Pasajero Lunes, 31 agosto 2015

Que el roche de la Municipalidad sirva para volver a RiBeyro

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Casual en el tráfico limeño. Ilustración de Afloresmontúfar

 

En la mañana, la Gerencia de Cultura de la Municipalidad de Lima publicó esta foto, con la que pretendía saludar a Julio Ramón Ribeyro, nuestro cuentista más importante. Lo llaman Riveiro y le confunden las fechas: mencionan esta, el 31 de agosto, como el aniversario de su muerte, cuando es en realidad su cumpleaños (murió el 4 de diciembre de 1994; Fuente: Wikipedia). Ahora, seamos sinceros: si la Municipalidad no metía la pata de esa manera, probablemente menos gente estaría ahora hablando de Ribeyro, aunque sea de rebote. Así que vamos a interpretar ese homenaje equivocado no como una evidencia de lo jodida que está la cultura en esta gestión, sino como una brillante y sacrificada estrategia de promoción de la lectura. (Ya lo dice Borges en El inmortal: «Sé de quienes obran el mal para que en los siglos futuros resultara el bien.»)

Y como es el cumpleaños de Ribeyro, hay que celebrarlo. Y de la mejor forma en que puede festejarse a un escritor: leyéndolo. Todos hemos leído algo suyo, sobre todo Los gallinazos sin plumas. Es más: en muchos casos, como en el mío, eso fue lo único de Ribeyro que nos mandaron a leer en los once años de colegio. Por suerte, es uno de los escritores peruanos más leídos y queridos, y sus cuentos aparecen en muchísimas ediciones populares, y fácilmente se encuentra ejemplares de segunda mano a precios accesibles paseando por Quilca o Amazonas.

En los últimos años, sin embargo, los ojos de la crítica se han dirigido a otra área de la obra de Ribeyro: la no ficción. No obstante, esta sigue siendo casi desconocida para el gran público. Uno puede terminar perfectamente la secundaria sin siquiera haber escuchado hablar de La tentación del fracaso, la reunión de los diarios de Ribeyro, o La caza sutil, su conjunto de ensayos, o Prosas apátridas, que es el libro del que hemos sacado los shots que ahora compartimos contigo.

Prosas apátridas es un conjunto de textos breves que Ribeyro escribió a lo largo de su vida. No eran precisamente fragmentos de su diario, ni argumentos para cuentos, ni ideas para artículos o ensayos. Eran notas al margen, impresiones o imágenes o reflexiones en las que no veía mayor desarrollo posible. Así que las fue guardando durante años. Cuando tuvo suficientes, las publicó en un libro. Y las llamó así, Prosas apátridas, porque no pertenecen a ningún género, porque no tienen una patria literaria.

En ellas, Ribeyro escribe sobre diversos temas: el amor, la relación padre-hijo, el dolor, la muerte, la literatura, la condición del hombre ante la revolución, la tecnología, etcétera. Es increíble la actualidad que algunas de ellas tienen todavía: incluso más ahora que antes.

Es, además, una lectura perfecta para soportar el tráfico: los textos son breves, claros y contundentes, y ayudan a preguntar, a descubrir y a comprender. No hay pierde.

Para no desperdiciar espacio, y poder compartir la mayor cantidad de prosas, nos callamos ya y dejamos hablar al mudo (al mudo bueno). Salud.

Sobre la relación padre-hijo

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Para un padre, el calendario más veraz es su propio hijo. En él, más que en espejos o almanaques, tomarnos conciencia de nuestro transcurrir y registramos los síntomas de nuestro deterioro. El diente que le sale es el que perdemos, el centímetro que aumenta el que nos empequeñecemos, las luces que adquiere las que en nosotros se extinguen, lo que aprende lo que olvidamos y el año que suma el que se nos sustrae. Su desarrollo es la imagen simétrica e invertida de nuestro consumo, pues él se alimenta de nuestro tiempo y se construye con las amputaciones sucesivas de nuestro ser.

