Pasajero Martes, 18 agosto 2015

Paul Auster recoge historias de gente como uno

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Paul Auster. Foto: Vimeo

Todos tenemos algo que contar. Todos. A todos nos ha pasado algo horrible, hermoso, ridículo o increíble, aunque sea una vez en la vida. Todos tenemos algo que contar: esa afirmación puede sonar obvia y hueca, pero la olvidamos más a menudo de lo que creemos. Ponerla a prueba es, por eso, una necesaria experiencia humana.

El escritor norteamericano Paul Auster (La trilogía de Nueva York, Leviatán) les pidió a los oyentes de la Radio Pública Nacional (RPN) que le enviaran historias escritas por ellos mismos. El tema era libre. Sus textos debían cumplir con dos únicos requisitos: ser reales y breves.

Cada semana, luego de escoger las que más le habían gustado, Auster las leía en la radio. A lo largo de un año, recibió alrededor de cuatro mil relatos. Desde todas partes de Estados Unidos, sobre todos los temas: miles de personas que parecían haber esperado esta oportunidad para compartir un pedazo de su historia. En algún momento, Auster pensó que no sería mala idea reunir los mejores en un libro. En el prólogo, afirma que «la radio es un instrumento poderoso, y la RPN llega a casi todos los rincones del país, pero no puede retener las palabras en las manos. Un libro es algo tangible, y una vez que lo has cerrado siempre puedes volver al lugar donde lo dejaste y cogerlo otra vez.»

***

La primera vez que supe de ese libro fue porque leí una de sus historias. Aparece en Un día con Julio Villanueva Chang (libro que recoge los comentarios del fundador de la revista Etiqueta Negra en un taller, en 2005). La historia se llama La gallina, y es la primera del libro de Auster:

Una mañana temprano de domingo iba bajando por la calle Stanton cuando vi, a pocos metros delante de mí, una gallina. Yo caminaba más deprisa, así que pronto le di alcance. A la altura de la avenida Dieciocho, estaba casi encima de ella. En la Dieciocho, la gallina giró en dirección sur. Al llegar a la cuarta casa se metió por el camino de entrada, subió los escalones del porche dando saltitos y picoteó con decisión la puerta metálica. Momentos después, la puerta se abrió y la gallina entró.

Linda Elegant

Portland, Oregón

Ahora bien, la historia me pareció interesante, pero pude haberla olvidado al poco tiempo. Lo que no pude olvidar es el título del libro del que provenía: Creía que mi padre era Dios. Precisamente porque yo también creía que mi padre era Dios. Y no recuerdo haberlo pensado así hasta que leí ese título, y entonces caí en cuenta de que así era.

Es decir, sabía que papá no podía ser Dios, y efectivamente nunca creí que lo fuera, pero algunas de las cosas que provee la fe (la sensación de protección y bienestar, la imagen de un ideal de conocimiento y sabiduría, la consciencia de la inmortalidad) las asocié primero a papá que a Dios. Y así, además: creía. Es decir: había creído, en algún momento. O, mejor: hasta algún momento.

Así que, bueno, quise el libro desde que supe que existía, más por su título que por la única historia suya que había leído.

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Portada del libro en Booket. Imagen: casadellibro.com

La gente que cuenta estas historias compone una versión en miniatura de la sociedad norteamericana. Dice Auster: «Este libro ha sido escrito por personas de todas las edades y de todas las clases sociales. Entre ellas hay un cartero, un marino mercante, un conductor de trolebús, una lectora de contadores de gas y electricidad, un restaurador de pianos, un especialista en limpiar lugares donde se ha cometido un crimen, un músico, un hombre de negocios, dos sacerdotes, un recluso de una prisión estatal, varios médicos, diferentes tipos de amas de casa, granjeros y ex militares. El colaborador más joven tiene apenas veinte años; el mayor ronda los noventa.» Y las historias que cuentan apuntan hacia todas las direcciones la experiencia humana: «Meteduras de pata divertidas, desgraciadas coincidencias, situaciones en las que se ha visto la muerte de cerca [aquí hay un ejemplo de estas últimas, Un disparo en la luz], encuentros milagrosos, ironías inverosímiles, premoniciones, penas, dolor, sueños, esos fueron los temas elegidos por los participantes.»

Venganza

Mi abuela era una mujer con una voluntad de hierro, la temida matriarca de nuestra familia, allá por los años cincuenta, cuando vivíamos en Nueva York.

