulces y los disfraces. Recuerdo que una vez, en el colegio (yo estaba en tercero de primaria), nos repartieron un papelito que explicaba el origen de Halloween: sangre humana ofrecida en sacrificio, misas negras, festivales en los que se guisaban y comían órganos de niños, etcétera.

Estas historias, por supuesto, me dieron mucho más miedo que el Halloween mismo. El temor se debía no solo a la minuciosa explicación que había recibido, sino a que esa información provenía de gente que decía querernos y que, probablemente, en efecto nos quería y procuraba nuestro bien. ¿Puede alguien estar tan seguro de que atormentar niños con imágenes horribles es una manera efectiva de hacerles llegar a Dios? Porque de eso se trataba todo, finalmente.

Creo que, desde entonces, las cosas que más me han asustado en la vida no son aquellas abiertamente terroríficas, sino las que vienen envueltas, literalmente disfrazadas, en un discurso de amor y bondad.

Pienso, por ejemplo, en el personaje de Dolores Umbrige, la subsecretaria del Ministerio de Magia (y luego Suma Inquisidora de Hogwarts) en la saga de Harry Potter. Sus formas y su apariencia (su voz aguda, la corrección de sus palabras, sus primorosos atuendos rosados, sus galletitas y sus gatos) encarnan la candidez: es precisamente ese rasgo el que la hace todavía más perversa.

Pienso, también, en La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada, el cuento de Gabriel García Márquez. Hay allí un diálogo que no he podido olvidar y que grafica perfectamente lo que quiero decir. En un momento de la historia, la anciana comprueba que su nieta (a la que mantiene esclavizada) ha quemado sin querer la mansión en la que ambas vivían:

La abuela contemplaba con un abatimiento impenetrable los residuos de su fortuna. Eréndira, sentada entre las dos tumbas de los Amadises, había terminado de llorar. Cuando la abuela se convenció de que quedaban muy pocas cosas intactas entre los escombros, miró a la nieta con una lástima sincera.

Mi pobre niña suspiró—. No te alcanzará la vida para pagarme este percance.

Pero el espacio en que estas historias son mucho más comunes es, por supuesto, la religión. La religión tiene sobrados elementos (episodios históricos, dogmas, prácticas y rituales) que cumplen con esas características: una infamia indecible pero adornada con gestos delicados y compasivos, que parece incluso un regalo de amor a la víctima. El mal que me parece menos tormentoso es aquel cuyas intenciones son transparentes y pueden predecirse: quiere hacer daño y ya. En cambio, el mal que proviene de las religiones (y de los fundamentalismos en general, ya que estamos) suele hacerse bajo la consigna del amor desinteresado por los demás, a los que se castiga sin piedad pero por su bien.

Pensando en esto, recordé dos historias que recogen personajes con esa configuración, y las comparto contigo ahora para acompañar tu viaje, Pasajero. Es triste, pero hay que decirlo: quizá estos cuentos de curas y monjas den menos miedo que las historias, reales y espantosamente actuales, que venimos escuchando sobre clérigos pederastas o pervertidos o mafiosos, y peor todavía, sobre una jerarquía cómplice e hipócrita que los encubre. En fin.

Al final, agrego un bonus track del maestro Augusto Monterroso.

La casa de reposo

Este cuento pertenece a Ajuar funerario, el libro de cuentos de terror de Fernando Iwasaki.

1175610_409929592444328_1262237646_n

La casa de reposo

LA MADRE SUPERIORA miró hacia el cielo como buscando una señal divina, y en sus ojos desvelados de oraciones reverberó cristalina una lágrima.

—¿Y dice usted que el viejo profesor se niega a ir a misa, hermana?

—Así es, reverenda. Y maldice y ofende a María Santísima.

—No importa, hermana. Llévelo entonces a dar un paseo por el huerto.

—Sí, reverenda.

—Hermana…

—¿Sí, reverenda?

—Que parezca un accidente.

Fernando Iwasaki Cauti

La esperanza

El que sigue es uno de mis cuentos favoritos. Lo escribió Villiers de L’Isle Adam (1838-1889) y aparece en la maravillosa Antología de la literatura fantástica que elaboraron los escritores argentinos Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo. Que haya sido incluido en una recopilación de historias fantásticas es, quizá, doblemente macabro.

diego-mateo-zapata-por-goya

“Zapata tu gloria será eterna”. Grabado de Francisco de Goya en el que se representa al médico Diego Mateo Zapata (1664-1745), preso en un calabozo de la Inquisición. Fuente: letamendi.wordpress.com

La esperanza

Al atardecer, el venerable Pedro Argüés, sexto prior de los dominicos de Segovia, tercer Gran Inquisidor de España, seguido de un fraile redentor (encargado del tormento) y precedido por dos familiares [agentes de la Inquisición española] del Santo Oficio provistos de linternas, descendió a un calabozo. La cerradura de una puerta maciza chirrió; el Inquisidor penetró en un hueco mefítico, donde un triste destello del día, cayendo desde lo alto, dejaba percibir, entre dos argollas fijadas en los muros, un caballete ensangrentado, una hornilla, un cántaro. Sobre un lecho de paja sujeto por grillos, con una argolla de hierro en el pescuezo, estaba sentado, hosco, un hombre andrajoso, de edad indescifrable.