Sobre el universo de los niños

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El advenimiento de un niño a un hogar es como la irrupción de los bárbaros en el viejo imperio romano. Mi hijo ha destrozado en veinte meses de vida todos los signos exteriores y ostentatorios de nuestra cultura doméstica: la estatuilla de porcelana que heredé de mi padre, reproducciones de esculturas famosas, ceniceros raros hurtados con tanta astucia en restaurantes, copas de cristal encargadas a Polonia, libros con grabados preciosos, el tocadiscos portátil, etc. El niño se siente frente a estos objetos, cuya utilidad desconoce, como el bárbaro frente a los productos enigmáticos de una civilización que no es la suya. Y como a pesar de su ignorancia y su sinrazón, él representa la fuerza, la supervivencia, es decir, el porvenir, los destruye. Destruye los signos de una cultura ya para él caduca porque sabe que podrá remplazarlos, puesto que él encarna, potencialmente, una nueva cultura.

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Es necesario dotar a todo niño de una casa. Un lugar que, aún perdido, pueda más tarde servirle de refugio y recorrer con la imaginación buscando su alcoba, sus juegos, sus fantasmas. Una casa: ya sé que se deja, se destruye, se pierde, se vende, se abandona. Pero al niño hay que dársela porque no olvidará nada de ella, nada será desperdicio, su memoria conservará el color de sus muros, el aire de sus ventanas, las manchas del cielo raso y hasta «la figura escondida en las venas del mármol de la chimenea». Todo para él será atesoramiento. Más tarde no importa. Uno se acostumbra a ser transeúnte y la casa se convierte en posada. Pero para el niño la casa es su mundo, el mundo. Niño extranjero, sin casa. En casas de paso, de paseo, de pasaje, de pasajero, que no dejarán en él más que imágenes evanescentes de muebles innobles y muros insensatos. ¿Dónde buscará su niñez en medio de tanto trajín y tanto extravío? La casa, en cambio, la verdadera, es el lugar donde uno trascurre y se trasforma, en el marco de la tentación, del ensueño, de la fantasía, de la depredación, del hallazgo y del deslumbramiento. Lo que seremos está allí, en su configuración y sus objetos. Nada en el mundo abierto y andarín podrá remplazar al espacio cerrado de nuestra infancia, donde algo ocurrió que nos hizo diferentes y que aún perdura y que podemos rescatar cuando recordamos aquel lugar de nuestra casa.

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El mundo no está hecho para los niños. Por ello su contacto con él es siempre doloroso, muchas veces catastrófico. Si coge un cuchillo se corta, si sube a una silla se cae, si sale a la calle lo arrolla un automóvil. Es curioso que en tantos miles de años de civilización no se haya hecho nada para aliviar o solucionar este conflicto. Se han inventado los juguetes, es cierto, que un mundo miniaturizado, al uso y medida de los niños. Pero éstos se aburren de sus juguetes y, por imitación, quieren constantemente disponer de las cosas de los adultos. Con qué decisión y espontaneidad se precipitan hacia su adultez, qué obstinación la suya en mimar a su mayores. Y a costa del dolor, aprenden. Su condición para progresar es justamente estar en contacto permanente con el mundo adulto, con lo grande, lo pesado, lo desconocido, lo hiriente. Sería lo ideal, claro, que vivieran en un mundo aparte, acolchado, sin cuchillos que cortan ni puertas que chancan los dedos, entre niños. Pero entonces no evolucionarían. Los niños no aprenden nada de los niños.

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Lo difícil que es enseñarles a perder a los niños. Jueguen a los soldados, a las damas, al monopolio o a las cartas, no admiten otra posibilidad que la victoria. Cuando esta se revela imposible, tratan de rescatarla con alguna estratagema, abandonan el juego antes de que se defina o proponen otro en el que están seguros de ganar. Pero con el tiempo llegan a comprender que también existe la derrota. Entonces su visión de la vida se ensancha, pero en el sentido de la sombra y el desamparo, como para aquel que, habiendo siempre dormido de sol a sol, despertara una vez a mitad de su sueño y se diera cuenta de que también existe la noche.