Cuando yo tenía cinco años, invitó a algunos amigos y parientes a una fiesta que dio en su piso del Bronx.  Entre los invitaos estaba un vecino importante al que le iba muy bien en los negocios. Su mujer estaba orgullosa de su posición social y se lo hacía ver a todos los que estaban en la fiesta. Tenían una hija pequeña, más o menos de mi edad, que estaba muy malcriada y muy acostumbrada a salirse con la suya.

La abuela se dedicó a agasajar al hombre importante y a su familia. Los consideraba los miembros más relevantes de su círculo social y hacía grandes esfuerzo por congraciarse con ellos.

En un momento de la fiesta me dirigí al cuarto de baño y cerré la puerta tras de mí. Uno o dos minutos después la niña abrió la puerta y entró dándose aires. Yo todavía estaba sentado en el retrete.

―¿Es que no sabes que las niñas pequeñas no tienen que entrar en un cuarto de baño cuando lo está usando un niño? ―le grité a voz en cuello.

La sorpresa que se llevó al toparse conmigo allí dentro sumada a la bronca que le eché dejaron a la niña petrificada. Se puso a llorar de inmediato. Cerró rápidamente la puerta, corrió a la cocina y, en un mar de lágrimas, se quejó de mi comportamiento a sus padres y a mi abuela.

La mayoría de los invitados había oído mi recriminación  en voz alta y les había resultado divertida. Pero no le sucedió lo mismo a mi abuela.

Cuando salí del cuarto de baño, me estaba esperando. Me echó la bronca más larga y lacerante de mi joven vida. Me dijo a gritos que era un maleducado y un bruto y que había insultado a aquella niñita tan encantadora. Los invitados observaban la escena y se estremecían sin decir absolutamente nada. El carácter de mi abuela era tan fuerte que nadie se atrevía a defenderme.

Después de acabar con su arenga y de haberme despachado, la fiesta continuó, pero el ambiente se había ensombrecido.

Aunque veinte minutos más tarde todo volvió a cambiar. La abuela pasó junto al cuarto de baño y notó que salía agua por debajo de la puerta.

Dio dos gritos: el primero de sorpresa y el segundo de pura rabia. Abrió la puerta de golpe y vio que el lavabo y la bañera estaban tapados y que los grifos estaban abiertos al máximo.

Todo el mundo sabía quién era el culpable. Los invitados formaron rápidamente una barricada a mi alrededor para protegerme, pero mi abuela estaba tan furiosa que casi logra atraparme, agitando los brazos como si intentase nadar por encima de la multitud.

Varios hombres fuertes lograron apartarla y hacer se calmase, aunque continuó farfullando y echando chispas durante un buen rato.

Mi abuelo me cogió de la mano, me llevó a un sofá que estaba junto a la ventana y me sentó sobre sus rodillas. Era un hombre amable y encantador, lleno paciencia y sabiduría. Casi nunca levantaba la voz y jamás discutía con su mujer ni contradecía sus deseos.

Me miró lleno de curiosidad, sin enfado ni contrariedad.

―Dime, ¿por qué lo has hecho? ―me preguntó.

―Bueno, es que ella me ha gritado sin motivo ―dije con tono serio―. Así que le he dado uno.

El abuelo no contestó inmediatamente. Se quedó allí sentado, mirándome y sonriendo.

―Eric ―dijo, finalmente―, tú eres mi venganza.

Eric Brotman

Ciudad de Nevada, California

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Paul Auster observa el charco. Ilustración: AFloresmontúfar

 

El libro contiene 179 historias. En casi todas ellas (incluso en las anécdotas graciosas), se evidencia el aliento de una sociedad compuesta por mujeres y hombres que también creyeron, en algún momento, que su padre era Dios (en el sentido de que alguien o algo les garantizaba el amor, el cuidado, el temor y la esperanza absolutos), y luego han crecido para sospechar, comprobar y comprender que no era así.

Ese largo proceso de aprendizaje está documentado en este libro. Las historias están contadas desde distintas épocas, recuerdan etapas distintas en la vida de sus protagonistas y se presentan, además, desde diferentes perspectivas (el desamparo, la confianza, la rabia, el dolor, la delicadeza, el humor y el amor, por ejemplo). Aunque son historias individuales, constituyen una especie de testimonio colectivo: el de una sociedad que se tiene solo a sí misma.  La consciencia de que papá no es Dios, y que por lo tanto no hay nada seguro, nos deja, por lo menos, la posibilidad (y la necesidad) de contar historias. Como dice Auster: «Debemos estar dispuestos a admitir que no se conocen todas las respuestas. Si creyésemos que sí, nunca tendríamos nada importante que decir.»