Este prisionero era el rabí Abarbanel, judío aragonés, que -aborrecido por sus préstamos usurarios y por su desdén de los pobres- diariamente había sido sometido a la tortura durante un año. Su fanatismo, «duro como su piel», había rehusado la abjuración.

Orgulloso de una filiación milenaria -porque todos los judíos dignos de este nombre son celosos de su sangre-, descendía talmúdicamente de la esposa del último juez de Israel: Hecho que había mantenido su entereza en lo más duro de los incesantes suplicios.

Con los ojos llorosos, pensando que la tenacidad de esta alma hacía imposible la salvación, el venerable Pedro Argüés, aproximándose al tembloroso rabino, pronunció estas palabras:

-Hijo mío, alégrate: Tus trabajos van a tener fin. Si en presencia de tanta obstinación me he resignado a permitir el empleo de tantos rigores, mi tarea fraternal de corrección tiene límites. Eres la higuera reacia, que por su contumaz esterilidad está condenada a secarse… pero sólo a Dios toca determinar lo que ha de suceder a tu alma. ¡Tal vez la infinita clemencia lucirá para ti en el supremo instante! ¡Debemos esperarlo! Hay ejemplos… ¡Así sea! Reposa, pues, esta noche en paz. Mañana participarás en el auto de fe; es decir, serás llevado al quemadero, cuya brasa premonitoria del fuego eternal no quema, ya lo sabes, más que a distancia, hijo mío. La muerte tarda por lo menos dos horas (a menudo tres) en venir, a causa de las envolturas mojadas y heladas con las que preservamos la frente y el corazón de los holocaustos. Seréis cuarenta y dos solamente. Considera que, colocado en la última fila, tienes el tiempo necesario para invocar a Dios, para ofrecerle este bautismo de fuego, que es el del Espíritu Santo. Confía, pues, en la Luz y duerme.

Dichas estas palabras, el Inquisidor ordenó que desencadenaran al desdichado y lo abrazó tiernamente. Lo abrazó luego el fraile redentor y, muy bajo, le rogó que le perdonara los tormentos. Después lo abrazaron los familiares, cuyo beso, ahogado por las cogullas, fue silencioso. Terminada la ceremonia, el prisionero se quedó solo, en las tinieblas.

ilustración de un calabozo norteafricano tomado de regmurcia

Ilustración de un calabozo norafricano. Tomado de regmurcia.com

El rabí Abarbanel, seca la boca, embotado el rostro por el sufrimiento, miró sin atención precisa la puerta cerrada. «¿Cerrada?…» Esta palabra despertó en lo más íntimo de sus confusos pensamientos un sueño. Había entrevisto un instante el resplandor de las linternas por la hendidura entre el muro y la puerta. Una esperanza mórbida lo agitó. Suavemente, deslizando el dedo con suma precaución, atrajo la puerta hacia él. Por un azar extraordinario, el familiar que la cerró había dado la vuelta a la llave un poco antes de llegar al tope, contra los montantes de piedra. El pestillo, enmohecido, no había entrado en su sitio y la puerta había quedado abierta.

El rabino arriesgó una mirada hacia afuera.

A favor de una lívida oscuridad, vio un semicírculo de muros terrosos en los que había labrados unos escalones; y en lo alto, después de cinco o seis peldaños, una especie de pórtico negro que daba a un vasto corredor del que no le era posible entrever, desde abajo, más que los primeros arcos.

Se arrastró hasta el nivel del umbral. Era realmente un corredor, pero casi infinito. Una luz pálida, con resplandores de sueño, lo iluminaba. Lámparas suspendidas de las bóvedas azulaban a trechos el color deslucido del aire; el fondo estaba en sombras. Ni una sola puerta en esa extensión. Por un lado, a la izquierda, troneras con rejas, troneras que por el espesor del muro dejaban pasar un crepúsculo que debía ser el del día, porque se proyectaba en cuadrículas rojas sobre el enlosado. Quizá allá lejos, en lo profundo de las brumas, una salida podía dar la libertad. La vacilante esperanza del judío era tenaz, porque era la última.

Sin titubear se aventuró por el corredor, sorteando las troneras, tratando de confundirse con la tenebrosa penumbra de las largas murallas. Se arrastraba con lentitud, conteniendo los gritos que pugnaban por brotar cuando lo martirizaba una llaga.

De repente un ruido de sandalias que se aproximaba lo alcanzó en el eco de esta senda de piedra. Tembló, la ansiedad lo ahogaba, se le nublaron los ojos. Se agazapó en un rincón y, medio muerto, esperó.