Sobre las formas de conocer

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Al igual que yo, mi hijo tiene sus autoridades, sus fuentes, sus referencias a las cuales recurre cuando quiere apoyar una afirmación o una idea. Pero si las mías son los filósofos, los novelistas o los poetas, las de mi hijo son los veinte álbumes de las aventuras de Tintín. En ellos todo está explicado. Si hablamos de aviones, animales, viajes interplanetarios, países lejanos o tesoros, él tiene muy a la mano la cita precisa, el texto irrefutable que viene en socorro de sus opiniones. Eso es lo que se llama tener una visión, quizá falsa, del mundo, pero coherente y muchísimo más sólida que la mía, pues está inspirada en un solo libro sagrado, sobre el cual aún no ha caído la maldición de la duda. Solo tiempo más tarde se dará cuenta de que esas explicaciones tan simples no calzan con la realidad y que es necesario buscar otras más sofisticadas. Pero esa primera versión le habrá sido útil, como la placenta intrauterina, para protegerse de las contaminaciones del mundo mayor y desarrollarse con ese margen de seguridad que requieren seres tan frágiles. La primera resquebrajadura de su universo coloreado, gráfico, será el signo de la pérdida de su candor y de su ingreso al mundo individual de los adultos, después de haber habitado el genérico de la infancia, del mismo modo que en su cara aparecerán los rasgos de sus ancestros, luego de haber sobrellevado la máscara de la especie. Entonces tendrá que escrutar, indagar, apelar a filósofos, novelistas o poetas para devolverle a su mundo armonía, orden, sentido, inútilmente, además.

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Lo fácil que es confundir cultura con erudición. La cultura en realidad no depende de la acumulación de conocimientos incluso en varias materias, sino del orden que estos conocimientos guardan en nuestra memoria y de la presencia de estos conocimientos en nuestro comportamiento. Los conocimientos de un hombre culto pueden no ser muy numerosos, pero son armónicos, coherentes y, sobre todo, están relacionados entre sí. En el erudito, los conocimientos parecen almacenarse en tabiques separados. En el culto se distribuyen de acuerdo a un orden interior que permite su canje y su fructificación. Sus lecturas, sus experiencias se encuentran en fermentación y engendran continuamente nueva riqueza: es como el hombre que abre una cuenta con interés. El erudito, como el avaro, guarda su patrimonio en una media, en donde sólo cabe el enmohecimiento y la repetición. En el primer caso el conocimiento engendra el conocimiento. En el segundo el conocimiento se añade al conocimiento. Un hombre que conoce al dedillo todo el teatro de Beaumarchais es un erudito, pero culto es aquel que habiendo sólo leído Las Bodas de Fígaro se da cuenta de la relación que existe entre esta obra y la Revolución Francesa o entre su autor y los intelectuales de nuestra época. Por eso mismo, el componente de un tribu primitiva que posee el mundo en diez nociones básicas es más culto que el especialista enx arte sacro bizantino que no sabe freír un par de huevos.

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Uno de mis defectos principales es la dispersión, la imposibilidad de concentrar duraderamente mi interés, mi inteligencia y mis energías en algo determinado. Las fronteras entre el objeto de mi actividad del momento y lo que me rodea son demasiado elásticas y por ellas se filtran llamados, tentaciones, que me desplazan de una tarea a otra. Durante varios días estuve leyendo diarios íntimos femeninos, creyendo que por este camino iba a llegar a algún lugar, pero de pronto me desvié hacia los memorialistas franceses del siglo XVIII y esto también lo dejé para precipitarme sobre los OVNIS, tema que creía haber agotado hace semanas, pero que al azar de una lectura de periódico regresa a mí y me sumerge en lecturas agobiantes, que seguramente abandonaré en cualquier momento por la historia antigua, la alquimia o la antropología. Víctima soy, me doy cuenta, de la facilidad que existe ahora para informarse: libros de bolsillo, revistas de divulgación, manuales al alcance de todos, nos dan la impresión falaz de ser los hombres de un nuevo Renacimiento, Erasmos enanos, capaces de enterarse de todo en obras de pacotilla, compradas a precio de supermercado. Error que es necesario enmendar, pues hace tiempo sé. Pero siempre lo olvido, que la formación no tiene ningún sentido si no está gobernada por la formación.