Contar historias, además, es un acto de confianza en lo humano y en los humanos. Más allá de lo decepcionante que sea confirmar los niveles de violencia, estupidez y perversión a los que podemos llegar, al contar una historia estamos afirmándonos como parte de esta comunidad (la que utiliza palabras para comunicarse), que trasciende a mi entorno más cercano, a los habitantes de mi país o a los hablantes de mi lengua. Que trasciende incluso a la actualidad, a uno mismo, a los que estamos vivos ahora. Contamos historias, reales o falsas, para no morir, para impedir que otros mueran,  para integrarnos a la historia.

Cirugía de corazón

Soy cirujano del corazón y trabajo en un estado de la Costa Oeste. Hace muchos años tuve que practicar una intervención coronaria de baipás, de muy alto riesgo, a una persona de más de setenta años. Parecía que la intervención había sido un éxito, pero tres días después el paciente desarrolló una arritmia y su corazón dejó de latir. Le practiqué ejercicios de recuperación cardiopulmonar durante tres horas y, por increíble que parezca, logramos reanimarlo. Sin embargo, durante el proceso, el hombre sufrió una lesión cerebral. Los síntomas eran totalmente inusuales. Durante las tres horas que estuve reanimándole, había rejuvenecido más de veinte años.

Realicé un seguimiento del paciente durante un par de meses y en ese tiempo pareció recuperar alrededor de diez de aquellos años perdidos. Cuando dejé de verle, seguía convencido de que tenía sesenta años. Tenía la fuerza y la energía de un hombre con veinte años menos de los que realmente tenía.

Un año y medio después, me encontraba jugando al golf con un buen amigo. Él había ido con un conocido suyo que resultó ser el yerno de mi antiguo paciente. Hizo un aparte y me comunicó que su suegro había muerto a principios de aquel mismo mes. Le di mis condolencias.  A continuación el hombre me contó una historia que nunca olvidaré.

Antes de someterse a la operación del corazón, mi paciente era un alcohólico, violento con su mujer e impotente durante casi veinte años. Después de sufrir el infarto y de resucitar (y de borrarse de su memoria un periodo de veinte años) había olvidado aquel tremendo pasado. No volvió a beber. Comenzó a dormir con su mujer otra vez y se convirtió en un marido amantísimo. Aquello duró alrededor de un año. Después, una noche mientras dormía, murió.

Dr. G

No se especifica lugar

Ahora, mientras revisaba textos que pudieran ayudarme, recordé esta prosa apátrida de Julio Ramón Ribeyro, que hubiera servido perfectamente como epígrafe al libro editado por Auster. La pongo aquí, entonces, para cerrar el post.

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Al igual que yo, mi hijo tiene sus autoridades, sus fuentes, sus referencias a las cuales recurre cuando quiere apoyar una afirmación o una idea. Pero si las mías son los filósofos, los novelistas o los poetas, las de mi hijo son los veinte álbumes de las aventuras de Tintín. En ellos todo está explicado. Si hablamos de aviones, animales, viajes interplanetarios, países lejanos o tesoros, él tiene muy a la mano la cita precisa, el texto irrefutable que viene en socorro de sus opiniones. Eso es lo que se llama tener una visión, quizá falsa, del mundo, pero coherente y muchísimo más sólida que la mía, pues está inspirada en un solo libro sagrado, sobre el cual aún no ha caído la maldición de la duda. Solo tiempo más tarde se dará cuenta de que esas explicaciones tan simples no calzan con la realidad y que es necesario buscar otras más sofisticadas. Pero esa primera versión le habrá sido útil, como la placenta intrauterina, para protegerse de las contaminaciones del mundo mayor y desarrollarse con ese margen de seguridad que requieren seres tan frágiles. La primera resquebrajadura de su universo coloreado, gráfico, será el signo de la pérdida de su candor y de su ingreso al mundo individual de los adultos, después de haber habitado el genérico de la infancia, del mismo modo que en su cara aparecerán los rasgos de sus ancestros, luego de haber sobrellevado la máscara de la especie. Entonces tendrá que escrutar, indagar, apelar a filósofos, novelistas o poetas para devolverle a su mundo armonía, orden, sentido, inútilmente, además.

Julio Ramón Ribeyro

Prosas apátridas (1975)


Creía que mi padre era Dios

Paul Auster (ed.)

Precio en Librerías

En Booket:

S/.40 aprox.

 

Precio en eBook:

En Kindle:

$/.9 aprox.