Era un familiar que se apresuraba. Pasó rápidamente con una tenaza en la mano, la cogulla baja, terrible, y desapareció. El rabino, casi suspendidas las funciones vitales, estuvo cerca de una hora sin poder iniciar un movimiento. El temor de una nueva serie de tormentos, si lo apresaban, lo hizo pensar en volver a su calabozo. Pero la vieja esperanza le murmuraba en el alma ese divino tal vez, que reconforta en las peores circunstancias. Un milagro lo favorecía. ¿Cómo dudar? Siguió, pues, arrastrándose hacia la evasión posible. Extenuado de dolores y de hambre, temblando de angustia, avanzaba. El corredor parecía alargarse misteriosamente. Él no acababa de avanzar; miraba siempre la sombra lejana, donde debía existir una salida salvadora.

De nuevo resonaron unos pasos, pero esta vez más lentos y más sombríos. Las figuras blancas y negras, los largos sombreros de bordes redondos, de dos inquisidores, emergieron de lejos en la penumbra. Hablaban en voz baja y parecían discutir algo muy importante, porque las manos accionaban con viveza.

Ya cerca, los dos inquisidores se detuvieron bajo la lámpara, sin duda por un azar de la discusión. Uno de ellos, escuchando a su interlocutor, se puso a mirar al rabino. Bajo esta incomprensible mirada, el rabino creyó que las tenazas mordían todavía su propia carne; muy pronto volvería a ser una llaga y un grito.

 *

Desfalleciente, sin poder respirar, las pupilas temblorosas, se estremecía bajo el roce espinoso de la ropa. Pero, cosa a la vez extraña y natural: los ojos del inquisidor eran los de un hombre profundamente preocupado de lo que iba a responder, absorto en las palabras que escuchaba; estaban fijos y miraban al judío, sin verlo.

Al cabo de unos minutos los dos siniestros discutidores continuaron su camino a pasos lentos, siempre hablando en voz baja, hacia la encrucijada de donde venía el rabino. No lo habían visto. Esta idea atravesó su cerebro: ¿No me ven porque estoy muerto? Sobre las rodillas, sobre las manos, sobre el vientre, prosiguió su dolorosa fuga, y acabó por entrar en la parte oscura del espantoso corredor.

De pronto sintió frío sobre las manos que apoyaba en el enlosado; el frío venía de una rendija bajo una puerta hacia cuyo marco convergían los dos muros. Sintió en todo su ser como un vértigo de esperanza. Examinó la puerta de arriba abajo, sin poder distinguirla bien, a causa de la oscuridad que la rodeaba. Tentó: Nada de cerrojos ni cerraduras. ¡Un picaporte! Se levantó. El picaporte cedió bajo su mano y la silenciosa puerta giró.

*

La puerta se abría sobre jardines, bajo una noche de estrellas. En plena primavera, la libertad y la vida. Los jardines daban al campo, que se prolongaba hacia la sierra, en el horizonte. Ahí estaba la salvación. ¡Oh, huir! Correría toda la noche, bajo esos bosques de limoneros, cuyas fragancias lo buscaban. Una vez en las montañas, estaría a salvo. Respiró el aire sagrado, el viento lo reanimó, sus pulmones resucitaban. Y para bendecir otra vez a su Dios, que le acordaba esta misericordia, extendió los brazos, levantando los ojos al firmamento. Fue un éxtasis.

Entonces creyó ver la sombra de sus brazos retornando sobre él mismo; creyó sentir que esos brazos de sombra lo rodeaban, lo envolvían, y tiernamente lo oprimían contra su pecho. Una alta figura estaba, en efecto, junto a la suya. Confiado, bajó la mirada hacia esta figura, y se quedó jadeante, enloquecido, los ojos sombríos, hinchadas las mejillas y balbuceando de espanto. Estaba en brazos del Gran Inquisidor, del venerable Pedro Argüés, que lo contemplaba, llenos los ojos de lágrimas y con el aire del pastor que encuentra la oveja descarriada.

Mientras el rabino, los ojos sombríos bajo las pupilas, jadeaba de angustia en los brazos del Inquisidor y adivinaba confusamente que todas las fases de la jornada no eran más que un suplicio previsto, el de la esperanza, el sombrío sacerdote, con un acento de reproche conmovedor y la vista consternada, le murmuraba al oído, con una voz debilitada por los ayunos:

-¡Cómo, hijo mío! ¿En vísperas, tal vez, de la salvación, querías abandonarnos?

Villiers de L’Isle Adam

*Bonus track: El eclipse

Aunque este cuento de Augusto Monterroso comparte con los anteriores el oficio de sus personajes, no juega con la misma idea de la macabra bondad. Pero qué importa: igual es perturbador y se justifica.

 

El eclipse

Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.

Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.

Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.

Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.

-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.

Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.

Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.

Augusto Monterroso