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Podemos memorizar muchas cosas, imágenes, melodías, nociones, argumentaciones o poemas, pero hay dos cosas que no podemos memorizar: el dolor y el placer. Podemos a lo más tener el recuerdo de esas sensaciones, pero no las sensaciones del recuerdo. Si nos fuera posible revivir el placer que nos procuró una mujer o el dolor que nos causó una enfermedad, nuestra vida se volvería imposible. En el primer caso se convertiría en una repetición, en el segundo en una tortura. Como somos imperfectos, nuestra memoria es imperfecta y sólo nos restituye aquello que no puede destruirnos.

Sobre la fuerza del azar

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Nuestra vida depende a veces de detalles insignificantes. Por un desperfecto momentáneo del teléfono no recibimos la llamada que esperábamos, al no recibirla perdemos para siempre el contacto con una persona que nos interesaba, al perderlo nos privamos de una relación capaz de transformarnos, al privarnos de ella desaparece una fuente de gozo, de innovación y de enriquecimiento, al desaparecer clausuramos la única alternativa verdaderamente fecunda que nos ofrecía el mundo, al clausurarse volvemos al punto de partida: la de quien espera la llamada que nunca vendrá.

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Hay veces en que el itinerario que habitualmente seguimos, sin mayor contratiempo, se puebla de toda clase de obstáculos: un enorme camión nos impide cruzar la pista, un taxi está a punto de atropellarnos, un viejo gordo con bastón y bolsa obstruye toda la vereda, una zanja que el día anterior no estaba allí nos obliga a dar un rodeo, un perro sale de un portal y nos ladra, no encontramos sino luces rojas en los cruces, empieza a llover y no hemos traído paraguas, recordamos haber olvidado en casa la billetera, algún imbécil que no queremos saludar nos aborda, en fin, todos aquellos pequeños accidentes que en el curso de un mes se dan aisladamente, se concentran en un solo viaje, por un desfallecimiento en el mecanismo de las probabilidades, como cuando la ruleta arroja veinte veces seguidas el color negro. Extrapolando esta observación de una jornada a la escala de una vida, es esa falla lo que diferencia la felicidad de la infelicidad. A unos les toca un mal día como a otros una mala vida.

Sobre por qué el escritor no cuenta historias felices

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Se reprocha a los escritores su inclinación a tratar temas sombríos, tristes, dramáticos, sórdidos y nunca o casi nunca temas felices. No creo que ello sea fruto de una preferencia, sino imposibilidad de sortear un escollo. Ocurre que la felicidad es indescriptible, no se puede declinar la felicidad. Es por ello que los cuentos populares y los cuentos para niños —e incluso los filmes norteamericanos happy end— terminan siempre con una fórmula de este género: «Se casaron y fueron muy felices». Allí el narrador se detiene, pues ya no tiene nada que decir. Donde empieza la felicidad, empieza el silencio.

Sobre la creación como autodestrucción

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En algunos casos, como en el mío, el acto creativo está basado en la autodestrucción. Todos los demás valores –salud, familia, porvenir, etc.– quedan supeditados al acto de crear y pierden toda vigencia. Lo inaplazable, lo primordial, es la línea, la frase, el párrafo que uno escribe, que se convierte así en el depositario de nuestro ser, en la medida en que se implica el sacrificio de nuestro ser. Admiro pues a los artistas que crean en el sentido de su vida y no contra su vida, los longevos, verdaderos y jubilosos, que se alimentan de su propia creación y no hacen de ella, como yo, lo que se resta a lo que nos estaba tolerado vivir.

PROSAS APÁTRIDAS RIBEYRO

Portada del libro en Seix Barral (2007)

Sobre la razón como forma de locura

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La locura en muchos casos no consiste en carecer de razón sino en querer llevar la razón que uno tiene hasta sus últimas consecuencias. El hombre, como leí en un cuento, que trata de clasificar a la humanidad de acuerdo a los más variados criterios (negros y blancos, negros altos y blancos bajos, negros altos flacos y blancos bajos gordos, negros altos flacos solteros y blancos bajos gordos casados, etc.) encontrándose así en la necesidad de formular una serie definitiva. Un hombre que vino a la Agencia para proponer algo aparentemente muy sensato: reunir a los grandes jefes de estado, al papa, al secretario general de la ONU, etc. en una Paella Universal en la que se resolverían amigablemente los problemas mundiales. Aquel otro que vino para informarnos que había presentado una demanda judicial contra la Unión Soviética para que devolviera a España el oro que se llevó durante la República. Su argumentación desde el punto de vista histórico y jurídico era inatacable, pero llevada a la práctica era un acto de demente.

Lo que diferencia este tipo de locura de la cordura no es tanto el carácter irracional de la idea incriminada sino el que ésta contenga en sí su propia imposibilidad. Los locos de esta naturaleza lo son porque han aislado completamente su preocupación del contexto que los rodea y no tienen en cuenta así todos los elementos de una situación o, como se dice, todos los imponderables de un problema. De allí que esta forma de locura tenga tantas similitudes con la genialidad. Los genios son estos locos más una cualidad: la de encontrar la solución de un problema saltando por encima de las dificultades intermediarias.

Sobre el acoso contra las mujeres (macho-mediterráneo style)

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En su comportamiento con las mujeres los hombres son por lo general necios, fatuos y francamente detestables. Mi viajes en metro me tienen ya familiarizado con el ceremonial de los machos mediterráneos —españoles, italianos, argelinos, tunecinos y en menor grado franceses— que desde que suben a un vagón no piensan más que en ubicar a una mujer, de preferencia guapa, pero, si no la hay, a cualquier mujer, para aprovechar la apretura y frotarse contra ella. Si no es hora de aglomeración, no importa, tratan de colocarse frente a un mujer para mirarle a las piernas o, los más románticos, fijamente a los ojos, esperando no sé qué, vanamente, durante diez o veinte estaciones. Pero el colmo, por lo que tiene de quimérico como proyecto o de efímero como placer, son las agresiones visuales que sufren las mujeres de hombres que no viajan en su metro , sino del que va en dirección contraria. Los vagones se cruzan durante segundos en cada estación, pero aun así no falta nunca, líbreme Dios, un cabro mostachudo, escuálido o depravadamente calvo, que lance su mirada ávida hacia el vagón inverso y, si distingue a una mujer guapa, no la observe con impertinencia o gula o provocación o arrogancia. ¿Qué función cumple esta fugaz mirada? ¿En el homenaje genérico, impersonal, rutinario del sexo fuerte al débil? ¿El propósito de registrar una figura que pasará a formar parte de un harem interior? ¿La esperanza de sorprender en la mujer observada una respuesta a ese fulminante convite sexual? Pero suponiendo que la respuesta sea afirmativa, ¿cómo ingeniárselas para pasar de un vagón a otro que va en sentido contrario, o al menos concretar una cita en fracciones de segundo? Todo esto es descabellado, iluso. Pero sucede todos los días en el metro, hasta las náuseas, hasta la compasión. Porque el macho mediterráneo, al término de su viaje en metro, no debe llevar más que el paso de una terrible frustración, sin otra salida que la de hacer el amor a ciegas con su mujer fea o ya usada, o masturbarse estoicamente, como un orangután enjaulado.